lunes, 9 de junio de 2014

LA MITOLOGÍA DE MADAME SAFO



 
La leyenda de Pichincha estaba íntimamente ligada sin embargo a la larga fama de uno de aquellos prostíbulos, que tipificó en cierta medida a la mala vida rosarina hasta 1930, cuando comienza a de­rrumbarse el poder de los rufianes y de las asociaciones de tratantes de blancas: el Madame Safo. No debe sorprender entonces que tanto sobre el lugar como sobre su responsable femenina -acerca de cuya identi­dad y destino ulterior no se conocen pistas verificables- se hayan escrito cosas como ésta, aparecida en el diario Rosario Gráfi­co, de Caffaro Rossi, en abril de 1932: "Fingida o real, local o internacional, Madame Safo es la mujer con más aureola con que cuenta Rosario, la que primero martillea en la men­te al desembarcar por Súnchales. Y ella quedará como no ha quedado todavía ningún artista, ningún literato, ningún hombre de negocios. En Retiro, los familiares de quienes viajan con destino a Rosario soplan al oído de estos frases de sonoridad voluptuosa: ¡Cuidado con la Safo! ¿Van a visitar a la Safo? El Madame Safo tenía, además de sus características arquitectónicas mucho más notorias que otros locales semejantes, un aura selectiva que constituía parte de su fama y que dejaba inexorablemente afuera a quie­nes, por su condición social o su indumentaria, no garantizaran el pago de los 5 pesos de rigor o apareciesen como eventuales promotores de incidentes que desentonaran con el "buen tono" del lugar. El pros­tíbulo, a cuyo frente se encontraba un probable testaferro de ape­llido Malatesta y su mujer o pareja -a la que se identificaba con la madame del nombre del local-, incluía en su plantel a una veinte­na de mujeres, número que algunos elevan a treinta, todas ostensi­blemente jóvenes, de cuidada apariencia y vestuario, que condecía con las habitaciones, tapizadas de gobelinos y alfombras, con es­pejos en techos y paredes.
Las anécdotas sobre el Madame Safo no tienen fin pero de to­das ellas, aun de las más sospechables de exageración, se desprende que se trataba realmente del más lujoso, concurrido por gente que podía permitirse el pago habitual de los 5 pesos que de­mandaba el comercio sexual, pero además de los otros tantos pesos o más que resultaban de las juergas, comidas y libacio­nes que podían satisfacerse en el lugar o en los numerosos restaurantes, bares, fondas y peringundines de toda laya que abundaban en la zona, desde parrillas como la mítica La Carmelita, de La Plata y Jujuy, a La Chiquita o El Infierno, y desde El Simpático o El Foras­tero, en Jujuy y Suipacha a La Gran Siete o La Flor de Andalucía, donde reinaban bule rías y soleares a granel. En la esquina S.O. de   Pichincha y Jujuy, el Varíeté de Dona Julia,  eventualmente devenido en cine en ocasiones, constituía un atractivo adi­cional tan concurrido como la timba de Pedro Mendoza, en Pichincha entre Güemes y Brown, paraíso del siete y medio o el monte criollo, o el Teatro Casino,
paraíso del burlesco y de la competencia entre actores, actrices y público en materia de obsce­nidades.
Una denuncia hecha en Buenos Ai­res por una prostituta que decidió abandonar esa vida de sumisión y degradación, Raquel Liberman, polaca llegada al país en 1924, de­sataría una investigación que, con sus contra­tiempos -generados por el poder económico de los tratantes de blancas- terminaría por de­rrumbar a la Zwi Migdal y su organización y, en Rosario, ya en 1933. a los prostíbulos de Pi­chincha, que iniciarían un periplo de marginación primero en San Fernando, actual Granadero Baigorria, y en Villa Diego después, hasta desaparecer junto con la prostitución le­galizada.
Los paseos de las pupilas los días lunes, haciendo sus compras; el re­greso de las mismas de su revisación médica, en grupos femeninos que llamaban la atención de los hombres a su paso y la censura de muchas de su mismo sexo; el clima pesado de los quilombos, con su mezcla de olo­res diversos; los boliches humosos con sus cantores y sus payadores; las fi­guras hieráticas o grotescas de los panzones vigilando el "negocio" de sus mujeres; la romería nocturna por las iluminadas calles del barrio; aquella parafernalia divertida y pintoresca en medio de un mundillo de aberración y explotación de la dignidad de la mujer; toda aquella fastuosidad casi churrigueresca de Pichincha había dado paso, con los modestos quilombos de extramuros de su ocaso, a una humilde supervivencia que tenía -segu­ramente- más de triste que de excitante.

Fuente: Extraído  de la Colección “Vida Cotidiana de 1900-1930 del Autor Rafael Ielpi del fascículo N• 12