viernes, 3 de mayo de 2013

DE NUEVO LA MAFIA



Por Rafael Ielpi
Dos años antes, a mediados de abril de 1914, el secuestro de Antonio Bevacqua, un menor de 8 años, hijo de un carbonero, había indicado la persistencia de la estrategia de extorsión inaugurada por la "Mano negra" en los primeros años del siglo XX. Uno de los implicados en el hecho, como cabecilla de un grupo, sería Nicolás Ballestreri, alias "Bianco", un siciliano que hasta ese año contaba ya con un frondoso prontuario en el que constaban acusaciones por lesiones, violación de domicilio, secuestro, robo, etc., que nunca habían podido comprobarse como para condenarlo. El fue quien se llevó al niño con la excusa de un paseo en bicicleta y lo hizo trasladar por su hermano Antonio a las afueras de Rosario, mientras se pedía un rescate de 4000 pesos.
El reconocimiento de Antonio Ballestreri por parte de unos veci­nos y cierta chapucería de los secuestradores ayudó a la policía a desovillar la trama del secuestro (por el que no se llegó a pagar rescate alguno) y a la detención, un mes después, de los implicados en mayor o menor medida: Nicolás, Antonio y José Ballestreri y otros tres "paesanos":Vicente Mazzioro, Pedro Braccio y Vicente Spina. El procedimiento sirvió para tranquilizar a una opinión publica y a una prensa cada vez más preocupadas por la ineficiencia policial respecto a esa sucesión de hechos que nunca encontraban solución ni culpables ciertos. "Bianco", que consiguió fugarse a los pocos días de su deten­ción, iba a aparecer una década después implicado en otro de los muchos episodios protagonizados por la mafia en la ciudad.
Pero 1916 iba a resultar clave para esta temática vinculada estre­chamente a la ciudad, aunque no sea grata a muchos rosarinos. Es jus­tamente ese año cuando algunos hechos sacan a la luz el nombre de José Cuffaro, a quien se vincula con un hecho de singular resonancia entonces: el asalto, por una banda mañosa que lo contaba como jefe, a un tren de pasajeros del Central Argentino.
Un año antes, el 27 de octubre de 1915, Cuffaro había sido dete­nido por la policía junto a un grupo de sicilianos como él, en un sótano del Teatro Colón, del que era conserje, en una reunión mañosa en la que sin duda se tramaba si no un asalto otra acción que les generara réditos económicos. Entre la decena de asistentes, algunos apellidos como Curaba o Vinti, volverían a figurar en las primeras planas de los diarios quince años después; en esa ocasión, en cambio, nada se opuso a que siguieran todos libres, más allá de la constatación de la existen­cia de armas y de una especie de cueva que tenía toda la apariencia de los cubículos utilizados para mantener oculto a un secuestrado.
El 24 de mayo de 1916, el convoy N° 20, en viaje de Rosario a Retiro (portador de los fondos para el pago a los ferroviarios de dicha línea), fue detenido por los mafiosos a la altura de la localidad de Coronel Aguirre; luego de dominar al maquinista y al pasaleña, forzaron el vagón postal del tren apoderándose de los sacos de dinero y de las joyas y metálico del sorprendido pasaje. Una huida desordenada, que les pro­vocó la pérdida de parte de las sacas y redujo el considerable botín ini­cial a uno mucho más modesto (del cual Cuffaro se llevaría la parte del león), fue la culminación casi "chambona" de una operación estudiada largamente por la banda, en la que se había incluido a un conocedor como Pedro Alessi, que se había desempeñado como guarda del Central Argentino, y completaban Antonio Sciabica, (José Ansaldi, Esteban Curaba y Salvador Casalicchio.

 
No vinimos a Rosario para instalarnos en una casa sino en un con­ventillo enorme, donde había cerca de cien familias, una por habitación, un sitio infame en el barrio Refinería. Ahí vivía un italiano al que todos conocíamos sin conocer. Quiero decir que era un vendedor de lupini y de ricotta. El caso es que el siciliano iba con su canasto por la calle, anun­ciando a los gritos los lupini y la ricotta y diciendo cosas que nadie enten­día, versos populares sicilianos, y cantando canciones en dialecto, con un vozarrón fortísimo que se oía a un par de cuadras. Recoma varios barrios, cada día por las mismas calles: hacía un verdadero esfuerzo para ganarse la vida con sus ventas minúsculas. Todo el mundo lo conocía, pero nadie lo conocía, porque nadie sabía que su verdadero trabajo no era ése, tan sacrificado y de tan poco rendimiento, sino otro, más delicado y comple­tamente invisible: era el heraldo de la mafia. Cada día, en su invariable caminata, llegaba hasta la cárcel. Y pasaba por la acera de enfrente can­tando. Cantando lo que hubiese necesidad de cantar, en siciliano, para que lo oyeran los paisanos presos. Mensajes que le hacía llegar cualquier señor de apariencia normal que lo paraba para comprarle unos lupini y cambiaba con él dos o tres frases.
(Vázquez-Rial: Op. cit.)
Aquella acción fulminante y casi cinematográfica, que tuvo amplia repercusión en la prensa por el carácter pionero de este tipo de robos en la Argentina, marcó el ingreso de Cuffaro, a quien se conocía por su apodo de Peppo Budello, a la notoriedad periodística y sería suce­dida en los años posteriores por una serie de secuestros y asesinatos, mientras buena parte de la clase alta rosarina se debatía ante el temor de un posible secuestro o de una extorsión y no pocos sicilianos que habían conseguido hacer alguna fortuna sufrían ese tipo de delitos sin poder denunciarlos a la policía, un riesgo que ninguno quería asumir por las sanguinarias represalias posteriores.
Contemporáneo al asalto al tren pagador sería otro hecho, el secuestro el 15 de julio de 1916, de José Zapater, un muchacho de 21 años, hijo del cochero Miguel Zapater, auriga de uno de los cientos de coches de plaza que poblaban las calles de la ciudad, que daría un toque de real atención acerca del poder de la hasta entonces misteriosa organización. El cochero, propietario de otros tres vehículos del mismo tipo, recibió un pedido de rescate de 40.000 pesos que inician.1 uní larga y sangrienta odisea de 52 días, culminada con la liberación de su hijo. Antes de esa instancia, el 6 de septiembre, Zapater intentaría un inútil y suicida encuentro con los secuestradores, que para entonces habían tenido un contacto con la familia y habían reducido a 10.000 pesos el rescate.
La cita, acordada en la zona del actual Barrio Belgrano, sería modi ficada sobre la marcha por los mañosos, que exigieron al cochero el pago inmediato. Este les entregó 400 pesos, afirmando que era todo lo que había reunido y se enzarzó en una áspera discusión dirimida por último a tiros. ya que Zapater había decidido ir armado al encuentro, acompañado por su hijo Joaquín, menor de edad. Baleado en uní pierna, lo que pareció en principio una herida menor lo llevaría a la muerte pocos días después, adicionando al secuestro una nota sangrienta
Sucesivos procedimientos y el reconocimiento del coche di caballos en que se movilizaron los secuestradores hacia la cita, condujeron a la policía a la resolución del caso, luego de la liberación, sano y salvo, de José Zapater el 10 de septiembre. Es allí donde reaparece José Cuffaro, sindicado como el instigador y planificador del secuestro, y un grupo de mañosos (en el que se contaban partícipe. directos y cómplices en distinto grado) que incluía a intervinientes en el asalto al tren como Salvador Casaliccio, Antonio Sciabica, Juan Curaba y Luis Ansaldi junto a Antonio y Vicente Amato, Francisco Ulisano, Angel Terrazzino, José yVicente Nocera, Luis Curaba y Pedro Alessi. También fue arrestado Vicente Cuffaro, quien moriría en la < ál cel, por maltrato policial según algunos y por un ataque cardíaco según los forenses. La primera hipótesis no era casual si se tiene en cuenta los métodos utilizados para la obtención de confesiones o testimonios incriminatorios con los presos, de una perversidad a veces refinada \ otras de una brutalidad enfermiza.
Los dos hechos (el asalto al tren y el secuestro de Zapater) habían desatado una hasta entonces inusitada actividad policial, ordenada por el Jefe de Policía Néstor Noriega y comandada por los Jefes de Investigaciones José María Brignardello y Manuel Ludueña, el comísario Miguel Pinazojosé María Fernández, Néstor Cepeda, Serafín Camb íasso, Luis M. Cestola y Agustín Camelmo, este último asesinado tiempo después como consecuencia, se dice, de estos hechos. Las batidas dieron frutos rápidamente. El 16 de septiembre, un despreve­nido cónclave mafioso es sorprendido por un operativo en una casa de 9 de Julio al 2400; la reunión congregaba a peces grandes y chicos, como los nombrados, a los que se agregaron Esteban Curaba, Antonio Schianza, Antonio Schiaviglia y José Farruggia. A esa larga lista de detenidos no pudo sumarse a Cuffaro y Esteban Curaba, quie­nes alcanzaron a huir.
Aquel golpe de suerte permitiría la condena de algunos de los implicados en ambos episodios. Unos, al ser reconocidos por el maqui­nista y el pasaleña del tren asaltado y otros, por algunas infidencias relacionadas con el asesinato del cochero Zapater, especialmente las de Casalicchio y Sciabica, que dejando de lado el código de silencio y lealtad, no vacilaron en sindicar a Cuffaro como el jefe y a denunciar a otros implicados. La euforia policial, al creer desbaratada total­mente la mafia, parecía justificada, aunque los hechos ulteriores se encargaron de desmentir impiadosamente aquel infundado optimismo.
El fallo judicial llegaría recién en junio de 1922 condenando, de iodos los presuntamente implicados, a Casalicchio y Sciabica a cadena perpetua, a Luis Ansaldi a diez años de reclusión, a Juan Curaba y Pedro Alessi a ocho años y a seis a Angel Terrazzino y a Francisco Ulisano. A los hermanos Antonio y Vicente Amato se los absolvió.Tres meses antes, el 7 de marzo, caerían finalmente en manos de la policía, cerca de Rosario, Esteban Curaba y Cuffaro, aunque éste (una vez más) se abrió ( imino a la libertad fugándose al día siguiente.
Reaparecería en octubre de 1923 al presentarse ante un juez para responder por el asalto al tren, al que la justicia sumó el caso Zapater. Una vez más, las contradicciones intencionadas, el silencio, la recurrencia a la pérdida de la memoria sobre el pasado y el miedo a la "vendetta", terminaron por librar a Cuffaro de una larga reclusión, pero eliminando de allí en más su nombre de los sucesivos hechos protagonizados por la mafia. También reiteradas serían, entre 1916 y los primeros años de la década del 30, las noticias sobre otro mafioso Juan Avena, que ingresaría a la cronología del delito con su orgulloso alias de "Senza Pavura" y cuyo prontuario ostentaría en 1926 entradas por lesiones, hurto, extorsión y homicidio; esta última lo llevaría a la cárcel entre 1921 y 1924. Su nombre y sus acciones delictivas iban a tener actualidad hasta ya superada la década del 30, como se verá.
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones