viernes, 1 de agosto de 2014

LA TIMBA Y EL CLANDESTINO



En diciembre de 1919, una medida oficial arremete contra uno de los rubros que tenía piedra libre en la zona prostibularia: el juego. En dicho mes el gobernador interino, el caudillo radical Juan Cepeda, varios de cuyos "punteros" y hombres de acción provenían de la 4.a, y también de Pichincha, ordena la clausura de las casas de juego en Rosario, muchas de las cuales estaban en esos barrios "pecaminosos". El golpe de efecto de la decisión se atenuó, sin embargo, casi de inme­diato si nos atenemos a que la prensa se indigna, al poco tiempo, por­que algunos siguen aprovechando la personería jurídica...
En realidad, el juego formaba parte de la vida cotidiana de esa zona de la ciudad, y no eran pocos los cafés y boliches donde se jugaba a todo lo que diera oportunidad de apostar unos pesos, desde las car­tas a la esquiva suerte de la taba, desde las bochas a las riñas de gallo e incluso desde la azarosa habilidad que se requiere para introducir la ficha en la estrecha boca del sapo, un juego que no faltaba en ninguno de aquellos comercios. Una concurrencia que era mayoritariamente trabajadora, entre la que se mezclaban los guapos tanto como los deso­cupados, encontraba en el juego una posibilidad de entretenimiento, de sociabilidad y de encuentro diario, aunque muchas veces más de una partida de truco o una tabeada terminaban en forma sangrienta.
En agosto de 1915, ante ¡as frecuentes infracciones relativas al hora­rio de las casas de tolerancia, el intendente firma un decreto fijando las horas de las 4 de la tarde y 3 am. para la apertura y cierre de las mismas, a la vez que encarece el cumplimiento de las ordenanzas reglamentarias de esas casas y en particular la que prohibe a las pupilas exhibirse en las puertas y balcones que dan a la calle. Un mes después, el intendente solí cita el auxilio de la fuerza pública para proceder a la clausura por el término de tres meses de las casas de tolerancia situadas en Avda. Wheelwright 2115,2121,2129,2139,2143,2179 y 2181 y de las de Güemes 2853, 2871,2875 y 2878, por haberse comprobado el ejercicio di la prostitución clandestina.
Los prostíbulos de la sección 4.a ejemplificaban la preeminei eventual que los franceses tenían por entonces en esa zona, donde dominaban el comercio del sexo, algo que seguirían haciendo sin problemas hasta su desplazamiento por la corporación de los polacos y judíos, como ocurriría en el resto del país y sobre todo en Bueno'. Aires, donde aquella "guerra de los rufianes" alcanzaría proporcione-, notorias, con golpes de acción de tremenda eficacia para disuadir a loi encaprichados en no resignar territorios.
Los franceses, los primeros en ser calificados por la jerga rosarina como "panzones" (una denominación genérica que englobaría luego a todo rufián, proxeneta, caften, cafishio, caliólo, macró o como se li i| llame) tenían inclusive su propio lugar de reunión: un café de perdí, li 1 nombre en la esquina de Brown y Moreno, en el que se encontraban para tratar asuntos de pupilas y arreglar cuentas del negocio. Esta preeminencia de los "franchutes" duraría en Rosario desde 190'> 1 1925 aproximadamente, para apagarse luego, aunque la fama de las  francesas" los sobreviviría con largueza en la memoria y la fantasía di muchos hombres de ese tiempo.
El tema de la prostitución en Rosario, y en el país, concitó la atención de estudiosos del tema pero también de algunos grandes nombres de la literatura argentina como Leopoldo Marechal o Roberto Arlt. En un texto publicado en 1982 por la revista El Porteño, sería Jorge Luis Borges quien recordaría aquella saga rufianesca de principios de siglo, que integró también la investigación de Prostitución y rufianismo, libro al que el autor de El Aleph alude en su relato.


Había muchas categorías de prostitución. Las criollas cobraban un peso y se entendía que era la más barata y la peor. Después venían las polacas, que cobraban tres pesos. Claro, era cuestión de edad también... y luego las francesas: cinco pesos. Pero cuando la francesa envejeda degeneraba en polaca, y cuando la polaca degeneraba derivaba en porteña, en criolla... La madama era una categoría especial, era la más importante, era la dueña; una cate­goría distinta. Posiblemente no era una prostituta tampoco. Ese mundo se vio un poco en Buenos Aires; se vio sobre todo en Rosario, y hay un libro que yo tengo ahí, sobre la rufianería en Rosario, que está dividido en tres épocas. La primera era la de los rufianes criollos, entre ellos uno que debía muchas muertes, que se llamaba El Paisano Díaz, que había nacido en San Nicolás y era famoso. Luego vinieron los judíos que resolvieron que ese negocio iba a ser judío.Y entonces los rufianes judíos se agarraron a puñaladas con los criollos y después vino la mafia y acabó con los judíos. En todo caso, yo tengo ese libro, pero se refiere exclusivamente a Rosario...
(Jorge Luis Borges, reportaje en revista El Porteño, 1989)



Fue en aquellos ambientes de la cuarta, como luego en Pichincha, donde comenzaron a tener entidad los rufianes criollos, muchas veces portando la doble patente de cafishio y de guapo, como el ya men­cionado Paisano Díaz. En su hermoso libro de memorias Recuerdos de infancia, el gran narrador chileno Manuel Rojas dedica algunas pági­nas a Rosario, donde residiera en los primeros años del siglo XX. En uno de sus breves capítulos, la mención de ese submundo tenebroso y corajudo de la cuarta, a la que él recuerda como "Güemes" (segura­mente por el nombre de la calle de ese nombre en la sección), tiene también una cabida melancólica y colorida.


Los prostíbulos de lo que en ese tiempo se llamaba Güemes, calle o barrio que estaba en alguna parte k la ciudad, eran como todos los de ese tiempo, especies de casas de inquilinato pobladas de mujeres de toda índole y catadura. Más entretenidas me resultaron los cafés cantantes, locales grandes y humosos, llenos ¿e hombres que conversaban, bebían fumaban, gritaban, silbaban y, a veces, peleaban. Había un escenario y en ese escenario aparecían y actuaban artistas de variadas categorías, desde unas que hacían lo posible para mostrar algo más que los muslos hasta otras que querían impresionar al público con recursos no menos plásticos, cantándole o representándole alguna pantomima. El público estaba formado por seres de todas las fachas y actividades, desde ladro­nes, rufianes, cuchilleros, encubridores y alcahuetes hasta comerciantes y obreros. Entre toda esta gente se distinguían individuos cuya vestimenta se caracterizaba por el uso del sombrero duro y la camiseta. Llevaban también chaqueta o saco, algunas veces con los rebordes encintados. La vestimenta llamaba la atención y era como un uniforme :galera y cami­seta, casi siempre de franela. Algunos se ponían un pañuelo al cuello. Esos hombres, rufianes y guapos de profesión, eran conocidos con el remo­quete de panzones y se trataba de "nenes" realmente impresionantes por su físico y su aspecto, gente salida de los muelles, de los mataderos, de los talleres donde se acarrea madera para las máquinas o de cualquier parte donde se críen músculos y ganas de trabajar en algo más aliviado. Todos llevaban bigotes. Muchos eran jefes de cuadrillas de atracadores, matones políticos y rufianes, algunos eran, durante el carnaval, directo­res o mentores de candombes.
(Manuel Rojas: Imágenes de infancia, Centro Editor de América Latina, 1967)



Aquella creciente actividad prostibularia, aquellos jolgorios en las calles de "la cuarta de fierro", como la definían sus propios habitantes, y un poco también ya en las calles del barrio de Pichincha; aquel revo­lotear de hombres solos que buscaban un poco de placer por minutos; aquellas pianolas a rollo que tocaban música, a veces de gangoso sonido, en los "quilombos", todo iba a ser sacudido como por un viento sin medida por el estallido de la Primera Guerra Mundial que sumiría .1 la humanidad en el horror de una confrontación tan larga como san­grienta, entre 1914 y 1918.
Tras el comprensible sacudón inicial en una ciudad habitada mayoritariamente por hijos de inmigrantes e inmigrantes para quienes lo que ocurría en Europa involucraba a parientes y afectos cercanos, la contienda comenzada en agosto de 1914 no modifucaría de marineros provenientes de los barcos que llegaran de ultramar, ahora en sensible merma por los previsibles peligros que implicaba la navegación oceánica.            
Los gobiernos municipales, por su lado, apenas si se ocupaban por esos años de la Gran Guerra de un asunto menor como era el de prostitutas y rufianes. Que en cierto modo ya se habían integrado casi de modo definitivo a un paisaje urbano en crecimiento, mal que le pesara a una parte de la sociedad que los rechazaba. En El medio pelo en la sociedad argentina señala Arturo Jauretche: Las posibilidades de la mala vida también se amplían con el crecimiento urbano y ofrecen en la nueva composición un derivativo que se conforma al mantenimiento de ese indivi­dualismo estético en que la habilidad en el cuchillo y la prestancia física cons­tituyen condiciones que se requieren en el juego, las mujeres, el matonaje...

Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo IV editado 2005 por la editorial homo sapiens ediciones