miércoles, 28 de mayo de 2014

LA PROSTITUCIÓN FINISECULAR



   
 por Rafael Ielpi
   El crecimiento poblacional luego de 1850 había originado ya la pirscncia en la ciudad de la actividad "non sancta"y pueden rastrearse incluso muchos antecedentes pintorescos que lo ratifican, como el juicio iniciado por un aspirante a literato, Antonio Urraco, que en 1861 pleitea contra cuatro dueños de casas de tolerancia, algunos de ellos de rastreable ascendencia francesa como buena parte de los propietarios  de esos locales.
Los causantes del entuerto judicial habían sido unos artículos que Urraco escribiera en algunos diarios como La Confederación y El Progreso, a pedido del cuarteto mencionado: Juan Sabathé, Jean Medoux,Jean Roulac y Bernardo Davy, con el objetivo de presionar Hite las autoridades por la libertad de aquellas mujeres que, en razón de su condición de pupilas de prostíbulos y ante la presencia de alguna enfermedad, eran internadas en el Hospital de Caridad. La negativa de los susodichos a abonar el pago que Urraco creía justo llevó el asunto a los tribunales rosarinos, donde se dio la razón al escriba y quedó, de paso, constancia de la existencia de casas de tolerancia en los inicios de la década del 60 del siglo XIX. Debe recordarse que el Primer Censo Nacional llevado a cabo entre el 15 y 17 de septiembre de 1869 y publicado en 1872, consignaba en el caso de Rosario la existencia de 86 prostitutas que declaraban ejercer la actividad.
En 1869, la "Revista Médico-quirúrgica",primera revista médica argentina, habla publicado dos importantes artículos sobre ¡a prostitución en Rosario y Buenos Aires. Ambos proponían formas de supervisión médica de los burdeles autorizados. El doctor Caerlos Gallarini, refirién­dose a una ley en Rosario, afirmaba: "Yo no quiero con esto que la pros­titución sea oficialmente permitida para amparar a las miserables que hacen comercio de su persona, sino para vigilarlas mejor y, sobre todo, para suje­tarlas periódicamente a una escrupulosa visita médica". Atribuía la pros­titución en Rosario a la abrumadora ambición de las mujeres de comprar ropa y joyas. Gallarini, sin duda, consideraba más urgente el control social que el tratamiento médico profiláctico...
(Donna Guy: El sexo peligroso, Editorial Sudamericana, 1994)


Para 1879 ya habían quedado fijados en la letra escrita los eno­jos de los vecinos del centro de lo que era aún "el" Rosario, por el preocupante tema de la prostitución. El 20 de agosto de ese año, varias firmas ratifican el deseo vecinal de que las llamadas casas de toleran­cia que operaban en el tramo de calle Córdoba entre Corrientes y Paraguay fueran erradicadas del lugar. Una inquietud similar expo­nían en septiembre de 1882 quienes habitaban cerca del Mercado Norte, solicitando que los "quilombos" emplazados en dicha zona fueran alejados de ella. Pero otros, en cambio, requerirían en enero efe 1885 que se permitiera la continuidad de las casas "non sanctas" en el tramo de la calle Libertad (actual Sarmiento) entre Tucumán y Cata-marca, ratificando tal vez aquello de que "cada cual habla de la feria se­gún le va en ella".
Los peticionantes, en este último caso, argumentaban lo que ellos creían razones valederas para sostener el mantenimiento y reglamentación de estas casas para evitar serios trastornos en la familia y en la sociedad en general, y por eso es que siempre se ha buscado el paraje de la ciudad más ade­cuado, donde no hayan colegios o cualquiera otra clase de establecimientos de educación, familias o sea parajes de reunión obligados. Insistían en que los prostíbulos estando en la calle Libertad no tienen más vecindario que una fábrica de café, una barraca, cuatro corralones de carros, un conventillo y algu­nos almacenes al menudeo...
Los reclamos aludidos no hacían sino señalar en realidad (más allá de la actitud moralizante de cierto sector de la sociedad rosarina de entonces) el creecimiento de la llamada "mala vida", que por entonces exhibía características de clandestina ante la lenidad de la normativa de 1874, que había buscado legalizarla y reglamentarla en forma debida, a través de la primera ordenanza sobre prostitución en Rosario. El 21 de mayo de 1888, el Concejo Deliberante realiza dos nombramientos que se vinculan en forma directa con el problema prostibulario: los de los doctores Luis Villa y Laureano Candioti, quie­nes deberían ocuparse de allí en más de la atención sanitaria de las mujeres (por entonces eran mayoritariamente criollas), que trabaja­ban en las casas de tolerancia, tanto como de los afectados por el fla­gelo de la sífilis y otras enfermedades venéreas: todo por el módico salario mensual de 300 pesos. Se daba origen de ese modo a una ins­titución que tendría fama, y mucho trabajo, sobre todo en el ulterior esplendor del barrio de Pichincha: el Sifilicomio Municipal.
Los informes municipales señalaban, hacia 1896,1a existencia en el Rosario de 61 casas de tolerancia, emplazadas sobre todo en sectores donde ya se habían instalado fábricas y talleres diversos, establecimientos que tenían importante cantidad de personal mas­culino. Es lo que ocurría, por ejemplo, en las calles Güemes, Brown y Jujuy, desde Independencia (Presidente Roca) al Bvard. Santafesino, luego Oroño.
Hacia 1898, años antes de la consolidación de las sociedades de tratantes de blancas y explotadores de mujeres de origen judío-polaco, documentos municipales dan cuenta de la existencia de dece­nas de mujeres que regenteaban prostíbulos en la zona mencionada, buena parte de ellas con apellidos de aquel origen. Son los casos, entre otros (respetando la dudosa grafía que los funcionarios, muchas veces a su capricho, endosaban a los extranjeros), de Matilde Felman, (Brown 2088), Lucía Reynaud (Güemes 1940), Ana Eger (Güemes 2019), Fani Silver (Güemes 2537),Julieta Oercke (Güemes 2350) o María Lippner (Güemes 2049).
En ese período finisecular, ratifica la investigadora Ada Lattuca, la nacionalidad de propietarias y gerentes era, habitualmente, de extracción foránea, consignando una nómina de mujeres cuyos apellidos denuncian ese origen: Rosemberg, Holsmann, Schwartz, Steimberg, Salman, Griener, Jacovich, Horstein, Bader, así como de nacionalidad polaca o fran­cesa fueron en su mayoría las pupilas de las mencionadas casas.
Aunque no faltaban, tampoco, encargadas de lenocinios, en el mismo sector, que denunciaban su origen criollo como María Pereyra (Brown 2064), Carmen Correa (Güemes 1941), o Sofía Gómez (Rivadavia 2131). En agosto de 1900, la crónica policial de La Capital relata un hecho que reitera la existencia de esa zona de prostíbulos de los que, por otra parte, se tenía conocimiento generalizado: el suicidio de Bernardina Quinteros, pupila del prostíbulo conocido como el de "La Vieja Manuela", en calle Rivadavia 2130. La muchacha de 23 años, viuda, para llevar a cabo su fatal intento se valió de un revólver Smith Wesson de 9 mm., informaba el diario.
El mismo prostíbulo es noticia el 17 de abril de 1901, cuando José Bettemilde, más conocido bajo el alias de "Garabito", ataca des­pechado a su amante Teresa Romero, ramera de una casa non sancta, cor­tándole las trenzas de un cuchillazo. Dos años después, la noticia perio­dística daba cuenta de la detención de una mujer en la seccional 4.a, cuyo parte de remisión dice: Ana Fernández fue detenida por ebriedad, desorden mayúsculo, insultos a la autoridad y por ser mujer de vida alegre sin haberse provisto de la correspondiente libreta.
Los muchas prostitutas criollas detectadas en esas casas de tole­rancia clandestinas (donde serían mayoría hasta la llegada de las pros­titutas "foráneas") provenían casi siempre de los sectores más despro­tegidos de la sociedad, y eran empujadas al ejercicio del "oficio" por la necesidad. La Capital, en abril de 1901, lo señalaba: Cuando la mise­ria se cierne sobre un hogar, la mujer no encuentra cómo ganar unos miserables pesos si no es haciendo de planchadora o de costurera, oficios pesados, ingratos y mal retribuidos, por lo cual muchas veces asistimos al espectáculo doloroso de que una joven sana, fuerte y robusta, se aparte del camino del bien, cayendo la flor al fango, para poder alimentar o subvenir a las exigencias de los hijos, hermanos, o padres inhabilitados para el trabajo...
Los pedidos vecinales, motorizados además por la moral de una sociedad con iguales dosis de hipocresía que de respeto a instituciones como la familia o la religión, hicieron que en los trece años transcu­rridos entre aquel informe y el inicio del siglo XX, aparecieran tres proyectos de ordenanzas de reglamentación de la actividad prostibularia en Rosario: el de 1887, uno de 1892 y el que diera origen a la Ordenanza N° 27, del 16 de noviembre de 1900, la que con mayor precisión y puntualidad encararía hasta ese momento el delicado tema.
Tal vez una de las razones más sólidas y valederas del aumento de ese "comercio de la carne", más allá del hacinamiento y la pro­miscuidad que trajeran consigo la inmigración y el consecuente cre­cimiento demográfico, que iban de la mano, haya estado asimismo en la imperiosa necesidad de muchas mujeres de sostener a sus hijos y en la carencia de empleos suficientemente retribuidos para ellas, como lo señala Donna Guy en El sexo peligroso, aunque refiriéndose en espe­cial a la Capital Federal.
Hay pocos testimonios que den fundamento a la noción según la cual la mayor parte de las mujeres "caía" en la prostitución como consecuencia de influencias inmorales. Si una mujer decía que había sido obligada a prostituirse, hacia fines de la década de 1890, los traductores y eventual-mente los asistentes sociales estaban capacitados para ayudarlas a escapar del acoso del tratante de blancas. Sin embargo, dicha ayuda no ¡es asegu­raba un empleo más o menos bien remunerado en otra parte ni les garan­tizaba un ingreso para la subsistencia de su familia. Asimismo podría dar lugar a la repatriación y, por lo tanto, a volver nuevamente a condiciones de vida indeseables en su tierra de origen. Por esas razones, es posible que las mujeres no admitieran esto ante el entrevistador y, por consiguiente, el debate acerca de la extensión de la trata de blancas pudo continuar
Sin embargo, el mayor impulso a la proliferación de la actividad prostibularia en la Argentina está dado por las organizaciones de tra­tantes de blancas, cuyo papel sería sin duda fundamental en las déca­das inmediatamente posteriores, pero cuya existencia se remontaba al siglo XIX. El tema del hacinamiento no era por cierto secundario: ya se ha visto que el censo de 1900 señalaba, por ejemplo, la existencia de 1.881 conventillos en Rosario, debidamente registrados, en los cuales vivían 10.048 personas, en condiciones que favorecían la apa­rición de la prostitución y otros vicios parecidos. La cifra representaba casi el 10 por ciento de la población de la ciudad, que el mismo censo fijaba en 112.461 habitantes.
. El censo aludido consignaba asimismo la existencia de 67 pros­titutas legales, ya que así de minucioso era el registro dirigido por el polígrafo Gabriel Carrasco, lo que no hubiera constituido mayor dolor de cabeza para las autoridades de turno si paralelamente el Dispensario Municipal (en realidad Dispensario de Salubridad, que funcionaba en el "Palacio de la Higiene", como se conocía a la Asistencia Pública) no publicara que se habían realizado, ese mismo año, nada menos que 11.790 revisaciones a prostitutas clandestinas.
El florecimiento prostibulario que se produjo a partir de la regla­mentación del negocio fue notorio también en el hecho de que los rosarinos asistieran, algunos escandalizados, otros regocijados, a la novedad de la construcción de edificios especialmente destinados a un uso tan peculiar como lo era el de escenario para hacer el amor con tarifa y tiempo determinados.

De todos modos, la mayoría de esos locales seguía siendo, por los finales del siglo XIX y comienzos del siguiente, una sucesión de pequeñas habitaciones de dimensiones magras (3x2 metros, por lo general), que no eran otra cosa que reales calabozos en los que ape­nas cabían la impostergable cama y el utensilio de la precaria higiene pre y post-amatoria: la palangana o la jofaina enlozada. Uno o dol baños, que en verdad eran reales y apestosas letrinas, completaban la deprimente escenografía de los que algún despistado cronista rosa-rino insistía en definir por entonces como los templos del placer.

Era la letrina un recoveco vergonzoso y fétido, inmundo y necesario tan húmedo y sombrío y saludable como el intestino grueso que todo poseemos y usamos en el más delicado secreto. Las letrinas eran de una  melancolía sorda, entre gris piedra y amarillenta, de color lloroso; tanto recordaban a un día de lluvia que le ponían medio ¡uto a la más feliz evacuación. Chiquitas, antipáticas y agrias eran esas letrinas, por todo, manducadas a más no poder: uno entraba necesitado y eran incapaces de ofrecerle donde tomar asiento... Parece imposible que los pálidos próceres ciudadanos que nos miran en los libros y museos, tan circunspectos desde sus cuadros, vestidos de frac o de uniforme, se hayan  doblado allí, haciendo equilibrio, con los pantalones en la mano, uimti gidos en sus propios malos olores...
(Carlos Maggi: El Uruguay y su gente, Arca, Montevideo, 1963)

 

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones