por Edgardo Dobry
Una vez al año lo vaciaban
—pues de lo artificial se burla la Natura
tocando con su vara de hediondez y podredumbre.
Entonces se podía caminar
hasta la isla que había en medio
en un Éxodo apenas estorbado
por los abotargados vigilantes del parque.
Se iba allá a remar: era el lago de los botes.
Cuando de veras lo anegaban
la diversión entera consistía
en dar vueltas en torno de la isla,
en pellizcar los largos plumerillos
y agachar la cabeza justo a tiempo
de esquivar el puente o en tirarse
migas de sandwich entre una nave y otra.
Era un anillo oscuro entre los yuyos altos,
una agua tan opaca que parecía profunda,
tan quieta que el miedo alimentaba
a su fauna de larva y renacuajo.
Al lado del embarcadero, rodeado de columnas
con capiteles corintios que no sostienen nada,
empedrado de losas
de moho maculadas y de charco verde,
un cisne rechoncho de cemento,
el cuello de alambre ya pelado
y retorcido varias veces.
Era toda nuestra mitología
en una ciudad sin más historia
que una decrépita promesa de futuro.
Los botes de los besos primos
y en todas las casas siempre había
el rústico retrato de una boda,
el laguito en el fondo del paisaje.
Algodón de azúcar pringado en la memoria,
manzanas confitadas de un domingo,
se iba allá a remar, era el lago de los botes.
Fuente: Publicado en la Revista de “Rosario Ilustrda” Guía literaria de la ciudad Editorial Municipal de Rosario 2004.-