jueves, 6 de agosto de 2020

ROSARIO, RITMO Y DIVERSION



Si nos proponemos descubrir como empleaban el tiempo libre los rosarinos, más allá de los grandes clubes; debemos detenernos en aquellos que crecieron en el ámbito barrial. La mayoría de éstos surgieron y se multiplicaron desde la década de 1930. Se consolidaron en en los años siguientes, aunque sujetos a los vaivenes propios de los emprendimientos que dependen de la voluntad de sus gestores. Estos clubes se organizaron inicialmente en torno al deporte, pero no fueron sólo eso. 


También su interés estaba en la kermesse, el baile, el asado, la peña, la función de cinco el partido de naipes diario. Lugar de reunión y recreación, era también un espacio para vivir en familia y donde se manifestaba la identidad barrial. 

Al terminar la jornada de trabajo. después de la cena, era el lugar donde diariamente concurrían los hombres, que se entretenían con un juego de cartas, mirando televisión o hablando con los amigos. 

Era también el ámbito donde sus hijos concurrían para practicar, durante la semana, algún deporte y formar una <barra de amigos», y al que más adelante se incorporarían su propia mujer e hijos. Era un espacio de encuentro y sociabilidad, donde todos se conocían y compartían cosas, conviviendo generaciones distintas ligadas por una pertenencia común. 

Los fines de semana, o en época de Carnaval, se realizaban las «reuniones danzantes» que, en los años 50 y 60, vieron formarse más de una pareja. Además, el club del barrio no se cerraba sobre sí mismo, sino que, mediante el intercambio con otros clubes y sociedades, iba construyendo silencionsamente una compleja red de relaciones que expresaba la sociabilidad de los sectores populares. 

El club, el bar o el café, formaban parte de la identidad ciudadana de los rosarinos. Pero también, como hemos visto, el gusto por el cine, masivo, desplazó notablemente el hábito de asistir al teatro, preferido por las elites de principios de siglo —aunque no exclusivamente---, durante los fines de semana. Sin embargo, el entretenimiento por excelencia, en los días feriados, consistía en invadir las calles céntricas, lo que daba0 cierto aire de pueblo a la gran ciudad que se modernizaba. 

Para la prensa de entonces, la calle Córdoba y algunas de sus transversales eran «el hall de la ciudad», el «ágora» donde hombre y mujer, libres de preocupaciones, podían «ver y verse, regocijarse en una mera comprobación de que todos somos tal parecidos... ». 

Más que salir para mirar vidrieras ir al cine o cenar, o encontrarse con amigos, la calle misma era el objeto de la salida desde la noche del viernes hasta el domingo. Habito que aún hoy aunque restringido a la mañana del sábado, conservan los rosarinos: mirar y mirarse, mostrarse, encontrarse, vivir la calle como si fuera prolongación de la propia casa o el hall de entrada a su privacidad. 

Por lo demás, la ciudad ofrecía múltiples opciones para disfrutar anoche hasta altas horas, habito que comenzar a incorporar sus habitantes. Bares, restaurantes. Boltes, discotecas, night clubs se distribuían en distintas zonas, aunque cada cual códigos propio. Desde locales nocturnos en la Estación Rosario Norte que como el “ Panamericano Dancing”, admitían llevar la comida ofreciendo mujeres y bebidas a precios muy bajos, con espectáculos de strep-tease de bailarinas entradas en años, hasta las discotecas destinadas a grupos selectos como “ Profesor Plum”, una de las pioneras O bares en la playa que atendían todo el día, hasta la madrugada,, representantes de la burguesía local,con rituales que los convertía en «iguales» frente a la diversidad de lo meramente «popular». 

Cada lugar, cada sector de la ciudad donde se establecían estos locales, respondía a pautas establecidas y apelaba a un grupo determinado por su condición económica y/o generacional. 

Desde fines de los 50 y comienzos de los 60 las peñas folklólicas y algunas de tando, fueron otro lugar de esparcimiento, económico y muy concurrido, sobre todo, por los estudiantes. “ 7 de Línea”, “ La Tasca” y “ La Bodeguita” en los 50; “ El Mangruyo”, “ El Chango Rengo” y la tanguera “ El Farolito” en los 60. Una decena de ellas coexistieron incluso hasta los 80. Además estaban las que solían realizar algunos clubes de barrio para recaudar fondos. 

El éxito del folklore y la presencia permanente de espectáculos este tipo durante los 60, con los nombres más destacados a nivel nacional y con varios grupos locales emergentes, favorecía el desarrollo paralelo de las peñas. 

Según afirma Luis Ciugolalli en Vasto Mundo, una vez terminada la actuación de los artistas en «Corchos y Corcheas» o en «Los caños», algunos de ellos se dirigían a las peñas para terminar la jornada, aunque en realidad, el perfil de estos locales era muy distintas de las peñas. 

Estas tenían un ritual participar, se asistía en grupos de amigos, se tomaba vino y empanadas, la guitarra circulaba de mano en mano, se escuchaba silenciosamente para continuar el contrapunto de más de una vez se terminaba en una confrontación de canciones cuando no se llegaba ajos golpes por la ideología que expresaba algún improvisado cantor. 

Pero en el espíritu de las penas, sobre todo desde fines en la década del 70, predominó cierto “porque” de izquierda y un clima de resistencia cultural en momentos de dictaduras y proscripciones. 

Un interés particular merece el disfrute de la zona ribereña. Rosario, en muchos aspectos, se desarrolló de espalda al río. El aprovechamiento de las playas y los deportes náuticos, tanto como del pasaje de las islas vecinas fue tardío. la apropiación de este espacio, una vez que se entregó a concesionarios particulares, perdió cierto carácter igualitario, parcelándose según el grupo social. 

En la década del 60, además de bañarse y se tomar sol o de los pic-nics familiares utilizarse para deportes como la motonautica y el esqui acuático , además de los tradicionales – natación, remo y yachting. 

Sin embargo, varios de ellos requerían recursos económicos importantes convirtiéndose en prácticas de elite. En realidad, si bien las clases altas preferían piletas privadas o clubes exclusivos los sectores ascendentes de la burguesía local marcaron hitos de diferenciación en el aprovechamiento de la cosa. 

La playa más importante, «La Florida, en su extremo norte era ocupada por los “ pitucos” que distinguían por las mallas, toallas y lonas que usaban a la vez que, como decía un observador de entonces, «no se mezclan con nadie... ni siquiera hablan entre ellos mismos». 

También -«La Arenera”, a la que se llegaba sólo con auto o lancha, o «El Puntazo», -accecible por río, eran zonas ocupadas por grupos escogidos, que deseaban ver y mostrarse. La exigencia era el uso de bikini y la juventud en la mujer, el cuerpo tostado y la belleza física para ambos sexos, aunque estas últimas condiciones resultaban excluyentes pata el sector femenino: «cuando son un poco veteranas y empiezan a mostrar rollitos, sería mejor que se quedarse en en sus casas o se fuesen a la Florida afirmaba un joven de entonces. 

Por lo contrario, las clases populares – parejas, grupos juveniles, bañistas solitarios – se concentraban, viniendo desde el centro y un poco más al norte estaba la franja de playa correspondiente a las familias. Los más pobres , denominados por la jerga de la época “ elemento quemante”, se situaban sobre el paredón extensa pared detrás de los quioscos y vestuarios, en grupos familiares, con sillas, mesas y comidas, tomando mate con calentador, de gustando sandía y vino. En cierta forma, los códigos playeros reproducían los de la ciudad, mantenimiento la separación entre estratos sociales, dando a cada espacio el color específico del grupo social que lo ocupaba y transfiriendo a la playa el ritmo de trabajo urbano. Así la concurrencia era masiva los fines de semana y restringidas los días laborables. La noche era sobre todo para la familia, mientras los grupos juveniles y parejas la ocupaban durante la mañana y la tarde. 

Llego de la medianoche, la playa de la desalojarse. 


Fuente: Extraído del Libro Historia de Rosario de Juan Alvarez