Pero la fiesta del pueblo -aunque en ella participara también el resto
del espectro social- era sin duda la de los días de Carnaval, cuya celebración ruidosa, agresiva, pintoresca y colorinche iba a
mantenerse durante décadas para ir perdiendo en forma paulatina aquel carácter
participativo y alegre hasta convertirse en otra cosa. Las Carnestolendas, con
sus corsos de carruajes, sus serpentinas, papeles picados y juegos de agua
eran patrimonio de la ciudad hacia finales del siglo XIX e inicios del XX.
Ya en 1900, las sociedades carnavalescas,
muchas de ellas dedicadas a homenajear a los negros -la Sociedad de Negros Africanos, la llamada Pobres negros
africanos, que recorrían el centro rosarino con sus
cantos y bailes- se movilizaban bajo la forma de comparsas, troupes o murgas, invadiendo las calles, los salones donde
se llevaban a cabo los bailes y los corsos callejeros, en una especie de
contagiosa exaltación colectiva.
Algunas de ellas tenían nombres realmente insólitos entre 1900 y 1920.
en los que se mezclaban el humor, el lunfardo y el gauchismo: Los rantifusos
decentes, Qué haces, desgracia sin suerte, Batifondo, batuque y compañía; La
flor campera o Apretáme, te doy cinco.
Por lo general se constituían en distintos barrios,
en alguno gestos o notorios clubes, según el caso, pero también las había conformadas por jóvenes de ambos sexos,
de la sociedad rosarina como No me gusta tanto o Gripi, grupo, grapa y Cía Otras de esas troupes carnavalescas buscaban destacarse con denominaciones variadas que
iban desde Elegancia, fantasía y originalidad a Los clasificadores de chicas u otros como Las mimosas rosarinas.
El cicutal de la pampa
o Kerosén con soda y Los tarugos eléctricos... Aquellas agrupaciones eran, sin duda, junto a las murgas -que en todo
caso serían sólo una versión más desprolija y atorrante de las comparsas- las
que aportaban la cuota de animación desenfadada a una fiesta que, comenzando
como un festejo rodeado de un hálito de cierto romanticismo fin de siglo
(lanzaperfumes, serpentinas cruzándose en el aire, saludos de carruaje a
carruaje) fue degenerando hacia el bullicioso y agresivo juego con agua, a
baldazos y manguerazos. hasta que los bailes se fueron encerrando en clubes, y
los corsos mantenían, mientras pudieron, su condición de evento barrial con
participación del vecindario El juego de agua tenía, desde el siglo pasado, sus
elementos esenciales en los pomos, con los que se lanzaba líquido por aspersión a las mujeres que
deambulaban por el corso, los bailes, o pasaban en sus carruajes, coches o
automóviles. Hacia fines del siglo XIX las marcas más famosos y acreditadas de
estos tubos lanzadores de agua eran Pider y Glover, mientras que para 1910 campeaban los pomos Bellas Porteñas, importados
por Ignacio Granados.
El ajetreo que producía la llegada del Carnaval era enorme e iba desde
la preparación de los disfraces -disfrazarse era por esos años una costumbre
general, que nadie encontraba ridícula ya que incluso se rivalizaba en los
atuendos- a los ensayos de las murgas y comparsas, y la preparación y
decoración de las carrozas, carros y vehículos utilizados en el desfile de los corsos
barriales. Abundaban los disfraces tradicionales, desde las damas antiguas al
Oso Carolina y desde los caballeros cortesanos a los Pierrots y gauchos ele
utilería. En muchas casas de barrio se cosía afanosamente durante algunas
semanas, para que los chicos, y los grandes también, estuvieran en condiciones
de no desentonar en los días de Carnaval.
Otros, recurrían a Gath
& Chaves, La Favorita,
La Platense,
de
Rioja y Sarmiento, y otras tiendas donde se vendían disfraces de todo tipo mientras
los que gustaban de estruendos mayores podían proveerse de bombas y fuegos
artificiales en el negocio de Leonardo
Moris, en 9 de Julio al 700, o en el de Miguel Coviello. en la misma calle a la altura del 1000.
Desde comienzos de
siglo, los corsos iban a ser una
atracción del Carnaval, con su desfile de carrozas, máscaras y mascaritas que
transitaba sin descanso por la calle, arrojándose serpentinas, agua florida,
papel picado, rivalizando en la originalidad de los atuendos tanto como en la
música y los cánticos de las comparsas. Entre 1910 y 1916, uno de esos corsos
ocupaba el sector norte del Bvard. Oroño, con un recorrido que iba de Salta a
Brown, de ésta hasta Alvear y desde allí hasta Salta y Rivadavia.
Igualmente concurrido
era el corso de Alberdi, con sus palcos instalados sobre la vía de desfile,
que era el Bvard. San Martín, actual Rondeau, por el que se pavoneaban tanto
las carrozas como "las familias de este aristocrático pueblo vecino",
como comentaba "Monos y Monadas". Saladillo, pese a su lejanía del
centro rosarino, no se privaba de organizar también su corso, junto al baile de
disfraz y fantasía organizado por el Saladillo Club. Los carros alegóricos y
comparsas desfilaban por la
Actual Avda. Lucero y el trayecto mostraba "calle* adornadas
a todo lujo por la empresa Tortella y Llusá", la que también se encargaba
de la construcción de los palcos -cerca de cincuenta- que flanqueaban el
paseo, instalados sobre las avenidas Arijón, Schiffner y del Rosario.
Fuente : Bibliografía
usada de la Colección
“Vida Cotidiana de 1900-1930 del Autor Rafael Ielpi del fascículo N• 5.