jueves, 31 de julio de 2014

DADOS, TIMBAS. . . y ALGO MAS



La "cuarta" alegre, entretan­to, sobrevivía agregando, a partir de 1919, un interés adicional a su repertorio de ofertas al parroquia­no masculino: la posibilidad siem­pre atractiva del salón de baile o de los bailes en recreos, hoteles y ca­fés, autorizados por ordenanza de ese mismo año. Y entre las razzias policiales que buscan guardar las apariencias, moralizar un poco el ambiente eliminando las "timbas" y buscar, por otro lado, la necesaria coima que engrosara los bolsillos del comisario de turno, la vida de esa zona rosarina transcurriría sin sobresaltos, acuñando historias im­posibles de verificar, como la que ubica a Aristóteles Onassis entre los parroquianos de un café y co­medor de griegos, en Güemes y Weelwright, por aquellos años de la década del 20. . . O memorando, a través de las amarillentas páginas de algún periódico como La Nota o El Norte, denuncias que nunca en­contraron demasiado eco en las au­toridades, o campañas moralizado-ras que tampoco pasaron de las buenas intenciones de algunos pe­riodistas honestos. .
En realidad, el cambio de ámbito no fue tan radical: la cuarta y Pi­chincha estaban tan cerca que só­lo una calle -Santiago- las separa­ba como una frontera fácilmente superable. De allí que, por lo menos en la primera época del esplendor de esta última, ambas fueran casi un solo y único conglomerado don­de la mala vida y la buena fortuna de los rufianes y madamas parecía, en verdad, eterna.
La estación Súnchales, actual Rosario Norte, -que mantiene aún su primigenia estructura, desactualizada en una ciudad que ha crecido en forma notable- se convertiría, entonces, en el punto de partida de los rosarinos viajeros y en el de arribo natural de miles de pasaje­ros provenientes de otros puntos del país, que en muchos casos só­lo conocían de la ciudad su lado menos grato pero más famoso: el de los quilombos. Un interés curioso que compartían incluso los también miles de marineros extranjeros que llegaban al puerto y que sólo sabían de castellano la mágica palabra que les abriría las puertas de un efímero placer rigurosamente pagado: Pichincha.
El centro de ese barrio lo consütuía, sin duda, la estación ferroviaria de Súnchales, cuya denominación aludía a la localidad del norte de la provincia de Santa Fe en la que concluía el tendido ferroviario aprobado en 1884 y que nacía precisamente en Rosario.
Súnchales era también, en cierto modo, la frontera última de una ciudad poblada y en crecimiento. A muy poca distancia de allí, cuadras tan sólo, comenzaba un sector de rancheríos y viviendas precarias donde se hacinaban -como en los conventillos porteños de principios de siglo- los habitantes de esos reales e insalubres ghettos urbanos. En esos mismos terrenos y en esa zona crecería, por los años finales de la década del 10 y comienzos de la siguiente, un barrio muy distinto a aquél: en el mismo, los ranchos serían reemplazados por construcciones mucho más lujosas, con abundancia de vitraux y mayólica, espejos y ornamentos. El hacinamiento dejaría lugar a otro tipo de promiscuidad más encubierta y legalizada pero no por ello menos peligrosa: la de la prostitución.
Este paisaje urbano de principios de siglo en lo que después seria Pichincha se vería modificado de modo abrupto por la decisión de otro de los intendentes que Rosario recuerda como modelo de eficiencia: Luis Lamas. La paulatina proliferación de viviendas precarias, la falta de higiene general en la ciudad, la carencia de limpieza, etc.; movieron al activo intendente a proyectar una operación de grandes proporciones para erradicar esos males de raíz.
Los terrenos donde después se levantaría el barrio de Pichincha habían sido limpiados por las cuadrillas eficientes del intendente Lamas y sólo quedarían en pie dos o tres rancheríos que también terminarían por extinguirse, en los años del 10 al 20 ante el avance de la   construcción  de viviendas destinadas  a   prostíbulos  y a negocios de todo tipo en la zona. Entre aquellos conglomerados de ranchitos,   caballos,   perros y pastizales, la memoria urbana ha rescatado algunos nombres: los ranchos de Pereyra, en Guemes y Suipacha y La exudad perdida, que tras su poético nombre encubría a un real dédalo de callecitas de tierra y   rancheríos   donde   no se escatimaban   ni  trifulcas ni milongas, en Vera Mujlca entre Jujuy y Brown, sin   excluir por cierto a alguna que otra riña de gallos de nutrida concurrencia.
Aquel  perímetro  comprendido I entre La Plata (que pasaría a ser Ovidio Lagos después de 1915) y Avenida  Francia  (hasta 1904 Boulevard Timbúes) y Salta y Guemes, había quedado listo para que se convirtiera en terreno apto de su nuevo destino: enclave de la zona "prohibida" de la ciudad. No extrañaría a nadie, en consecuencia, que entre 1913 y 1915 la actividad se multiplicase en aquel barrio prácticamente inexistente, con la llegada de un pequeño ejército de trabajadores de todo oficio: desde albañiles a carpinteros y desde electricistas a artesanos o plomeros, que   tomarían   parte   en la construcción y edificación del nuevo ámbito  de  los  quilombos. El municipio, por su lado, contribuyó con algo que fue también una atracción: luminarias flamantes que otorgan al predio donde se instalan los burdeles un aire de fiesta nocturna permanente,  casi de verdadera feria pueblerina.
Los prostíbulos, al contrario de los de la cuarta, que en muchos casos carecían de denominación que los Identificara, contaban aquí con sus carteles respectivos o tenían un nombre que en muchos casos los haría perdurables en el tiempo. Así, en calle Suipacha, en la cuadra que corre entre Salta y Jujuy, se sucedían tres: el Marconi, el Royal y El Gato Negro, que entonces se llamaba Torino y cuyo posterior cartel, que mostraba a un gato oscuro en posición de salto, fuera pintado por un hombre muy joven que luego seria el pintor José Pereiro, ganador del primer Premio de Pintura en el Salón Rosario de Artistas Plásticos, en la década del 80, muy lejos de aquellos años. . .

En esa conjunción de perfumes, luces, olor a permanganato, tufos de comida y ruidos diversos, todos encontraban alguna manera de satisfacer su ansiedad sexual. Para los que apenas podían Juntar los centavos que completaban el peso Pichincha tenia también sus prostíbulos con nombre, entre muchos otros clandestinos que se perdieron en el olvido: el Venecia, en Brown entre Pichincha y Suipacha y el Sevilla, en Pichincha entre Brown y Guemes, mucho más modestos que los anteriores pero .no por ello abandonados por una clientela que no tenía mejor opción que ellos. Por calle Suipacha, entre Brown y Guemes, otro quilombo de a peso ofrecía algunas francesas a la voracidad masculina, bajo un nombre que tenía otras resonancias no prostibularias sino futbolísticas: Rosario Central.
La arteria principal del barrio era Pichincha, en recordación a la batalla de las guerras de la Independencia, que más tarde perdería aquel histórico nombre por el de Ricchieri. Sobre sus veredas, de ambos lados, se sucedían la mayoría de los prostíbulos de mayor lujo y concurrencia cotidiana. De esa galería de locales han quedado incólumes los nombres de algunos de los más famosos: el PetitTrianón, cuya ficha tenía una imagen femenina orlada por las palabras díscretion et securité, ubicado por Pichincha entre Jujuy y Brown, en la misma cuadra y vereda que dos de sus competidores: el Chantecler y el Italia.

Fuente: extraído de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta  Fascículo Nº 8.  De Diciembre 1990. Autor: Rafael Ielpi