jueves, 3 de julio de 2014

LA 9a.: UN LARGO ESPLENDOR-



   Aquella sección novena, nú­mero que correspondía a la seccio­nal policial correspondiente al ba­rrio, resultó, a la postre, una ver­sión corregida y aumentada del aje­treo permanente de la cuarta. En aquellas citadas seis manzanas se unían( junto a los quilombos con­vocantes ) una real galería de co­mercios de todo tipo: alojamientos, fondas, comedores, parrillas, ca­fés, cafetines, oscuros bodegones, despachos de bebidas, etc., que servían de lugar de recalada a las verdaderas multitudes que recorrí­an en forma permanente sus calles.
Allí se comía, se bebía, se jugaba a las cartas, se discutía entre pon­zoñes por asuntos de mujeres se escuchaba a ignotos cantores que, sin embargo, pudieron ganarle su batalla al olvido, como aquel apo­dado El Oriental, a quien se mencio­na como el más conspicuo de todos según los testigos de esos años. Cantaba habitualmente en varios de aquellos locales: La Carmelita en La Plata y Jujuy, el café El Sim­pático, en Jujuy y Suipacha o en El Forastero, muy próximo al anterior, que tenía la particularidad de su personal femenino para la atención. de las mesas y parroquianos. En muchos de estos cafés y cafetines cantaron algunos de los famosos, desde el mismo Gardel a Néstor Fe­ria, uruguayo, incluyendo asimis­mo a los muchos payadores de aquel tiempo, exponentes de un género entonces apreciado y popular y hoy prácticamente confinado al interés de los folklorólogos o al pintoresquismo de la televisión.
Aquella acumulación de recintos gastronómicos y etílicos tenía una variedad asombrosa no sólo en sus niveles sino también en otros deta­lles menores, anécdotas y persona­jes que les eran asiduos. Casi a la cabeza de todos ellos, por la afluen­cia de parroquianos y por la fama de algunos de éstos, estaba el Gíanduia, luego llamado La Carmelita, de Pedro Tamagno, que había veni­do desde la cuarta junto con los prostíbulos, y a cuyas mesas se sentaban muchos de los conocidos de la época, incluido el mismo Gar­del, que compartían el local con gente de teatro y de las artes plás­ticas pero también con buena par­te de la fauna prostibularia, que lo tenían como su comedor preferido.
Frente a esta parrilla, una competidora empeñosa trataba en vano de emular y sustituir al viejo Glán­dula: El Infierno, que no tuvo dema­siada suerte en el empeño y se ex­tinguió al cabo de una década.
La Gran Siete, un amplio salón con escenario al fondo, atraía a una heterogénea clientela entusiasta de la música de todo tipo y de las ex­centricidades propias del varíete de la época: bailarines de charleston o de foxtrots; ejecutantes de instru­mentos tan poco convencionales co­mo el serrucho o las botellas con agua; un tiro al blanco instalado en un local anexo. La Flor de Andalu­cía, en cambio a quien muchos nostalgiosos mencionan todavía co­mo "el boliche del cante hondo"-, era el reducto de los españoles, sobre todo provenientes de tierras andaluzas.
Este supo de locales de varíete, co­mo La Gran Siete, también contó con adherentes fieles, y fue esa pro­clividad la que posibilitó, por ejem­plo, la larga vida del Varíete de Do­ña Julia, en la esquina de Pichincha y Jujuy, en cruz con el Teatro Casi­no. Su propietaria, menuda pero de férrea mano para manejar el nego­cio en tal ambiente, había incursio-nado antes en el género con otro ca­fé. El Gato Negro, en la sección cuar­ta, que no era sino un homónimo del prostíbulo del mismo nombre.
Aquella doña Julia del Varíete, re­sultó a la vez emparentada con otro de los famosos personajes del mun­do prostibulario, Pedro Mendoza, cuya "timba" o casa de 'juego semiclandesüna se constituía, noche a noche, en uno de los mayores atrac­tivos para la concurrencia, a través del monte, juego de naipes, o de al­guna eventual partida de taba, en la trastienda. La timba de Pedro Men­doza, cuya casa todavía se erguía alrededor de 1988 en el barrio, era escenario también de trifulcas y entreveros, sobre los cuales la policía de la sección hacía la vista gorda.
La galería de boliches, bolichones, bares, cafés y cafetines es ex­tensa, pero pueden consignarse al­gunos de los más recordados, por distintas razones, todos ellos em­plazados en un radio de tres o cua­tro manzanas, a veces uno enfren­te del otro o compitiendo en la mis­ma vereda, palmo a palmo, el favor de clientes de toda clase : El Levan­te (que podía aludir tanto al lunfardismo de conseguirse una mina co­mo a la zona lejana de Medio Orien­te); el Acrópolis; el Boliche de Jesús, El Noy, el Boliche de la Picada, el Gambinus, ElJardín de Francia y El Aviador. A estos se pueden sumar El Ferrocarril y La Maravilla, y el dúo de bodegones de Cacciabue, en Sui­pacha y Jujuy y de Alonso, el más antiguo de todos ellos. O La Chiqui­ta, reducto habitual del Paisano Díaz.
La zona ofrece, aparte de todo ello, algunos ámbitos dedicados en­teramente a otros menesteres, co­mo una herboristería, en Avenida Francia y Jujuy, donde la clientela Iba en busca de yuyos para aliviar las enfermedades venéreas, o algu­na farmacia donde podían adqui­rirse los preservativos Cabeza de Negro, muy requeridos como salva­guarda de esos males secretos.
Algunos pocos cabarets apare­cen también en la búsqueda en an­tiguos catastros y memorias: El Látigo, sobre calle Pichincha, casi es­quina Jujuy, donde el comercio de la carne no tiene tapujos pero se acompaña con música y algo de baile "para disimular un poco, o El Rosedal vecino del otro, donde tam­bién se mezclaba el placer prosti­bulario con algún certamen para bailarines de tango expertos en el corte, la quebrada y la sentada compadrona.

Fuente: extraído de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta  Fascículo Nº 8.  De Diciembre 1990. Autor: Rafael Ielpi