martes, 21 de junio de 2016

El fusilamiento de Penina

Por Rafael Ielpi



El año final de la década sería también el cierre abrupto de la tercera experiencia del radicalismo en el poder hasta entonces, con el golpe militar del 6 de septiembre. Juan Alvarez señala: Rosario, ajeno al movimiento, recibió la noticia sin agitarse, admitiendo enseguida y con una sensación de alivio al nuevo orden de cosas, que daba asimismo en tierra con el gobierno local. Algunas tentativas de reacción provocadas por los grupos anarco-sindicalistas fueron severamente reprimidas. Más allá de la percep­ción de Alvarez, que era por otra parte la de la sociedad conserva­dora, los episodios porteños de esos días repercutirían en Rosario de modo inmediato, en especial a partir del día 4, cuando continuaba la agitación en las calles de Buenos Aires y se producían los primeros enfrentamientos, en uno de los cuales es muerto ese día el estudiante Juvencio Aguilar.

La irrupción del general Uriburu en la Casa de Gobierno y el derrocamiento de Yrigoyen, a quien el mismo Alvarez llama el presi­dente amigo de los pobres, daría inicio a la "década infame" y a la perse­cución de dirigentes políticos y gremiales, y en especial de los anar­quistas, que serían el blanco predilecto del nuevo gobierno y sus esbirros de la Liga Patriótica, todo ello bajo el amparo ideológico de colabo­racionistas intelectuales, como lo fuera Leopoldo Lugones.

El presidente de facto, que no era otra cosa en definitiva que un vulgar golpista, iba a cosechar sin embargo adhesiones tan disímiles como la de un militar llamado Juan Domingo Perón, que en un informe escrito en 1930 afirmaba sobre el jefe de la revolución triunfante: Es un perfecto caballero, hasta conspirando... Su palabra, un tanto campechana y su franqueza evidente me habían impresionado bien. Veía en él a un hombre puro, bien inspirado y decidido a jugarse, en la última etapa, la carta más brava de su vida, según la cita de Ibarguren en su autobiografía.

En el momento en que llegaba con mi automóvil blindado a la expla­nada de Rivadavia y 25 de Mayo (decía el entonces capitán Perón), en el balcón del primer piso había numerosos ciudadanos que tenían un busto de mármol blanco y que lo lanzaron a la calle, donde se rompió en mil pedazos, uno de los cuales me entregó un ciudadano que me dijo: Tome, mi capitán: guárdelo de recuerdo, para que mientras la patria tenga soldados como ustedes, no entre ningún peludo más en esta casa... A las Í0 de la noche, esa misma multitud descontrolada elegía como blanco la humilde casa de Brasil Í0Í9 de la que serían sacados a la calle los muebles y algunos cacharros de Yrigoyen, hasta hacer una pira con ellos y tratar de reducir su recuerdo a ceniza...
("La revolución del 6 de septiembre de 1930", en serie La Argentina de los años 30, en revista Panorama, 23 de junio de 1970)


Mucho más grave, sin embargo, sería la complacencia de algunos partidos como el PDP, enemigo original del radicalismo, cuya actitud describiría el mismo Ibarguren algunos años después: En Santa Fe, los demócratas progresistas, que eran adversarios de la revolución, actuaban sin embargo, al calor del Gobierno Provisional, especulando con su apoyo. Así, los que más tarde combatieron con tanta saña a la revolución de septiembre y al general Uriburu, los aprovecharon en Santa Fe, sacándoles el jugo en beneficio de sus intereses políticos locales, donde obtuvieron el único triunfo de su exis­tencia partidaria.

Durante la visita del general Uriburu a esa provincia, se exhibió profusamente la fotografía de éste al lado de su acompañante, el doctor Lisandro de la Torre, ante multitud de concurrentes a un partido de fútbol que aclamaba al jefe de la revolución, recuerda asimismo el autor de La historia que he vivido.

El ejército se volcó decididamente a la conspiración debido a la ineficiencia del gobierno y a la prédica de la prensa opositora. También cons­piraban ciertos grupos conservadores que comenzaban a asimilar los prin­cipios del fascismo italiano de Mussolini; desde algunos periódicos como La Fronda y La Nneva República se propiciaban ideas y principios antiliberales '¡ue fueron aceptadas por los altos mandos del ejército así como por los sectores juveniles del conservadurismo. Pero lo más grave eran las amenazas económicas y sociales que había provocado la crisis de 1929 en el mundo y que se empezaban a notar en el país. Los grupos ganade­ros y la industria frigorífica sintieron peligrar sus intereses y comenzaron a buscar in'a salida para sus dificultades. En cierto momento, todos los factores coincidieron en levantamiento militar y en el derrocamiento del 'gobierno de Yrigoyen.
(Carlos Gispert y otros: Historia de la Argentina, Editorial Océano, 1998)



En Rosario se produciría, a muy pocos días del golpe, uno de los hechos más graves de la flamante dictadura: el fusilamiento de Joaquín Ruina, un modesto obrero catalán al que se acusaría sin pruebas feha­cientes de la distribución de panfletos contra el nuevo régimen y al que las llamadas "fuerzas del orden" fusilarían, sin juicio ni defensa, en las barrancas del arroyo Saladillo.

Penina, azulejista de profesión, había llegado a Rosario en 1923 desde su pueblo natal de Gironella, imbuido ya de las ideas anarquis­tas de las que era un propagandista respetuoso pero consecuente. Según una versión, el 9 de septiembre, a tres días de la revolución, es citado por la policía, lo qu^ ocurre asimismo con Pablo Porta, quedando los dos detenidos y condados en la Jefatura; según otra, Penina fue dete­nido en su modesto cuarto de la vivienda de Salta 1581, que compar­tía convictorio Constantini, un obrero italiano que es también apre­sado en la madrugada del 9 de septiembre, y allí le fueron confiscados libros, escritos y un mimeógrafo.

De acuerdo a la segunda versión, que es la más verosímil, Penina es llevado hasta la Jefatura de Policía, donde se encuentra con Porta, que también había sido apresado bajo la acusación de ser autor y distribuidor de panfletos contra Uriburu y su régimen, cargos que también se harían a Penina y Constantini en los duros interrogato­rios a que fueron sometidos por el jefe de División Orden Social, Marcelino Calambé un policía "duro" propenso a las prácticas más brutales. Pese a haberse constatado que el mimeógrafo secuestrado en la casa de Penina estaba en desuso desde hacía meses, por lo que nial podría haber sido usado para imprimir panfletos, la suerte de éste ya estaba echada.

El 26, a instancias de algunos compañeros de los detenidos, aso­ciados a la FORA, el abogado Salvador Arteabaro inicia su búsqueda a través de un recurso de hábeas corpus ante la justicia, señalando que se carece de noticias de los dos obreros, que se sabe de su citación y posterior detención y que se teme hayan sido fusilados por la vigencia de un bando militar que posibilitaba esa extrema medida.

La respuesta policial, ante el requerimiento del juez, sería tic un absoluto cinismo al indicar que Penina había sido liberado, como Porta, el 10 de septiembre, agregando en una comunicación firmada por el comisario Calambé y rubricada por el Jefe de Investigaciones Félix De La Fuente, que actualmente se ignora su paradero. Una nueva denuncia del abogado, que acusa ahora a la policía del secuestro de Penina, ter­mina con una respuesta que insiste en que se desconoce el paradero del infortunado trabajador catalán, que hasta su desaparición trabajaba en la empresa de construcciones de Gabriel Pinol.

Constantini y Porta (quien quedaría con graves secuelas psíqui­cas luego de las sesiones de interrogatorio y las amenazas de muerte y fusilamiento, y retornaría España, donde moriría no mucho después) son finalmente liberados. Penina, en cambio, sin haber sido ni dirigente conspicuo ni agitador reconocido ni activista de frondoso prontuario, es conducido la noche del 11 de septiembre desde la Jefatura hasta las cercanías del puente del Saladillo, en un operativo de traslado coman­dado por el capitán Luis Sarmiento y el mayor Carlos Ricchieri, y fusi­lado por orden del Comandante de la 5ta. Compañía del Regimiento 11 de Infantería, por un pelotón comandado por el subteniente Jorge Rodríguez, quien en 1932 narraría los dramáticos momentos finales de ese episodio en el diario La Provincia, de Santa Fe.

Venía con las manos esposadas atrás y cuando sus humildes bolines de caña tocaron la tierra que iba a besar su cadáver, halló frente a si a aquellos a quienes habían dicho: ¡Maten! Sintió el ruido de la carga de las pistolas, y entonces yo, que lo tenía a un paso, lo vi abrir los ojos con mirada de asombro y rápidamente comprender. El suboficial acompañaba apoyándole suavemente la mano sobre el hombro izquierdo; se dejó conducir. No dijo una palabra... El oficial se retiró hacia el pelo­tón; antes de que llegara a mí, yo ordené: ¡Apunten! Entonces, el reo giró la cabeza hacia la izquierda y mirando con odio al grupo que pre­senciaba la ejecución, y que estaba a unos quince metros de él, gritó: ¡Viva la anarquía, con un pronunciado acento catalán. Su voz era tem­plada.Yo no vi temor en él. ¡Fuego!, ordené sin ver ya nada. Tres tiros. Doblando las rodillas, se inclinó lentamente hacia delante, entre gemi­dos sordos y comenzó a girar sobre sí mismo y hacia el lado derecho. No caía, y no quise prolongar su segunda agonía de la carne y, sin mirar ni apuntar, hice fuego hacia él. Dos soldados más, sin saber, hicieron fuego también. Por apresurar el instante, y acortar el dolor de ese hom­bre, yo hice las cosas tan nerviosamente que me olvidé de mandar: ¡Alto el fuego!
(Diario La Provincia, Santa Fe, 1932)


La dictadura de Uriburu, autora del bando que condenaba a muerte a quienes se supusiera, con pruebas o sin ellas, autores de actos contra el flamante régimen golpista, sería la principal responsable del asesinato de Penina, aun cuando tanto un primer y contemporáneo documento de la FORA, de 1932, como algunas investigaciones ulte­riores permitirían conocer a los responsables de la detención arbitra­ria, juicio sumarísimo e ilegal y posterior fusilamiento del obrero: el Jefe de Policía, teniente coronel Rodolfo Lebrero y los ya menciona­dos De la Fuente, Calambé, Ricchieri y Sarmiento, a los que se agre­gan el comisario Ángel Benavídez y algunos comisarios y militares de menores jerarquías.


En 1932, con el PDP en el gobierno provincial y el general Justo en la presidencia, el fusilamiento de Penina llegó a conocimiento de los rosarinos y se ordenó una investigación que terminaría, como tan­tas veces, exonerando a algunos policías del escalafón mientras se exi­mía de condenas a los jefes. El diario Democracia, dirigido por José Guillermo Bertotto, inició por su parte una campaña tan valiente como agresiva contra los mencionados, pidiendo su condigno castigo e incluso abochornando a aquellos militares que, como Lebrero, habían sido cómplices de la muerte de Penina.
Conmueve el alma la idea de que se asesinó a Penina porque era un obrero desvalido. El teniente coronel Lebrero nos dijo que lo mandó
fusilar por comunista y resulta que no pertenecía a esa ideología. Los demás oficiales, el mayor Ricchieri, el capitán Sarmiento, el subte­niente Rodríguez y el cabo Díaz, que intervinieron, no podrán justi­ficar ante el pueblo el odioso e inútil acto militar. Lo mataron sencilla­mente porque los usurpadores del gobierno tenían miedo. Y el terror que vivían lo extendieron a la clase proletaria con sus arbitrariedades. Desgraciadamente, no abrigamos fe en las autoridades, en ninguna, por la misma gravedad e importancia de la cuestión. La solidaridad entre los puntales de la burguesía es mucho más segura y grande que entre los obreros. Mientras éstos no se decidan a protestar, ni a reclamar jus­ticia, ni siquiera a que se esclarezca el miserable crimen, aquellos manio­bran en silencio, convencidos de que un mitin no es una sanción que afecte realmente a los culpables... Penina, el obrero asesinado, debe ser bandera roja nacional. Extendida la protesta, y la demanda de sanción a toda la República, será más fácil alcanzar el anhelo proletario: la baja de los comprometidos y su encarcelamiento.
(Diario Democracia, Rosario, 27 de febrero de 1932)

El fusilamiento del obrero catalán derivaría asimismo en una secuela de aberraciones cometidas por los esbirros de la dictadura: el cadáver fue enterrado como NN en el cementerio La Piedad, la noche del mismo 11 de septiembre, y los cientos de libros que Penina tenía en su casa, junto a sus pertenencias, fueron quemados.

Dicen que vivía una vida modesta, activa y ordenada, que trabajaba bien, mucho y siempre por su cuenta, que gastaba lo mínimo y enviaba el resto a su familia; que su única expansión eran las lecturas intermina­bles, los paseos dominicales por la costa y la contemplación del río. Nunca se le conocieron romances. Su última vivienda fue un altillo de pensión en Salta 1581. Penina guardaba en su cuarto 600 pesos para pagar deu­das con editoriales libertarias argentinas y españolas. La Policía se quedó con ese dinero y quemó sus libros y papeles. La madrugada del 11 de sep­tiembre, los represores se pasearon con el cadáver por las dos sedes de la Asistencia Pública. Ningún médico quiso firmar los certificados de defun­ción. Al fin, cuatro conscriptos amenazados de muerte cavaron una fosa en La Piedad y sepultaron a Joaquín Penina.
(Jorge Benazar: "La muerte de Joaquín Penina, anarquista y fusilado en Rosario", en La Capital, 9 de junio de 2002


La nota escrita por Rodríguez en La Provincia, en 1932, señala otras miserabilidades: No sé quién de los del grupo ordenó que se le revisara De sus bolsillos le sacaron dos o tres galletas marineras muy duras y en parte comidas; un trozo de papel de diario sin ninguna importancia y un giro de anco pesetas para un hermano de Barcelona, en España. El giro no llegó a mis manos, ni sé tampoco quién se lo llevó... El mismo año de esas confesiones, en un ignoto camino provincial de San Juan, el capitán Sarmiento, ya alejado del Regimiento 11 de Infantería y de Rosario, donde orde­nara la ejecución del obrero, sería interceptado por dos desconocidos y ultimado a balazos. Las versiones sobre el episodio, recogidas por Fernando Quesada, señalan que los disparos fueron efectuados al grito vindicatorio de ¡Acordate de Penina!

Me acuerdo del fusilamiento de Joaquín Penina. Yo tenía once o doce años y mi padre me llevó a verlo. En realidad no estábamos solos: había un montón de vecinos mirando la escena a distancia. Alejados, pero escu­chando todo lo que se decía y viendo todo lo que pasaba. Era en las barran­cas del Saladillo, cerca de mi casa. Lo habían traído desde la Jefatura de Policía, donde lo tenían detenido y venía con una pequeña tropa de sol­dados, que había salido por calle Moreno hasta Uriburu y desde allí hasta el lugar donde lo iban a matar. Me acuerdo que estaba en camisa y que era un hombre joven. Cuando iban a dispararle, pegó un grito: ¡Viva la anarquía!, que nosotros escuchamos bien clarito. El capitán Rodríguez le pegó un tiro en la cabeza, para rematarlo. Yo, aunque era un chico, tenía ganas de gritar viendo cómo mataban a ese pobre muchacho, pero mi padre me dijo que no teníamos que meternos, porque era inútil. Era una escena tremenda: los vecinos como espectadores, viendo cómo se cometía un ase­sinato. Cuando le revisaron, le encontraron unos pedazos de galleta en los bolsillos y un giro de correos para la familia en España... 
 (Julio Oksanich, testimonio personal recogido el 12 de julio de 2001)

El golpe de Estado iba a sumar al fusilamiento de Penina una drástica represión a toda oposición al régimen, especialmente dirigida hacia los anarquistas y en especial al grupo de los llamados "expropia-dores", cuya actividad había comenzado a intensificarse en la década de los años 20. Aquellos métodos violentos que incluían asaltos a mano armada y atentados con explosivos por igual, provocaron un agudiza-miento de las luchas internas en el seno del anarquismo en la Argentina, visible por ejemplo en las posiciones de dos de sus publicaciones más importantes, La Protesta y La Antorcha, vocero éste de los grupos que propiciaban la acción directa.

En ese periódico escribiría Rodolfo González Pacheco su defensa de los "anarquistas expropiadores", a los que tanto la FORA del IX Congreso y La Protesta llamaban "anarcobanditismo", por la condición mayoritaria de italianos que integraban esos grupos: Desde que se com­probó que la propiedad es un robo no hay más ladrones que los propietarios; lo único que está por verse es si los que les roban a ellos no son de la misma data, de una auténtica moral ladrona. Apropiadora. Pero, a pesar de todo esto y aunque todos son ladrones, estamos más con los ilegales que con los otros. Con los ladroncitos que con los ladronazos.

Como consignara Osvaldo Bayer en su valioso Los anarquis­tas expropiadores, algunos de aquellos militantes como Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, fueron fusilados, mientras otros como Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes, Emilio Uriondo, el "Capitán" Paz, Elíseo Rodríguez eran condenados a prisión, y ter­minaban ultimados a tiros Braulio Rojas y Juan Márquez, mientras Silvio Astolfi sufría graves heridas.

Otros hombres enrolados en el ideario libertario, algunos de los cuales eran rosarinos o habían vivido en la ciudad, eran condu­cidos a la cárcel de Villa Devoto, al llamado Cuadro 3 bis, en el que se hacinaban hasta 250 detenidos cuando la capacidad era de sólo un centenar y donde un testimonio citado por Oscar Troncoso con­signa: Algunos contrajeron tisis galopante a fuerza de frío, hambre, man­gueras y palos. Villa Devoto es el lugar del oscuro horror silencioso. Muchos de aquellos militantes, en su mayoría obreros y estudiantes, fueron conducidos después al tristemente célebre penal de Ushuaia, bajo un sistema carcelario tan brutal como ignorado por la mayoría de los argentinos.

Grunfeld, quien militara consecuentemente por las ideas liber­tarias en Rosario y otras ciudades del país, describe en sus Memorias de un anarquista aquellas instancias dramáticas: Poco tiempo después fueron trasladados a Ushuaia varios compañeros, entre ellos mi hermano David, que aún no había cumplido 18 años. Fue una tanda bastante amplia de compañeros, la tercera. La deportación a la cárcel del sur se realizaba en un barco de la marina de guerra. Ubicados en la estiba interna del barco se mantenían hacinados unos 200 detenidos sociales y comunes. Dentro de un reducido espacio soportaron crueles tratos e incomodidades desde la comida hasta sus necesidades fisiológicas elementales. Los presos comunes, constituidos por no pocos disminuidos mentales, histéricos y maníacos, eran propensos a estallidos de violencia irresponsable, por cuyo motivo como represalia se castigaba a todos con chorros de vapor que afectaban la salud y quemaban la piel.

La vida en el penal, que durante su utilización corno tal alberga­ría a criminales de la calaña del "Petiso Orejudo" tanto como a inte­lectuales como Ricardo Rojas, uno de los tantos dirigentes radicales encarcelados por los golpistas del 6 de septiembre, aunque no difería demasiado de la que soportaban los reclusos en otros ámbitos pareci­dos en la Argentina, tenía un rigor y una crueldad que serían parte de una crónica histórica particular y de las razones de su desmantelamiento una década después, en 1947.

Cuando llegaron a tierra y se encaminaban a la entrada de la cárcel, se extremó la golpiza con alambres retorcidos, palos de escoba y pateaduras. David, a raíz de un golpe, cayó al suelo y siguieron pateándolo. Había un muchacho que se había dejado la barba, al que lo desmayaron a golpes y lo arrastraron de la barba al calabozo. Con esa sensación de horror fueron encerrados en celdas individuales a las que luego entraban dos o tres de esos guardianes, casi todos leoneses, que repetían la golpiza. Se hallaban allí personas como Berenger, que había sido administrador de La Protesta; Mario Anderson Pacheco, un orador de masas famoso y un gran conjunto de compañeros que ya llevaban más de un año de encierro en condiciones terribles. Todos coincidían en admirar la resis­tencia que tuvo Radowitzky para aguantar 20 años en aquel infernal lugar, recuerda Grunfeld en sus memorias.

La construcción del célebre penal había sido demandada como consecuencia de la ley nacional 3335 que determinaba que los reinci­dentes condenados debían cumplir su reclusión en los territorios del sur argentino. En 1896, se designa a Tierra del Fuego como sede de la cárcel de reincidentes, que se construiría sobre el proyecte del inge­niero Catello Muratgia; en la obra trabajarían penados trasladados desde la Penitenciaría Nacional porteña y el edificio se inauguraría con pompa y música de bandas el 15 de septiembre de 1902. La lobre­guez del penal iría de la mano, con el tiempo, de su inexpugnabilidad, que hacía prácticamente quiméricos todos los intentos de fuga pro­yectados en cuatro décadas por los reclusos para quienes la ilusión de llegar sanos y salvos a Navarino, el pueblito chileno más próximo, cons­tituía una verdadera obsesión.
La Cárcel del Fin del Mundo quedó en el imaginario argentino como el presidio más impiadoso y lejano del país. Su construcción, sin embargo, fue por "razones humanitarias": en 1902 (ese año se colocó la piedra fundamental del penal) ya resultaba insostenible mantener en funciones la aún más cruel penitenciaría de Puerto Cook, ubicada en la solitaria Isla de los Estados. Cuarenta y cinco años después el presidente Juan Domingo Perón ordenó el cierre del penal. ¿Su argumento? "Razones humanitarias". La idea de construir la cárcel en cercanías de l Ishuaia tuvo dos propósitos. Por un lado, mandar al fin del mundo a los condenados por delitos más graves. Por el otro, "poblar la región para asegura] la soberanía". Para asegurarla, además, se necesitaba levantar toda una ciudad. Y los propios presos fueron usados para la construcción de varios edificios públicos. Primero se buscó a presos de todas las cárceles argén tinas que quisieran mudarse voluntariamente ai penal de Ushuaia. La idea duró menos que un suspiro. Ante la falta de voluntarios, se los comenzó a trasladar compulsivamente.
("Un penal que se hizo célebre por su rigor". en diario Clarín, 23 de marzo de 2004)

La narración de los maltratos a que eran sometidos los presos, que el propio médico del penal doctor Guillermo Kelly hiciera en una carta privada a un amigo, la que llegó a manos del Ministerio de Justn ta en 1932, desató una investigación que dos años más tarde condenó .1 prisión a las autoridades de la cárcel y a los guardiacárceles involucra dos en todo tipo de agresiones a los penados. En pleno siglo XX, en el segundo establecimiento penal de la progresista República, se han roto huesos, se han retorcido testículos, se ha castigado a los presos con tremendas cachipo­rras de alambre y con preferencia en las espaldas, para volverlos tuberculosos, y mil salvajadas más, escribía el indignado Kelly. No era extraño enton ees que la idea de escapar de aquel infierno pasara a formar parte del proyecto de vida de quienes ingresaban al mismo.

Desde el primer momento que entré a la cárcel sentí la necesidad de escapar. Sólo tenia que esperar la oportunidad. Esa oportunidad llegó un año y medio después. A mí y a un grupo nos mandaron a cortar lena al monte. Ante un descuido de los guardianes, con Cáceres, el compa ñero de pabellón con el que habíamos planificado la fuga, ganamos el monte y escapamos. Queríamos llegar a la frontera con Chile. A los seis días encontramos a un indio que iba al pueblo, según él, a buscar vicios.
Le pedimos que no contara a nadie que nos había pisto y nos mostró un camino para llegar a la frontera. Al otro día nos atraparon con perros. El indio nos había vendido.
(Testimonio de Santiago Vaca (1914) en "El último preso sobreviviente volvió de visita a la ex Cárcel del Fin del Mundo", de Wilmar Caballero, diario Clarín, 23 de marzo de 2004)



Federico A. Ritsche, director en 1930 de una de las publicacio­nes anarquistas, Voluntad, editada en la ciudad de Mendoza, relataría al investigador Oscar A.Troncoso en 1971: A partir del 8 de septiembre de 1930, con Uriburu o con Justo, con ley marcial o estado de sitiojuimos cons­tantemente las víctimas propiciatorias. Por la sola razón de ser anarquistas sufríamos injustificadas y prolongadas reclusiones en las cárceles de Buenos Aires, Rosario, Córdoba y otras ciudades. Nuestros militantes fueron fusilados, confinados en el Sur si eran argentinos, deportados si eran extranjeros; siempre vejados y torturados. Fueron clausuradas todas nuestras publicaciones, incluidas La Antorcha y La Protesta y los caminos más seguros para nosotros eran las mazmorras policiales o la isla Demarchi, mientras esperábamos al buque que condujera a los anarquistas extranjeros a sus países de origen. Así recuerdo barcos como el Cap Arcona, Conté Verde, Campana, Cabo Palos, Wuttemberg, Duilio, Belgrano, Infanta Isabel y Conté Rosso, que zarpaban con una lista de pasajeros y otra de deportados libertarios. El destino era generalmente España o Italia, con el agravante de que a este último se enviaba a militantes antifas­cistas en pleno apogeo del régimen de Mussolini...


En ese marco de salvaje e indiscriminada represión contra el anar­quismo se inscribiría asimismo el aberrante "Proceso de Bragado", que en 1931 determinaría la condena por asesinato de tres anarquistas: Pascual Vuotto, Reclús de Diago y Santiago Mainini, a quienes se endilgó injustamente el mismo. La sentencia los determinó como auto­res del envío y fabricación de la bomba que, oculta en el interior de una encomienda, causó la muerte de dos mujeres, María Enriqueta Blanch y Paula Arruabarrena, hija la primera de ellas y cuñada la segunda, del político conservador bonaerense José M. Blanch.


La detención de los tres obreros, el ferroviario Vuotto y los ladri­lleros De Diago y Mainini, concretada por una comisión policial enca­bezada por el comisario Enrique Williman, fue consecuencia de una denuncia anónima que los involucró (arteramente, como se compro­baría mucho después) en el atentado. Pese a la defensa asumida por Carlos Sánchez Viamonte y Enrique Corona Martínez, dos profesio­nales que después serían vastamente reconocidos, el proceso careció de toda garantía y los acusados fueron condenados a cadena perpetua por el juez Juan Carlos Díaz Cisneros.


El protagonismo del mencionado (junto al del fiscal Juan Auge, que los acusó sin pruebas fehacientes) no fue menor si se piensa que rechazó, por ejemplo, la digna declaración del médico policial Francisco Macaya, quien reconociera en los tribunales las salvajes torturas poli­ciales a que fueran sometidos "los presos de Bragado", bajo la figura del falso testimonio. Pasaría una década del atentado (cuyos motivos habían sido de índole pasional y cuyo autor había sido un hombre desequilibrado y despechado, según se comprobara mucho después) para que la visible injusticia de la condena y una permanente campaña que alcanzara incluso nivel internacional, lograran la libertad de los tres detenidos.


La misma llegaría a través de la gestión del entonces ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, el conservadorVicente Solano Lima, quien promovió el indulto que finalmente firmara el gobernador Rodolfo Moreno en 1942. PascualVuotto sostuvo, desde entonces, una firme lucha por la reivindicación de su nombre y el de sus compañeros, que llegaría demasiado tarde para él, en 1993, al promulgarse la Ley Nacional 24233, basada en el proyecto del dipu­tado socialista Guillermo Estévez Boero, que materializaba el justo desagravio.


Casi otra década transcurriría para que se concretara el último acto de justicia en el ya por muchos olvidado proceso de Bragado: la aprobación, en octubre de 2002, por la Legislatura bonaerense, de una pensión especial para una pobre y enferma mujer de 72 años llamada Themis Vuotto, nacida el mismo año en que su padre, un honesto obrero anarquista (como el infortunado Joaquín Penina) era conde­nado por la justicia de la dictadura de Uriburu a pasar su vida en la cárcel, donde ella lo visitaría durante sus años de infancia.


El recuerdo del fusilamiento de Di Giovanni y Scarfó un año antes del atentado de Bragado, y la todavía vigente conmoción por la condena a la silla eléctrica de Sacco y Vanzetti, dieron al episodio una dimensión que no alcanzó, sin embargo, a impedir un fallo tan injusto como previsible por la ideología de los tres obreros, habida cuenta que los anarquistas eran considerados por el régimen golpista de Uriburu, como sus" enemigos naturales".


Una coincidencia dramática ligaría, por último, a Penina con uno de los escasos trabajos de investigación que le fueran dedicados. A mediados de 1973, la Editorial Biblioteca, de Rosario, comenzó a encargar a numerosos autores una serie de trabajos para una colección que, con el nombre de "Testimonios", se lanzaría al mercado nacio­nal. Susana Fiorito, Otelo Borroni, Norberto Galasso, León Pomer, Roberto Vacca, Gladys Onega, entre otros, se contaron entre los con­vocados; los primeros títulos, todos ellos vinculados al período de la denominada "década infame", estuvieron impresos en los meses fina­les de 1975, postergándose su lanzamiento para marzo-abril del año siguiente.


De ese modo, La década infame, de Norberto Galasso; La revo­lución del 6 de septiembre, de Gladys Onega; Las revoluciones radica­les, de María Luisa Arocena y El fusilamiento de Penina, de Aldo F. Oliva, quedaron almacenados en un sótano de la Biblioteca Popular Constancio C.Vigil a la espera de su presentación y distribución en las librerías del país. Producido el golpe de marzo de 1976 y la ulte­rior y denigrante intervención de la institución, los 20 mil ejemplares que constituían aquella primera entrega de la colección "Testimonios" fueron quemados por orden de quienes ejercían la representación de la dictadura militar en la institución rosarina.

Milagrosamente, veintisiete años más tarde, un ejemplar del libro de Oliva, sin sus tapas, salvado de la quema dispuesta por los militares, apareció en Rosario y llegó a manos de los hijos de su autor, muerto tres años antes, permitiendo de ese modo que aquella pionera inves­tigación, pese a la obstinación del autoritarismo de turno en contra­rio, pudiera ser conocida y valorada.Tanto como el nombre y la figura del humilde obrero asesinado por otra dictadura, casi tras décadas atrás
Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo II  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones.