Los ferrocarriles de trocha angosta aparecieron en Rosario hacia 1891 y las vías de la línea Rosario-Córdoba o Central Córdoba, atravesaron la ciudad desde el oeste siguiendo el eje de la actual calle Gálvez terminando el recorrido en el puerto. Cuando se determinó su traza, la ciudad mostraba su perfil a mucha distancia, ya que entonces el casco urbano no excedía el área delimitada por las actuales calles Mendoza, Urquiza y Paraguay. El desarrollo de la economía regional -al canalizar las exportaciones a través del puerto local creó las condiciones favorables para el crecimiento de Rosario, que pudo incorporar los adelantos tecnológicos de las urbes modernas: tramways, gas, alumbrado eléctrico, entre otros.
Estos servicios esenciales se detenían, sin embargo, en las referidas vías, que de hecho se constituyeron en una auténtica barrera, porque hasta ella llegaban el pavimento y las distintas redes de agua potable, de obras sanitarias. Más allá, hacia el sur, todo era distinto.
Algunas calles empedradas y muchas de tierra -cunetas siempre cubiertas por aguas estancadas-, árboles en las desparejas aceras, modestas edificaciones y numerosas viviendas levantadas con material precario.
Muy lentamente se fue consolidando un núcleo urbano detrás de la estación del Ferrocarril Central Córdoba -ubicada en Avda. 27 de Febrero y Juan Manuel de Rosas-y de la similar de la Compañía de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires, instalada en 1908 en San Martín entre Virasoro y América (actual calle Rueda) y hoy sede de la Gendarmería Nacional.
Las instalaciones del Club Central Córdoba y la severa presencia del Hogar Asilo "Buen Pastor", caracterizaron a un barrio que reconocía a la calle Alem como su principal referencia, ya que era el camino obligado para el tránsito pesado que salía hacia Buenos Aires buscando la Ruta Nº 9 en Molino Blanco, junto al arroyo Saladillo.
Lo habitaba gente también humilde que en su mayoría trabajaba en las fábricas de la zona, vinculadas a la industria frigorífica; otros operarlos se desempeñaban en aserraderos, en depósitos de materiales de construcción o en el puerto.
El barrio tenía, como era previsible, muchas falencias y los vecinos trataban de encauzar los continuos reclamos a través de su entidad representativa, la Sociedad Vecinal del Barrio Tablada y Villa Manuetita, nombres con que se conocían las dos zonas que conformaban el barrio: Tablada, lindera al ferrocarril y al club Central Córdoba, extendida hasta la calle Abanderado Grandoli, y Villa Manueltta, más alejada de la anterior, ubicada sobre el puerto o más precisamente en los accesos al puerto con centro en el llamado puente negro que mostraba -y aún muestra su estructura de hierro en las proximidades de las calles Ayolas y Convención. Zona brava, por aquellos tiempos, en los que habitualmente las cuestiones se dirimían con facones que sabían dibujar la mueca de la muerte y reclamaban un silencioso respeto para cubrir el espanto de las ofensas saldadas en tamaña ceremonia de coraje...
Marcos Abásela, el peluquero: Rafael Villafuerte, el farmacéutico: Natalio Corengía, el marquero; Rubén Klass, el médico; Miguel Oliva, el ferroviario; Tomás Santos, el corredor de comercio; Narciso López de Alda, el lechero; Mariano Passini, el portuario, son algunos de los nombres que perduran de los integrantes de la lejana vecinal No los únicos, porque hubo otros. Hombres del barrio que pretendían vivir en condiciones más dignas y que para ello dedicaban sus horas de descanso a la preparación de petitorios; a veces para solicitar el pavimento; otras para pedir la extensión de un recorrido de colectivos y de tranvías. El corte de yuyos los demandaba en ocasiones, o las veredas sin baldosas, que el agua de lluvia convertía en extensos espejos donde los chicos jugaban sus candidos sueños marineros.
También vivía allí un carbonero que recorría con su carro las del barrio, portando d único que recorría con su carro las calles del barrio, portando el único combustible que los obreros consumían. Como su trabajo lo llevaba hasta la vivienda de sus vecinos, mejor dicho hasta el patio del fondo o hasta las cocinas, descubrió revistas y libros sin otro destino aparente que su lectura circunstancial. Un día se animó y los pidió para "la vecinal".
Poco a poco los estantes de un armario de la Sociedad Vecinal del Barrio Tablada y Villa Manuelita, en Alem 3033, se fueron poblando con los impresos que Salvador Castro, carbonero de oficio, portugués de nacimiento y de condición analfabeto, obtenía de los habitantes del mismo barrio, muy lejos todos ellos de imaginar que, sin saberlo, estaban fundando la mayor experiencia de educación popular del continente.
La vecinal inauguró entonces otra sección: La biblioteca.
Fuente: Artículo publicado en la Revista “Rosario Historias de aquí a la vuelta” La Biblioteca Popular Constancio C. Vigil . Autor Rubén Naranjo Fascículo Nº 16 de octubre 1991