lunes, 14 de julio de 2014

PUERTOS NEUTRALES Y PLACER



Aquella creciente actividad, aquellos jolgorios en las calles del barrio prostibulario de la sección cuarta y también ya, en parte, en el de Pichincha; aquel revolotear de hombres solos que buscaban el pla­cer por horas; aquellas pianolas a rollo que tocaban música de moda en los quilombos, iban a ser empu­jados como por un viento sin medi­da por el estallido de la Primera Guerra Mundial, que iba a sumirá la humanidad en el horror de una confrontación larga y sangrienta.
La contienda, que comenzara en agosto de 1914, tendría repercu­sión lógica en Rosario, sobre todo por la presencia, en el puerto, de muchos de los buques que busca­ban refugio en aguas neutrales pa­ra escapar de la persecución impla­cable de la flota de cruceros ingle­ses, dedicados a la caza de cuanta embarcación con bandera alemana o austro-húngara surcara las aguas. La ciudad se dividió, a su vez, en dos bandos también en con­flicto. Álvarez recuerda que "los pa­trones pertenecientes a cada una de las nacionalidades en pugna des­piden a empleados u obreros perte­necientes a las del bando contrario; llégase a disolver por tal motivo la Enfermería Anglo-alemana; para impedir choques queda prohibido a los cinematógrafos exhibir ciertas cintas relativas al conflicto; hay manifestaciones públicas, boicots, enganche de voluntarios".
Todo pasaba y cambiaba, guerra mediante , menos la vida prostibularia, que se mantenía incólume y casi inmutable en su apogeo. Los sucesivos gobiernos municipales apenas si se ocupaban por esos años de la Gran Guerra de un asun­to "menor" como era el de prostitu­tas y rufianes, que en cierto modo habían casi ingresado ya a la fiso­nomía de la ciudad, mal que le pe­sara a una sociedad que los repu­diaba abiertamente.
Mientras se iban mudando, poco a poco y sin apuro, los prostíbulos de la sección cuarta a su cercana vecina de Pichincha, sin alharaca ni publicidad, Rosario seguía en­frentando los años de la confronta­ción bélica soportando algunas ca­lamidades que se convertían en no­ticia periodística, como las epide­mias de gripe, sarampión, difteria y escarlatina que, entre 1916 y l918, causaron cientos de muertos y preocuparon a las autoridades tan­to como la desocupación y el desa­bastecimiento alimenticio, que obli­gó, incluso a la aparición de ollas y cocinas populares en algunos ba­rrios.
El cese de la tremenda contienda europea llevaría a los rosarinos (co­mo ocurriría en todas las ciudades y pueblos del mundo) a una verda­dera fiesta popular, en la que se cantaría La Marsellesa, se agitarí­an banderas y gallardetes y se echa­ría a volar rumbo al olvido el re­cuerdo de aquellos años trágicos que enlutaron por igual a vencedo­res que a vencidos.
En medio de esos festejos que alegraron los días y noches de no­viembre de 1918, rufianes y tratan­tes seguían preparando la consoli­dación de su nuevo reducto, en un barrio distinto, el que los haría internacionalmente famosos con la sola mención de su nombre, unido a una leyenda pecaminosa y dra­mática que no alcanzaban a dismi­nuir ni a disimular algunos costa­dos pintorescos ni algunas histo­rias picantes de francesas y pola­cas que superaron el paso del tiem­po y la disolución de la memoria.
En 1919, mientras comienza a ser una realidad el nuevo barrio ro­sarino de Alberdi en tierras adqui­ridas por el municipio en la zona norte de la ciudad, (donde llegaría a ser un sector residencial por exce­lencia) la sección cuarta mantenía ya muy pocos prostíbulos de impor­tancia, aun cuando siguieran fun­cionando clandestinos de lujo, fre­cuentados por los muchachos bien de la sociedad rosarina. La sección mantendría, sin embargo, su tradi­ción pecaminosa hasta muy entra­da la década del 30 y por mucho tiempo -entre 1920 y 1930- sus ca­lles seguirían siendo escenario del ajetreo propio de ese tipo de zonas, dominadas por guapos como el Pai­sano Díaz o el Cara de Madera, y en las que seguían escuchándose de noche los sones de la música en los boliches y bodegones, el pregón de algunos vendedores ambulantes, el ruido de los carruajes y los gritos y carcajadas de las patotas de juerga, en busca de emociones fuertes. . .
Ese mismo año, los quilombos porteños, en cambio, sufrirían un duro golpe al conjuro del gobierno yrigoyenista y serían obligados a dejar el radio céntrico de Buenos Aires. Se destaca, a partir de allí, un real control sobre los tratantes y sus manejos, pero la paralela auto­rización a instalar casitas donde puede ejercerse individualmente la prostitución produce un nuevo flo­recimiento del negocio, favorecido por el hecho de que no están obliga­das a mostrar ningún signo distin­tivo, siempre que "estén discreta­mente instaladas" y no perturben la moral y las buenas costumbres de sus vecinos. Esto produjo una real epidemia de este tipo de inmuebles en todo el país, allí donde los tra­tantes de blancas Iban rotando su "mercadería" femenina, huyendo en muchos casos del furor reglamentarista del intendente de Buenos Aires que (es legítimo consignarlo) tampoco fue mucho más allá de una embestida inicial que el tiempo diluyó, ayudado por el enorme po­der del dinero de rufianes y compa­ñía.

Fuente: extraído de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta  Fascículo Nº 8.  De Diciembre 1990. Autor: Rafael Ielpi