martes, 27 de mayo de 2014

LOS AVATARES DE LA MALA VIDA



Por Rafael Oscar Ielpi

Las ordenanzas pioneras

Si había algo capaz de preocupar al Rosario de finales del siglo XIX y primeros años del XX era la convicción de los vecinos -sobre to-0  dos los que habitaban en la por entonces más que reducida zona céntrica de la ciudad- de que estaban asistiendo al nacimiento y crecimien­to de una actividad que. si bien era también un comercio como cualquiera de los que habían hecho o hacían la riqueza de muchos rosarinos. no la consideraban digna de ser amparada ni permitida: la prostitución.
Pero pocos suponían que la llamada mala vida iba a quedar fijada en la historia de la ciudad a través no sólo de la investigación de su desarrollo sino por la dimensión que alcanzara y las proporciones de una actividad que llegaría incluso a tener barrio propio, el de Pichincha, aledaño a la estación Súnchales, sobre el que aún a más de seis décadas de su deca­dencia se siguen acuñando las más diversas historias y rebuscando los más variados testimonios y documentos.
Si bien ninguna de aquellas anónimas mujeres alcanzaría el rango de "cortesanas" (que merece­rían en su mezcla de artistas y hetairas, cortejadas por ricos caballeros e incluso por más de un no­ble de altísima alcurnia, incluida la realeza, mujeres como Cleo de Merode o Carolina Otero, que pasaría a la historia como La Bella
Otero), aquella saga prostibularia rosarina dejaría inscriptos nombres que como el de Madame Safo forman parte ya de una mitología urbana cada vez más brumosa pero no por ello menos digna de ser recordada. Aunque -lamentablemente- no existan testimonios fotográficos ni de aquellas muje­res ni de aquellos locales donde la mala vida rosarina se desarrollara entre 1900 y 1930.
Ya en las décadas finales del siglo pasado se constataba la presencia de prostitutas clandestinas -infractoras a la Ordenanza Ne 32 de 1874, que reglamentaba por pri­mera vez   en la ciudad la activi­dad de las conocidas como casas de tolerancia-, que alcan­zaban por entonces al medio centenar y trabajaban sin ningún control ni autorización en esos locales, de los que se ha resguardado apenas el pintoresco o peculiar apo­do de sus propietarias o encargadas, todas ellas exponentes de una ocupa­ción que alcanzaría luego vital importancia en el engranaje del mundillo de prostíbulos, prostitutas y rufianes de toda laya: la de las madamas o regentas de los popularmente conocidos como quilombos.
Un informe municipal elevado al Concejo Deliberante en 1887 mencio­na a alguna de las dueñas de lenocinios rosarinos: Rosa, la correntina; Amelia, la paraguaya; Ana, la catalana, y dos conocidas como La china renga y La vieja María, antecesoras anónimas o poco menos todas ellas de las después famosas Madame Safo, en el esplendor de Pichincha, o Madame France, en la época del apogeo prostibulario en la sección 4ta.
En 1896 los informes municipales señalaban la existencia de 61 casas de tolerancia, mayoritariamente emplazadas en sectores donde se habían instalado fábricas y talleres diversos, establecimientos con importante can­tidad de personal masculino. Es lo que ocurría en las calles Güemes, Brown, Jujuy, etc., desde Independencia (Pte. Roca) al Bvard. Santafesino, luego Oroño.
En ese período finisecular -consigna Ada Lattuca- "la nacionalidad de propietarias y gerentes era habitualmente de extracción foránea", apuntan­do una serie de mujeres cuyos apellidos denunciaban ese origen extranje­ro: Rosemberg, Holsmann, Salman, Griener, Jacovich, Steimberg, Horstein, Sch-wartz, Bader, "así como de nacionalidad polaca o francesa fueron en su ma­yoría las pupilas de las mencionadas casas".
Los pedidos vecinales, motorizados además por la moral de una sociedad con iguales dosis de hipocresía que de respeto a instituciones como la familia o la religión, hicieron que en la última década del siglo XIX se concretaran tres normas referidas a la reglamentación de la prostitución en la ciudad: la de 1887, una de 1892 y la Ordenanza Ne 27, del 16 de diciembre de 1900, la que con mayor precisión y puntualidad encararía hasta ese momento el delicado tema.
Una de las razones más sólidas y valederas del aumento del comercio de la carne (más allá del hacinamiento y la promiscuidad que trajera con- sigo el conventillo, que iba de la mano de la inmigración y el consecuente crecimiento demográfico) está dado por las organizaciones de tratantes de blancas, cuyo papel sería sin duda fundamental en las décadas inmediatamente posteriores.
La Sociedad Varsovia, primero, y sobre todo su continuadora, la Zwi Migdal
después, serían junto con la So­ciedad Asquenasun, las que mo­nopolizarían el manejo del negocio en la Argentina, bajo la inocente apariencia de entidades de ayuda mutua entre residentes polacos, judíos o franceses, cuya cara oculta no era otra cosa que la explotación de mujeres en prostíbulos perfectamente organizados.

El florecimiento prostibulario, que se produjo a par­tir de 1900, con la reglamentación de la actividad, fue notorio también en el hecho de que los rosarinos asis­tieran -algunos escandalizados, otros regocijados- a la novedad que constituía la construcción de edificios es­pecialmente destinados a un uso tan peculiar como lo era el de escenario para hacer el amor con tarifa y tiempo determinado...
Contemporáneos más o menos inmediatos serían asimismo los cafés con camareras, que comenzaron a funcionar en los finales del siglo XIX, atendidos en ge­neral por mujeres que ya habían hecho su experiencia prostibularia en alguna de la casas de tolerancia, con la complicidad de algunos notables de la ciudad. El dueño del Café Viena. a comienzos de siglo, se queja con amargura a la Munici­palidad sobre la desleal competencia de esos locales, deslizando de paso una denuncia nada desdeñable: la de la conexión de ciertos apellidos del Rosario con el mundo de la mala vida
Fuente: Extraído de la colección  “Vida Cotidiana – Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital del Capítulo N•12