lunes, 23 de junio de 2014

EL CALEIDOSCOPIO DE PICHINCHA

por Rafael Ielpi



La década del 20 encontró a los prostíbulos sólidamente instala­dos en su barrio definitivo, y la sección 9.a de Pichincha, número que aludía a la correspondiente seccional policial, resultó a la postre una versión corregida y aumentada del movimiento sin pausa de su ante­cesora, la "cuarta" rumbosa. En sus citadas seis manzanas, se unieron junto a los "quilombos", que eran los convocantes principales, una real galería de comercios de todo tipo: alojamientos o pensiones bara­tas, fondas, comedores, parrillas, cafés, cafetines, oscuros bodegones innominados, despachos de bebidas anexos a un almacén, etc., que servían de sitio de recalada al gentío que recorría en forma perma­nente sus calles, especialmente los fines de semana en una complici­dad de risas, gritos, gestos obscenos y canciones cantadas por desafi­nados coros de borrachos.
Rosario Gráfico, que hiciera permanente campaña contra los tra­tantes y el mundo prostibulario, describía en abril de 1932, ya cerca del ocaso de Pichincha, un escenario que no había cambiado en casi treinta años: El barrio de Pichincha, como todos los de su género, es típico. Tiene una atmósfera particularísima. Se advierte en él más bullicio, más alga­zara, otro lenguaje, una modalidad propia de extramuros. Se ve al vendedor de baratijas, buhonero de la ciudad, a la meretriz pintarrajeada, como se ve al tipo rufián que lleva en el bolsillo el producto de las chapas ganadas por la infeliz a quien explota. Pichincha es un ojo abierto hacia la estación por la que llegan los pasajeros de todos los puntos del país, ojo que parpadea con ritmo truha­nesco, pupila a través de la cual se refleja la llama sangrante de la prostitución.
Allí, en esa especie de mercado persa, se bebía, se jugaba a las car­tas o a la taba, se discutía entre panzones por cuestiones de pupilas, se escuchaba a ignotos cantores que sin embargo pudieron en algunos casos ganarle su batalla al olvido, como aquel apodado "El Oriental", a quien se menciona en forma unánime como el más conspicuo de todos ellos. Habitualmente cantaba en varios de esos lugares como un semiprofesional que encontraba siempre audiencias proclives al aplauso: en "La Carmelita", en La Plata y Jujuy; en el café "El Simpático", de Jujuy y Suipacha, o su vecino "El Forastero", que mostraba la particu­laridad de su dotación de personal femenino para la atención de los parroquianos, algo que es hoy moneda corriente pero que entonces adquiría contornos de acontecimiento.

No había trabajo y uno se la rebuscaba como podía. Un amigo me llevó a tocar en la zona de Pichincha; el café se llamaba El Forastero y la orquesta estaba compuesta por tres o cuatro músicos que tocábamos tango: un bandoneón, un violín y una guitarra. Era una época de mucho auge del tango. Había otro café que se llamaba La Gran Siete, que también se llenaba. La gente iba ahí cuando salía de los prostíbulos. Dentro de los prostíbulos no había orquestas: estaba prohibido. Me acuerdo que una vieja pasaba pidiendo 10 guitas para una pianola de esas que tocaban solas: ésa era la única música que se escuchaba.
(José Montes, testimonio citado en "Capitel en Pichincha", en diario La Capital, 15 de septiembre de 1996)

En muchos de esos cafés y cafetines cantaban asimismo algunos de los notorios de esos años, que eran ya profesionales conocidos, desde el propio Carlos Gardel (se dice) al uruguayo Néstor Feria, que por entonces gozaba de mucha popularidad, incluyendo asimismo a muchos de los payadores de aquel tiempo, exponentes de un género entonces apreciado y bastante masivo y hoy prácticamente confinado al interés de los folklorólogos o al pintoresquismo de algún programa de televi­sión, que termina por quitarles lo poco que les queda del encanto de aquellas improvisaciones repentistas y muchas veces ingeniosas y de aquellas grandilocuencias patrióticas y románticas, conmovedoras en más de una ocasión.
Los payadores tenían una audiencia atenta y propensa al encomio en esos recintos llenos de humo, olorosos a frituras y al inconfundible aroma del asado a la parrilla, proveniente de las muchas que se conta­ban en la zona. Una parte permanente de la clientela de esos lugares eran hombres de la campaña, en algunos casos del interior de la pro­vincia o de otras provincias, para quienes el canto y la música de esos hombres resultaba familiar, atractiva y seguramente entrañable Los valses y milongas estaban entonces de moda y algunos de esos payadores, como Luis Acosta García, de encendido numen libertario, al igual que su colega Martín Castro, han pasado incluso a la historia de este género tan especial de la música rioplatense, aunque muchas veces sus milongas de protesta social los llevaran a recalar en húme­dos calabozos. Los payadores que arribaron a Rosario desde 1890 a 1930 fueron incontables y de distintos méritos en el arte de la impro­visación, desde los legendarios morenos Gabino Ezeiza e Higinio Cazón al melancólico José Betinotti, cuyo vals Pobre mi madre querida hiciera lagrimear a muchos, o los también valorados entonces Antonio Caggiano, Pedro Garay (quien se radicaría en Rosario alrededor de 1930 y moriría en la ciudad) o el también moreno Luis García.
Otros, la mayoría, se perdieron en el anonimato o quedaron ape­nas como una mención elogiosa pero difusa en boca de añosos sobre­vivientes del esplendor prostibulario, como aquel cantor de voz melo­diosa del que sólo se rescatara el gráfico mote de "El Tuerto Gimond". Mucha mayor suerte tendría otro cantor que, por aquellos años leja­nos, entre los finales de la década del 20 y bastante entrada la de 1930, supo hacer sus primeras armas de guitarrero y decidor en Pichincha y tras de cuyo apellido real, Chavero, se escondía entonces el luego internacionalmente respetado y admirado Atahualpa Yupanqui, quien recordó más de una vez sus experiencias juveniles en esa zona de prostitutas y rufianes frecuentada también por humildes peones rurales, "golondrinas", estibadores y carreros a los que su música y sus letras traían seguramente intransferibles añoranzas.
Aquella acumulación de recintos gastronómicos y etílicos tenía una variedad sorprendente no sólo en sus niveles de calidad sino también en otros detalles menores, anécdotas y personajes que les eran asiduos. Casi a la cabeza de todos ellos, por la afluencia de parroquianos y por la fama de algunos de éstos, estaba el llamado primero "Giandujia" o "Gianduia" y luego "La Carmelita", ya mencionado anteriormente, cuya primera propietaria, cuando el local estaba instalado en la sección 4.a, era una catalana buena moza llamada Carmelita Margarit, de desenvoltura y belleza que atraían por igual a los jóvenes empleados del vecino Ferrocarril Central Argentino y a otros clientes de la parrilla.
Uno de ellos, el varias veces mencionado Antonio Berni, era ya un prometedor artista plástico y se contaba asimismo entre los que "le arrastraban el ala". Carmelita (que prodigaba sonrisas a todos y había recibido incluso pedidos de casamiento de algunos altos jefes ferrovia­rios) se casó finalmente con Pedrín, uno de los mozos del entonces "Gianduia", llamado en realidad Pedro Tamagno, que sería quien mane­jaría el negocio familiar en Pichincha.

El Gianduja, denominación aplicada al establecimiento muchos años por su fundador piamontés, ocupaba un amplio terreno con entrada por Avenida Wheelwright al Í56Í, existiendo en su interior varias canchas a la sombra de añosos aguaribays que, en la época de madurar, alfom­braban el suelo con sus pequeños frutos intensamente rosados. Aquel concurrido local al que se penetraba por un amplio salón destinado a comedor, de cuyo techo pendían espirales de engominado papel para cap­turar el mosquerío atraído por aromáticos efluvios gastronómicos, lo aten­día su propietaria, la hermosa y joven catalana Carmelita Margarit. Entre los fuertes golpes de bochas salpicados con los de tejos de bronce tratando de embocar a los sapos de los varios juegos allí existentes, cons­tantemente escuchábase la orden de la dueña; "¡Pedrín, port un bal de vin"! o bien "¡Pedrín, lava las copas!", pedidos obedientemente satis­fechos con felina presteza...
(Mikielievich: op. cit.)

En las mesas de "La Carmelita" se sentaban noche tras noche muchos de los conocidos de la época, como el propio Gardel, que compartían el local con gente de teatro, del periodismo y de las artes plásticas pero también con buena parte de la fauna estrictamente pros-tibularia, que lo tenía como uno de sus comedores preferidos, aunque algunos "pesados" como el Paisano Díaz fueran presencia habitual en "La Chiquita", otra parrilla vecina, también sobre calle Pichincha.
En "La Carmelita", por citar sólo un ejemplo, en los primeros años de la década del 20, dos autores teatrales disímiles pero valiosos como el italiano Darío Nicodemi y el porteñísimo Alberto Vaccarezza, compartieron un bien servido banquete con sus respectivas compañías (italiana una, nacional la otra) que habían coincidido en sus actuaciones en Rosario.

El Gianduia no es propiamente un cabaret, ni uno de esos restau­rantes que se dicen abierto día y noche. Es un galpón grande, cons­truido con economía genovesa. El confort brilla por su ausencia pero la higiene está como en un templo. Entonces ¿qué es el Gianduia? Es sen­cillamente un bodegón, en que a vista del cliente se condimentan sabro­sos asados y apetitosos chorizos, que hay que rociarlos con una especie de Medoc argentino, que es en verdad delicioso. Situado en un barrio de gente divertida y de casas de placer, su colosal éxito estaba asegurado después de medianoche. Se afirma que en sus sencillas mesas saborea asados todo lo más encopetado que tiene Rosario. Contiguo al des­mantelado comedor, hay otro salón sencillamente arreglado para bailes. Una orquesta típica, dirigida por el pianista rosarino Martínez, ejecuta cadenciosos y sensuales tangos...
(Dermidio González: "Vida de András-Rosina D'Arsay", en La novela argentina, Buenos Aires, sin fecha)

Frente a la parrilla, una competencia empeñosa trataba en vano de emular y sustituir al viejo "Gianduia" trasladado a Pichincha: "El Infierno", que no tuvo demasiada suerte en esa empresa y cerró sus puertas al cabo de una década, dejando indemne sin embargo su satá­nico nombre y más de un testimonio acerca de su condición de ámbito propicio para la actuación de cantores, payadores y músicos populares.

La muchachada, entonces, no tenía muchos lugares donde ir: tea­tro, había poco, cine lo mismo; los fines de semana se iba a los bailes o bien, de tanto, en tanto, algunas noches especialmente, yo y mi grupo de amigos íbamos a un lugar que se llamaba El Infierno, donde se comía muy buen asado y había guitarreros de todo el interior del país. Otras noches nos ¡hamos al prostíbulo, no siempre con la intención de estar con las mujeres. Ibamos a charlar, a beber, a divertirnos.
                                                                                                                                (Berni: op. cit.)


"La Gran Siete", un amplio salón con escenario al fondo, atraía en la vecindad a una heterogénea clientela, entusiasta de la música de todo tipo y de las excentricidades propias del varíeté de la época, que tenía sus muchos adeptos por cierto y por el que desfilaban bailarines de charleston o de foxtrots y ejecutantes de instrumentos poco con­vencionales como el serrucho o las botellas con distintos niveles de agua en su interior; un tiro al blanco instalado en un anexo del mismo negocio despertaba asimismo el interés de los amantes de aquel. Como se advierte, toda una gama de entretenimientos que conjugaban la ha­bilidad y la práctica con el talento de innatos artistas que nunca cono­cieron un conservatorio.

Pronto estuvimos metidos en la muchedumbre que habitualmente lle­naba las aceras y calzadas de esa calle, convertida, sin decreto alguno y especialmente los sábados a la noche, en calle peatonal. De un lado, las casas, una junto a otra, continuándose en ambas esquinas por las calles transversales hasta los límites mismos de ese barrio, donde funcionaban boliches de todas clases, con y sin espectáculo, garitos y churrasquerías, dos de ellas frente a frente: El Infierno y La Carmelita, famosas no sólo por sus parrilladas, especialmente la segunda, sino por sus cantores, entre los cuales descollaba un joven algo obeso, porteño, que viajaba expresamente a Rosario los fines de semana y que se llamaba Carlos Gardel... Del otro lado, como esa acera hubiese sido reservada para la pausa, solamente cafetines oscuros, boliches, un bar más importante, La Alameda, llamado también El Templo del Tango y en ¡a esquina un cine-teatro cuyos grandes afiches anunciaban filmes pornográficos que en realidad no eran más que viejas películas mudas en las que se habían insertado aquí y allá, sin sentido alguno, fragmentos con rápidas esce­nas de coitos, Jellatios y cosas por el estilo. Todo un pequeño imperio prostibulario formado por ochenta establecimientos donde se alojaban 1800 mujeres de todas clases y nacionalidades y cuyo único monarca era el Paisano Díaz.
(Plá: op. cit.)
Dos reductos hispanos formarían parte de aquella variada para-fernalia que completaba las ofertas del barrio: "La Flor de Andalucía", en la esquina de Jujuy y Pichincha, en el que se congregaban los espa­ñoles (sobre todo los provenientes del sur de la península), que for­maban parte del multitudinario núcleo de inmigrantes que habitaban el Rosario de las primeras décadas del siglo XX y parte de la tercera. Propiedad de Rufino Cristalino, había tenido como antecesor, en la misma esquina, a un colmado (un "colmao", como lo definen los anda­luces) , el de Murilla, concurrido por un publico de la misma proce­dencia geográfica.
Pero los testimonios más nostalgiosos rescatan a su vecino, el "Boliche del Cante Jondo" o "Café del Maestro" (por su dueño o en­cargado, al que se le asignaba esa condición o título), instalado en la esquina de Brown y Jujuy. Allí, como en una especie de transplante exótico y maravilloso, era posible escuchar en las madrugadas del barrio de los "quilombos" y rufianes, desgarradoras soleares, alegres bulerías y ocasionalmente una saeta que estremecía ese aire poblado por el rumor de las gentes, el traqueteo de los coches de plaza y los tranvías y automóviles novedosos, a los que se sumaba de vez en cuando el infaltable grito, casi siempre incomprensible, de los vendedores ambulan­tes o el sonido del silbato de una locomotora que llegaba arrastrando largos trenes a la cercana Súnchales.
Mi hermano Ponciano, que tocaba la guitarra y era un aficionado a la música española, a la de los gitanos más que nada, supo andar por los boliches de Pichincha hace muchos años, allá por 1920, 1930, para escu­char a los otros que tocaban y cuando podía, entreverarse también con su viola. Le gustaba ir—me contaba— a un café donde tocaban y cantaban los gitanos, o la gente que era gustosa de las bulerías y los fandangos, eso que ellos le llaman el cante jondo. El dueño, dicen que había sido maes­tro de escuela y por eso al boliche se lo conocía como Cafe del Maestro. Mi hermano contaba que cuando se armaba el jaleo duraba hasta la madrugada, porque los que cantaban y tocaban y algunos que hasta bai­laban eran muchos y muy buenos. Claro: era un tipo de música que no era para ese barrio, donde todo era joda y diversión y puterío. Esos tipos que cantaban y parecía como si lloraran, quejándose, no tenían nada que ver con Pichincha. Pero el boliche se llenaba igual, porque los españoles, ¡os andaluces, ¡os gitanos venían seguido, algunos todas las noches. Había, me contaba mi hermano, un español con una pierna de palo, atada con '"'"'os, que era el que tocaba casi siempre y lo hacia muy bien. Lo llama-han Don Pepe y por eso algunos conocían el bar como el Boliche de Don Pepe  ,pero no era el dueño. Ponciano, que era un hombre serio y le gustaba andar con una boina negra metida hasta las cejas, y que era bastante mayor que yo, me solía decir: "Ahí no tocaba ni palmaba cualquiera" .Y él tampoco, claro...
                                                                                    (Chandro: Testimonio citado)

Este tipo de locales de varieté, como el mencionado "La Gran Siete", contó también con adherentes fieles, y fue esa proclividad la que posibilitó, por  ejemplo, la larga vida del llamado "Varieté de Doña Julia", en la esquina de Pichincha y Jujuy, en cruz con el Teatro Casino. Su propietaria, menuda de físico pero férrea de mano para conducir '' negocio en semejante ambiente, había incursionado antes en el género con “El Gato Negro", en la sección 4.a, homónimo del posterior quilombo de Pichincha.
Aquella Julia Carvelli del varieté estaba emparentada a la vez con otro  de los personajes reconocidos de ese variado mundillo: Pedro Mendoza, cuyo de juego, una timba clandestina en realidad, se constituía noche a noche en uno de los mayores atractivos para la con­vencía, a través del monte criollo o del monte "con puerta", juego de naipes en el que se perdía en una mano lo ganado en una quincena 'trabajo, o de alguna eventual partida de taba en la trastienda. . Allí también, pero esta vez a "suerte" o a "culo", se ganaban y perdían  los pesos de quienes los habían juntado, por lo general, tras ago­las jornadas estibando bolsas o arriba de los carros de transporte de mercaderías  alguno de los mercados de la ciudad. La timba de Pedro Mendoza, cuyo edificio se levanta aún en la actual calle Ricchieri entre Güemes y Brown, era también escenario de trifulcas y entreve­ros ante los cuales la policía de la seccional hacía la vista gorda o intervenía recién cuando cosas pasaban a mayores.

Laconnivencia policial, que evita por lo común ¡a intervención en los asuntos relacionados con la timba de Mendoza, le permite a su propie­tario amasar una respetable renta que también, como su suegra doña Julia, posibilitará sus inversiones posteriores, muchas de ellas conectadas con el juego prohibido. Pedro Mendoza, que no aparece nunca en las noticias periodísticas ni en los archivos policiales, diligentemente limpiados por sus influyentes amigos políticos, representa después de los dueños de los prostíbulos —escalón mayor— una verdadera potencia económico en la zona...
                                                                          (lelpi - Zinni: op. cit.)


En su garito se produciría uno de los tantos episodios sangrien­tos que tendrían al barrio de Pichincha como escenario. Allí, el 24 de enero de 1924, el famoso músico Ernesto Ponzio, autor del célebre tango "Donjuán", que había sido invitado a un asado y ulterior jugada de taba, se trenzó en una discusión con el Paisano Díaz. Como era pre­visible, tratándose de dos hombres del pesado ambiente prostibulario, ya que Díaz era, como se dijo, uno de los tantos matones de la zona y Ponzio, que también ejercía como proxeneta en Pichincha además de dirigir una orquesta en el "Cine Mitre", de Jujuy y Pichincha, era asi­mismo hombre de avería, el entredicho terminó cuando el músico sacó su revólver y disparó contra el Paisano, aun cuando el destinatario del balazo fatal no sería éste sino otro de los concurrentes, Pedro Báez.
La Capital afirmaría al comentar el suceso, respecto de la timba de Pedro Mendoza, que su clientela está formada por toda clase de profe­sionales del delito. En el furor moralizante posterior al golpe de Uriburu, Mendoza fue detenido el 3 de mayo de 1931 como parte de una redada policial dirigida por el propio Jefe de Policía rosarino Rodolfo Lebrero e impulsada en especial por un sector de la prensa local, en este caso el diario La Tribuna, uno de los más encendidos propulsores del cierre de los prostíbulos y otros ámbitos anexos.
Pedro Mendoza había mandado construir, para residencia, en la década del 20, una mansión en la por entonces no demasiado abiga­rrada zona oeste de la ciudad, en la esquina suroeste de Mendoza y Guatemala, donde la imponente estructura (imponente sobre todo en relación con el paisaje circundante entonces) despertaba la curiosidad y la envidia de los vecinos. Convertida después, por largos años, en un sanatorio para enfermedades mentales, el del doctor Fracassi, se man­tiene gallardamente incólume en los primeros años del siglo XXI fun­cionando como un geriátrico.
La galería de boliches, bolichones, bares, cafés, cafetines y despa­chos de bebidas es extensa, pero pueden consignarse algunos de los más recordados, todos ellos emplazados en un radio de tres o cuatro manzanas, a veces uno enfrente del otro cuando no casi uno encima del otro, o compitiendo palmo a palmo en la misma vereda de la misma cuadra el fervor de una clientela heterogénea como para dar ganancia a todos esos comercios: "El Levante", en Pichincha al 100, cuyo nom­bre aludía seguramente más al lunfardismo de "conquistar una mina" que a los países de la parte oriental del Mediterráneo; el "Acrópolis", que hacía presumir propietarios de origen griego, enfrentado al ante­rior; el "Boliche de la Picada", en Güemes esquina Pichincha; "El Noy", en Salta al 2800; el "Gambrinus", en Salta 1985 y "El Aviador", en la misma cuadra; el "Jardín de Francia", en Avenida Francia y Salta, a los que pueden sumarse el "Boliche de Alonso", en Suipacha y Brown, y "El Ferrocarril", dos de los más antiguos del barrio, ya que se insta­laron antes de la Primera Guerra Mundial; "La Maravilla" y el bode­gón conocido como "Don Pablo" primero y como "Cacciabue" más tarde, al producirse el cambio de propietario, en Suipacha y Jujuy.
Emblemática presencia en las proximidades de la estación Súnchales fue (y es aún, con el "aggiornamiento" que demandan los tiempos) la de "El Riel", en la esquina suroeste de Rivadavia y Santiago, que en la época del apogeo de Pichincha convocaba, casi desde el alba, a una clientela cotidiana integrada sobre todo por estibadores del puerto y ferroviarios, como correspondía al nombre del local, propiedad entonces de la familia Olmos.

Fuente: extraído de libro Rosario del 900 a la “década infame”  tomo IV editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones