viernes, 26 de julio de 2019

Disfraces y mascarita


Por Rafael Ielpi 

Desde 1930 hasta 1960, la celebración de las carnestolendas tendría mucho que ver con una tradición que venía desde comienzos de siglo, cuando -como se consignara- los corsos de flores, y los corsos con desfiles de carrozas en distintas zonas de Rosario, convocaban a un público tan numeroso como ansioso de participación. 

En realidad, la ciudad no reducía sus posibilidades de recreación sólo a bailes y carnavales. En otras épocas del año -a mediados de los años 50- algunas diversiones vinculadas con hechos puntuales, como la Fiesta de la Primavera, movilizaban a los rosarinos por la tradicional calle Córdoba. Aquellos desfiles por la arteria tradicional, que ignoraba aún su ulterior destino de vía peatonal, conseguían atraer sobre todo a una juventud a la que, sin TV, era mucho más fácil contentarla con poco... 

Sin embargo, todavía en los años 30 muchas de las características del Carnaval de las primeras tres décadas del siglo permanecían vigentes, y por eso seguía siendo habitual el desfile de las mascaritas durante los días que antecedían y sucedían a las carnestolendas, con su tropel de niños y niñas disfrazados de acuerdo a las preferencias de cada uno o a la decisión de los padres. Pierrots, gauchos, mosqueteros, damas antiguas, Colombinas, gitanas, se mezclaban en las calles tanto como en los corsos. Hacia 1940 el tradicional desfile de carrozas alegóricas comenzaba en la Plaza 25 de Mayo, se desplazaba por calle Córdoba hasta Bvard.Oroño y por éste hasta la zona del corso. 

Frente al monumento al general Beigrano, se realizaban bailes populares, desde las 10 de la noche a las 2 de madrugada; en tanto el juego con lanzaperfumes estaba permitido de 16 a 21 en los parques Alem, Norte, plazas municipales, balnearios 

e intersecciones de las calles San Martín y Ayolas y Avda. Génova y Bvard. Avellaneda. Hacia 1935 y hasta 1940, la Avenida Pellegrini sería el escenario de corsos de enorme éxito, con palcos levantados a los costados de la amplia arteria, por la que desfilaba la procesión carnavalesca.

Mucho de lo tradicional de la fiesta veraniega permanecía incólume, y se mantendría incluso hasta bastante después, con sus hombres disfrazados de mujer (una costumbre que luego se convertiría en otra cosa); con las murgas que si bien habían perdido mucho de la gracia inocente y contagiosa del pasado la reemplazaban por un lenguaje crudo o por chascarrillos cantados a pleno pulmón; con las carrozas recargadas o las más modestas, que eran en realidad carros sobre los que se apretujaban gauchos y chinas divertidos o alguna otro troupe parecida; con los concursos de disfraces para los más pequeños. 

El gran impulso a la celebración del Carnaval llegaría sin embargo sobre ef final de la década del 50 y primeros años de la siguiente, cuando el intendente Luis Cándido Carballo decide que el municipio organice el tradicional corso anual, bautizando al evento como Carnaval Internacional de Rosario, en 1961. Aquel fue el comienzo que lamentablemente no tendría continuidad en el tiempo- de una apuesta destinada a que Rosario recuperara parte del esplendor de los carnavales de comienzos de siglo; la iniciativa del dinámico don Luis, que demolería el viejo Mercado Central convertido en una rémora en pleno centro rosarino, logró una adhesión popular inmediata. 

Para los parámetros de la época, aquellos corsos de Carballo significaron toda una novedad y también una inversión importante, y seguramente la ausencia de una celebración similar en todo el tiempo transcurrido es lo que ha influido para que sigan siendo recordados como algo perdurable. En realidad, la fiesta tendría un ingrediente que fue el que la motorizaría y convertiría en un impresionante éxito: la participación de la gente, que advertía que aquellos cabezudos, aquellas mascaritas gigantes, aquellas carrozas de todo tipo, aquellos jóvenes disfrazados de manera sofisticada o apelando sólo a la imaginación, le estaban devolviendo parte de una alegría que parecía definitivamente perdida. 

Las noches que duró aquel Carnaval Internacional vieron colmarse de público tanto la Avenida Pellegrini como el Bvard. Oroño y el sector del Parque Independencia, donde se había emplazado el corso central, y la ola entusiasta movilizó incluso a modestas comparsas a las que también la gente aceptaba con magnimidad, del mismo modo que a las primeras carrozas de algunas colectividades, que preanunciarían -sin saberlo- dos décadas y media antes el posterior Encuentro de Colectividades, convertido años después en otra de las grandes fiestas populares de la ciudad. 

"Los Carnavales -evoca Granados- eran el summun del año, y también lo eran para los bailes. Había un ranking de recaudación de los bailes de todo elpaís que siempre la ganaba Rosario. En Buenos Aires, el Carnaval más importante era el del Centro Lucen-se, donde contrataban por lo general a D Afrienzo y Varela- Varelita y se gastaban la guita, pero al final acá en Rosario le pasaban el trapo a todo el país” 

Los corsos de 1961, como los de los años inmediatamente anteriores, que ya preanuiciaban un cambio, contaban además con otros ingredientes habituales: la proliferación de vendedores ambulantes que garantizaban una gastronomía precaria pero suficiente y las bebidas de rigor para combatir el calor; los todavía vigentes duelos de papel picado y serpentinas y el ruido de pitos y matracas que hoy sólo reaparece -incluso con algo de aquella perdida alegría- en el cotillón de alguna fiesta... 

Otra de las escenas habituales de los Carnavales de la década del 40 al 50 la constituían los concursos de mascaritas infantiles organizados por el diario La Tribuna, que movilizaban a un verdadero ejército de pequeños disfrazadas y disfrazados, deseosos de ver su imagen reflejada en las páginas del vespertino, manteniendo una costumbre que aun es posible verificar en viejas fotografías de mas de un álbum familiar. Aquellos chicos y chicas ataviados con disfraces que en algunos casos denunciaban la hechura casera y en otros su condición de atuendo adquirido en Gath& Chaves o La Favorita, eran presencia infaltable en los tranvías que viajaban desde los barrios hacia el centro, impecables y maquillados a la ida y desaliñados y agotados en el regreso a casa... 

Aquella simbiosis del Carnaval y los bailes iba a potenciarse tal vez por última vez en aquel de 1961, en el que los enormes cabezudos ponían una nota colorida, que concluía con el estruendo -que a muchos tomaba desprevehidos, inmersos como estaban en el jolgorio colectivo- de las bombas que anunciaban el fin del corso. 

La fiesta proseguía entonces en los grandes clubes cercanos -Gimnasia y Esgrima, Provincial, Newell's OId Boys-, en los que ya comenzaba a notarse la presencia de algunos artistas y ritmos que como los del Brasil -con exponentes como Yuyú Da Silva o Leo Belico, los primeros adelantados- serían después poco menos que infaltables en esos días del año. Que al ostentar una hoy perdida condición de feriados, predisponían aún más a los rosarinos a la despreocupada diversión que ofrecían corsos y pistas de baile. 

La costumbre de los juegos de agua, inocente a comienzos de siglo, se mantendría también en el período 1930-1960, sobre todo en los barrios, donde los baldazos y las corridas eran una constante del Carnaval, en medio de un espíritu de jocosidad que algunas veces derivaba en conflictos entre vecinos, cuando el juego tomaba las cáracterísticas agresivas que luego se harían mucho más visibles, hasta convertirlo en algo muy diferente y en muchos casos ingrato y agresivo. 

Justamente lo contrario de esto último sería la presencia, en esos carnavales de las tres décadas mencionadas, del llamado 'Rey del Carnaval", Alfonso Alonso Aragón, a quien una lejana broma de estudiantes había convencido de tan peregrino linaje. El personaje, un español simple a quien quedaba grande el apelativo de Poeta conque se lo conociera hasta su muerte, era presencia indiscutida en aquellas celebraciones de Carnaval, y su corta figura y larga melena, con cetro en mano y corona en la cabeza, sobre alguna de las carrozas que desfilaban, formaba parte de aquella escenografía anual. 

Fuente: Extraído de la colección de Vida Cotidiana de 1930-1960. Editado por el diario “La Capital