jueves, 2 de mayo de 2013

ENTRE YRIGOYEN Y LOLA MORA


Por Rafael Ielpi
Tanta sangre y extorsión no empañarían, sin embargo, un año después de los fastos del Centenario, un acontecimiento que tuvo el don de movilizar a una notable cantidad de rosarinos ganados por el carisma de uno de los grandes líderes políticos de la Argentina, que llegaba a la ciudad, como referente máximo de su partido, para conmemorar las revoluciones que la Unión Cívica Radical alentara (y protagonizara) en 1890,1893 y 1905.
Hipólito Yrigoyen arribó en agosto de 1911, a bordo del vapor "Londres", encabezando una nutrida delegación partidaria y su venida coincidió con un fuerte temporal de viento y lluvia que se prolongaría varios días. Monos y Monadas, que otorgó a la visita del "Peludo" una amplia cobertura periodística, haría una evaluación tan positiva como vivida de aquel día: A pesar del tiempo, del cambio brusco de la temperatura, la manifestación se celebró, y sin ánimo de alabanza, puede decirse que resultó imponente. Pocas, muy pocas manifestaciones se han realizado en estos últimos tiempos con éxito semejante. Casi aseguraríamos que ninguna, por las condiciones especialísimas en que se llevó a cabo. Después de veinte años de abstención, de vida reconcentrada, iba el radicalismo a probar sus músculos en una ciudad de tradiciones gloriosas para su historia.
En realidad, los actos habían promovido gran interés no sólo en Rosario sino en el resto del interior, sobre todo entre los correligionarios del caudillo de Balvanera, sobrino de Leandro Alem. Por eso, no extrañó la llegada a la ciudad de delegaciones provenientes de provincias cercanas como Entre Ríos y Buenos Aires, y de otras más alejadas como Corrientes, Mendoza y La Rioja. El 6 de agosto, los simpatizantes más jóvenes del partido habían realizado en el Cementerio San Salvador un homenaje a los caídos en las tres revoluciones, mientras que después del mediodía, siempre con mal tiempo, los dirigentes santafesinos se reunían en el puerto aguardando la llegada del "Londres" y su pasajero más ilustre.
Una multitud para esos tiempos se había congregado desde temprano en la Avenida Pellegrini y comenzó a movilizarse después de las 4 de la tarde, hora de llegada de Yrigoyen, para concentrarse en la Plaza 25 de Mayo, donde el líder radical se pondría al frente de la marcha que, por calle Córdoba, se encaminaría hacia la Plaza San Martín. Su nombre fue coreado con frenético entusiasmo; desde los balcones arrojábanle flores. Otra de las notas simpáticas —se lee en Monos y Monadas—, la constituyó la adhesión entusiasta de la mujer rosarina: aplaudió el paso de los manifestantes, cubriéndolos de flores. Sin embargo, la visita del luego presidente de la Nación, sería breve: a las 9 de la noche, el vapor zarpaba de regreso a Buenos Aires, con él a bordo.
El mes anterior, mientras tanto, la Municipalidad rosarina recibía, a través de su representante Camilo Aldao, 30 mil pesos que la Nación aportaba para la realización de una réplica de la estatua del
Libertador San Martín emplazada en Boulogne Sur-Mer, Francia, que estaría a cargo del francés Henri Emile Allourd. La misma, sería ubicada en la Plaza San Martín y se inauguraría el 21 de mayo de 1913. Dos años antes, en diciembre de 1911, otra estatua iba a despertar el interés y la adhesión de los rosarinos: el monumento a Sarmiento, descubierto el día 21 de ese mes, en la Plaza Santa Rosa.
El feriado provincial y municipal dispuesto por las autoridades posibilitó que el acto oficial tuviera una concurrencia nutrida que había dejado en el olvido la negativa sarmientina a que Rosario fuese capital de la República Argentina, en aras de recordar solamente su aporte a la educación pública. La llegada de Augusto Belín Sarmiento —nieto del autor de Facundo— y su familia, dio mayor trascenden­cia a la jornada, que incluiría los sones del Himno Nacional, el Himno a Sarmiento, la Marcha de San Lorenzo de rigor, y una caminata hasta el Palacio Municipal luego de la finalización de un acto poblado de escolares, señoras con sombreros de plumas y un palco decorado como correspondía a semejante monumento, realizado por el italiano Víctor del Pol.
Mucho más mundano pero no por ello menos atractivo para la gente sería otro hecho de los finales del año: la inauguración, el 30 de noviembre de 1911, de "Casa Cassini", a la que una profusa publicidad calificaba como una de las más grandes tiendas de la ciudad. El periodismo, por su parte, se ocupaba, entre acto y acto, de pedir que se morigeraran por la vía del dictado de algunas normas, ciertas costumbres que iban imponiéndose en las calles rosarinas. La Capital, por ejemplo, indicaba ese año refiriéndose al fútbol que entusiastas muchachos practica­ban en ellas: Se impone su absoluta prohibición. El diario pedía la erradicación de las calles de este deporte inglés de tanta difusión, por lo menos dentro de Avda. Pellegrini y Bvard. Oroño, y solicitaba de paso a la Intendencia y a la Jefatura Política, la aplicación de penas pecuniarias o arrestos.
Por los mismos días de la inauguración de la tienda de Cassini, en noviembre, Monos y Monadas publica la que, tal vez, sería la primera imagen fotográfica de un avión sobrevolando el Rosario. La foto muestra al frágil aeroplano pasando sobre la Catedral y la Plaza 25 de Mayo, ante una serie de personas absortas por el inesperado suceso. Fue una grata sorpresa para nosotros, decía la revista; sabedores de que un aeroplano iba a pasar por encima de la Iglesia Matriz, sobre las 8 a.m. del lunes anterior acudimos a la Plaza 25 de mayo y desde ella nuestro fotógrafo Richard Gaspary sorprendió el majestuoso cuelo del aparato, cuyo dueño dicen que es un caballero alemán que hace importantes trabajos de aeroestación en una estancia de nuestra provincia.
Sea como sea, aquella pequeña máquina voladora iba a quedar inmortalizada por la cámara de Gaspary, uno de los fotógrafos de los primeros años del siglo, que tendría a su cargo, como los hermanos Santiago y Vicente Pusso, como Carlos Boschetti, como José Riera, reflejar en perdurables imágenes el devenir de aquella ciudad poblada de inmigrantes como ellos, recostada sobre el río, cuyos paisajes ciudadanos quedaron de ese modo fijados para siempre en el papel.
Pero 1911 había comenzado, en realidad, con una noticia que interesó a todos los rosarinos: el comienzo formal de la relación entre la Municipalidad y la escultora Lola Mora, en aras de un proyecto que nunca tendría concreción integral pero que había comenzado un 27 de mayo de 1909 cuando la llamada Comisión Nacional del Centenario firma un contrato con la artista. El 27 de enero de 1911, Monos y Monadas da cuenta de una alentadora novedad: Se informa que la comisión municipal organizada para recaudar fondos para financiar el Monumento a la Bandera, ha comenzado su tarea con halagüeño éxito. La escultora Lola Mora de Hernández fue contratada para el modelado' de los bocetos y la presentación del anteproyecto de la obra. La artista lo hizo y fue contratada luego de algunas indicaciones que se le hicieron sobre el proyecto presentado.
Héctor A. Sebastianelli resumió certeramente los avatares de la frustrada empresa: La escultora finalizó su labor después de trabajar por quince años en Italia, enviando al país las principales piezas esculpidas en mármoles de Cañara. Paradojalmente, las esculturas estuvieron depositadas por años en la Aduana de Rosario, hasta que la Comisión Municipal constituida en junio de 1915 consiguió que el gobierno nacional las cediese a Rosario. Sin embargo, no prosiguieron los trabajos y recién en 1919 se formó un organismo que, a su vez, tampoco logró superar las dificultades que impedían la concreción del Monumento. En setiembre de 1923, una nueva comisión tomó posesión de las esculturas y un año más tarde dictaminó que "carecían de valor"...
El presidente Marcelo T. de Alvear, a pedido de dicha comisión, rescindió el contrato con Lola Mora el 20 de septiembre de 1925, atento al lapidario dictamen rubricado por el ingeniero Ramón Araya, quien afirmó que las obras de la escultora eran nada más que un puñado de piedras inconclusas, opinión con la que no discreparon los otros tres integrantes de la Comisión Pro Monumento a la Bandera, Alejandro M. Cañasco, Juan Álvarez y el ingeniero Luis Laporte, ninguno de los cuales (más allá de sus honrosos pergaminos) era artista plástico ni crítico de arte, por lo demás.
La escultora (a la que debe considerarse justicieramente como salteña ya que a esa provincia correspondía entonces el paraje de su nacimiento, la estancia "El Dátil", anteriormente conocida como "Las Moras", de propiedad de su padre Romualdo Mora, a dos kilómetros y medio de El Tala, departamento La Candelaria, hoy provincia de Tucumán, donde vería la luz el 17 de noviembre de 1866) fue ahijada, se afirma, del que luego sería presidente de la República, el tucu-mano Nicolás Avellaneda, formando parte ese dato de los muchos avatares y leyendas de una vida atravesada por episodios casi insólitos para su tiempo.
Sus comienzos artísticos en San Miguel de Tucumán en 1887, con un maestro italiano que se había radicado allí, Santiago Falcucci, denotan ya el talento de la joven artista, que con los 5 mil pesos abonados por el gobierno provincial por una colección de retratos de los mandatarios tucumanos, instala su primer atelier. Allí, señala Román Letjman, Lola comete la primera transgresión a una sociedad algo acarto­nada: esquiva el tejido de encaje y decide vivir gracias a las artes plásticas.
Su traslado a Buenos Aires, donde vive entre 1895 y 1897, le permite continuar su perfeccionamiento y ser incluida, a instancias de Bartolomé Mitre, en una delegación de becarios a Italia. Allí estudia y trabaja con un pintor conocido, Francesco Michetti, que valora su talento, y tiene luego una tempestuosa relación amorosa con Giulio Monteverde, que se convierte además en su maestro en el modelado y la escultura en mármol, yeso y bronce.
La suspensión de su beca la obliga a quedarse en Italia y a trabajar arduamente, vendiendo sus trabajos a veces a precio vil, hasta que la asunción de su antiguo amante, el general Julio A. Roca, otro tucumano, como presidente, le permite retomarla incluso en mejores condiciones. Alquila un "palazzo" en la Vía 20 de Settembre y luego otro en la Vía Dogall 3, y se convierte en una figura notoria de la vida cultural y social de la capital itálica, codeándose con la realeza tinto como con la bohemia artística.

Tres premios obtenidos en concursos internacionales, entre 1899 y 1900, la afirmarán en el brillante pero difícil camino que se había impuesto. En 1899, con el dibujo "Autorretrato",gana Medalla de Oro en París, que recibe en solemne acto a orillas del río Sena. En 1900, desde Tucumán, le encargan los bajorrelieves para la Casa de la Independencia y el Monumento a Alberdi. Sus trabajos cobran notoriedad en el Viejo Continente. Europa le abre sus puertas y la crítica le brinda cálidos elogios convirtiéndola en artista favorita de la Casa de Saboya, bajo la protección de la Reina Margarita de Italia. Artistas como el poeta Gabriel D'Annunzio, a quien enseñó a bailar tango, o el escultor Augusto Rodin, que alababa la belleza de sus ojos, visita­ban su taller, instalado en un palazzino de la Vía 20 de Setiembre, cerca de la fuente de Trevi.
(David Antonio Sorich: "Alguien para recordar", en revista Miradas, octubre-noviembre 1996, Salta)

Es en esa residencia romana de Vía Dogal, parte de la cual Lola transforma en su taller, donde bocetaría su legendaria Fuente de las Nereidas, su obra más famosa y la que le traería las mayores amarguras por las críticas de una sociedad porteña pacata e hipócrita, y por las polémicas que generara el emplazamiento del grupo escultórico, que no sería ubicado en la Plaza de Mayo, como se proyectara originalmente, ni en el Paseo de Julio sino en la Costanera Sur, ante el escándalo y las críticas de muchos, que alcanzarían tanto a Lola Mora como al intendente porteño Bullrich, que avaló su trabajo, inaugurado en mayo de 1902.

El 21 de mayo de 1902, a pocos metros de la Casa Rosada, se corrió el velo que cubría la Fuente de las Nereidas. Los tritones, exacta copia de los cuerpos desnudos del esgrimista Greco, el marqués de Sangiovanni y el hijo del embajador uruguayo en Italia (todos amigos conocidos por Lola cuando trabajaba en el palacio de la Vía Dogal 3), miraban con desparpajo a las enjutas mujeres y a los almidonados hombres que habían concurrido con polainas y galeras a la inauguración. La fuente era considerada una curiosidad por parte de los porteños y los domingos soleados los caminantes pasaban sus horas observando las elocuentes formas de la diosa Venus. Pero con el correr del tiempo, las Nereidas comenzaron a sufrir los desmanes. El calvario de la fuente había empezado. No sólo se la pintarrajeaba en las frías noches sino que un extraño murmullo —después fue un alarido— originado en las casas de la alta sociedad, predicaba que la controvertida obra no pertenecía a Lola Mora. La artista callaba y seguía trabajando...
(Román Letjman: "Lola Mora: la pasión que atravesó el mármol", en revista First, N° 16, enero de 1988)

Entre 1905 y 1915, algunos triunfos internacionales en importantes concursos llevan su prestigio a extremos poco menos que inimaginables para una artista en esa época. Lola esculpe, a instancias de Roca, varias obras para el nuevo edificio del Congreso Nacional (dos leones y una imagen de la Libertad, entre otras) y gana los certámenes para realizar los monumentos a la Bandera en Rosario y a Nicolás Avellaneda. Mientras tanto, en junio de 1909, su azarosa vida sentimental se remansa en el matrimonio con Luis Hernández, un funcionario del Congreso, que a su condición de hijo de un ex gobernador entrerriano, el doctor Saba Hernández, sumaba nada menos que otro parentesco envidiable: el de sobrino nieto del autor del Martín Fierro.

Fueron los mejores diez años de su existencia, donde el amor y el trabajo completaban sus horas. En 1915 el horizonte empieza a nublarse cuando un puñado de legisladores radicales, socialistas y conservadores califican a sus obras emplazadas en el Congreso de verdaderos adefesios. Detrás de la crítica se esconde la maniobra política. Es que el general Roca ya había muerto —y con él una forma de entender el conservadurismo— y los enemigos de siempre comenzaron a cazar a sus deudos. Todo el mundillo político conocía los lazos sentimentales que unieron a Lola con Roca y por ello se convirtió en un blanco perfecto. Las obras del Parlamento fueron sepultadas en un galpón municipal; la fuente fue trasladada a la inhóspita Costanera Sur y el Monumento a la Bandera —ya esculpido— es desmembrado y desperdigado por todo  Rosario. En 1917 se separa de su marido, en 1918 Las Nereidas comienzan a sufrir la acción disolvente del río y en 1921 los presidentes de la Cámara Baja y del Senado deciden exonerar a las estatuas y a los leones remitiéndolos al interior del país.
Letjman: Op. cit.)
Ya en la década del 20, sus sinsabores con el arte y la incomprensión vengativa del medio la llevan a aventuras diversas en procura de algún rédito económico: una propuesta de proyección diurna de cine al aire libre; una experiencia de explotación y comercialización de petróleo y metales nobles en la provincia de Salta. Ricardo Alonso señala la existencia de los socavones de exploración y los rudimenta­rios hornos fabricados por Lola Mora en las quebradas Cueva del Ne- gro y las Bateas, en su búsqueda del "oro negro".

También encaró la minería, buscando minas de oro en la Quebrada del Toro y en la Puna. La férrea dama, convencida de los recursos del sub­suelo salteño, exploró metales preciosos aguas arribas de la Quebrada del Toro, donde llegó con sus herramientas, su perro Bimbo, ovejero de raza" y tres peones de Rosario de Lerma: Nicanor, Julián y Miguel. Más tarde se internó en la desértica Puna, donde pidió cáteos en la localidad de Cores. Allí, ella sospechaba que podía encontrarse algo importante, ya que esas minas habían sido explotadas por los indígenas y luego por los conquis­tadores. El tiempo le dio la razón, puesto que hace un par de años, las per­foraciones de Fabricaciones Militares alumbraron un importante depósito metálico, cuyas reservas se estiman en varios millones de toneladas y su precio en varios millones de dólares.
(Ricardo N. Alonso: "El espíritu geológico de Lola Mora", en El Tribuno, Salta, 25 de enero de 1993)

Los años posteriores a 1927, cuando ya se encuentra al borde de la desnutrición, fueron de penurias e indiferencia de la sociedad hacia la artista. Sin recursos, con afecciones de salud, vuelve a radicarse en Buenos Aires y vive en casas de hermanas y sobrinos, en medio de la escasez. En 1933, se realiza una suscripción pública para ayudarla y en 1936, el Estado le otorga una pensión más simbólica que efectiva. Ese último año vuelve a convivir con Luis Hernández, tras diecinueve años de separación, pero pocos días más tarde, pobre y amargada muere la artista cuyas estatuas para el frustrado monumento rosarino encontra­ron por fin emplazamiento definitivo.

¡Ahí va la loca!, le gritan cuando Lola atraviesa los pastizales de la Costanera Sur para observar y tratar de cuidar su fuente. En el colmo de la desesperación, muerta de hambre, detiene a los transeúntes y les pide su paraguas: "Es para tapar a la fuente", dice en un lamento. Pocos sabían que la humedad del río y las filtraciones del agua habían empezado a destruir a los tritones y manchaban para siempre a la Diosa del Amor. Nadie le hace caso, todos los porteños esquivan su perdida mirada. El 30 de mayo de 1936 se reconcilia con su marido y una semana después, el 1 de junio, muere por inanición...
(Letjman: Op. cit.).

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones