lunes, 2 de agosto de 2021

TORMENTA EN LA CATEDRAL

 


Por Osvaldo Agüirre



Hace aproximadamente siete meses, un grupo de sacerdotes de la tradicionalmente tranquila diócesis de Rosario tomó de pronto conciencia de que en la misma había algo muy importante que hacer: impedir, por los medios que fueran necesarios, que continuase trabada la renovación de la iglesia local. La situación no fue analizada someramente: a la luz del Evangelio y los documentos conciliares, los sacerdotes estudiaron y reflexionaron el arduo problema. El fruto de todo eso sobrepasó las meras declaraciones: se redactó el documento que, como sentido de colaboración", fue elevado al arzobispo de Rosario, monseñor doctor Guillermo Bolatti, en forma rigurosamente secreta.

Fuentes bien informadas aportaron después un dato singularmente preciso: monseñor Bolatti, sin embargo, habría violado el secreto pronunciando, durante una reunión mantenida con otros sacerdotes, el nombre de uno de los firmantes del documento, al que tomó como manifestación de enfrentamiento sin comprender el carácter de cooperación con su tarea, con que le fue presentado. A ello se sumó otro detalle importante: en la misma reunión se acusó de sembrador de odios" a un sacerdote excelente (el padre Néstor García Gómez, de barrio Godoy), profundamente encarnado en su comunidad, quien, junto con los laicos del lugar, había logrado constituir una auténtica comunidad cristiana, "una comunidad de amor", declaró a BOOM uno de los sacerdotes firmantes del primer documento.

El problema adquiría, entonces, una dimensión superior a los simples linearnientos pastorales, para convertirse también en un problema de justicia", según la opinión de sectores próximos a los sacerdotes rebeldes. Una reunión posterior, a la que asistieron muchos de los después renunciantes, trajo una novedad: estos últimos solicitaron a monseñor Bolatti la calificación de los juicios emitidos, sobre todo los dedicados al párroco García Gómez. El silencio del obispo de Rosario fue, no obstante, inapelable.

De allí en adelante, el conflicto se agudizó: los cinco sacerdotes españoles que se encontraban cumpliendo su misión evangélica en la diócesis de Rosario deberían regresar a España aunque el obispo, por convención con los sacerdotes cuestionantes, permitiera luego, teóricamente, el regreso de cuatro de ellos sin condiciones y el del padre García con algunas condiciones difíciles de cumplir: abandono de su trabajo como obrero manual, en el seno de la comunidad, y respuesta escrita a dos demandas claves: cual era el concepto del sacerdote español sobre la obediencia y cuál su definición y alcance de la participación pastoral, dos de los elementos actualizados por la tarea sacerdotal de los padres viajeros.

Tampoco la Ocsha (Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana) supuso nunca los conflictos y complicaciones que sus casi siempre jóvenes enviados traerían a las apacibles diócesis americanas: los conflictos más agudizados de los últimos meses (Perú, Argentina) tienen como actores, principales o no, a sacerdotes venidos de la Madre Patria, quienes parecen ser los que han encarnado mejor en la tarea misionera los postulados de la nueva Iglesia, con una integración absoluta y sin privilegios en sus comunidades, con una visión realista y politizada de los problemas sociales y económicos de América latina, y con la suficiente temeridad para convertirse, muchas veces, en abanderados reales de las justas demandas de sus pueblos.Y a la misma Ocsha, vencido el contrato de cinco años que esa organización extiende a sus sacerdotes para desempeñarse en América, se dirigió el obispo de Rosario a fin de plantear la necesidad del destierro de su diócesis del "rebelde" García Gómez. Por cartas remitidas por los padres españoles, se conoció la maniobra: a espaldas de ellos mismos y de lo convenido, monseñor Bolatti les prohibía el regreso a Rosario.


En el principio fue América Las maniobras llevadas a cabo por e. largo e inflexible silencio mantenido desde su asunción del cargo n las reiteradas negativas a otorgar facilidad a gestiones que aliviarar jerarquías mayor y menor (el arzobispo hizo oídos sordos al petitorio disidentes para realizar una semana de reflexión pastoral, similar a las en todo el mundo y en muchas diócesis argentinas después de febrero de 1968 y negó terminantemente, asimismo, a comentar los alcances de la encíclica Populorum Progressio, lo que le había sido solicitado por la CGT rosarina) y la diálogo alguno entre las partes, decidieron a los rebeldes a intentar renuncia a sus cargos.

La sorpresiva ebullición del conflicto no tiene, sin embargo. razones secretas. Timidamente al comienzo y en forma pública después, el clero de toda América ha ido gestando y haciendo conocer, desde hace unos años, los esquemas de una verdadera revolución, que amenaza no sólo las antiguas estructuras de la tradicional conservadora del continente sino la tranquilidad misma de las estructura de sistema político, social y económico que la sustenta. Los fines no son, sin duda ajenos postulados primeros del cristianismo retornar al pueblo de Dios a la senda- dad y la pobreza de sus Padres, hacerlo renunciar a todo privilegio Desmentir la seguridad de que se busca una Iglesia de los pobres a quienes ella acoja piadosamente sino una Iglesia pobre ella misma, esperanzada no en el mundo y en sus riquezas, en su prestigio o en sus obras, sino sólo en Cristo", como postulaba en la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín el arzobispo, Juan Landázuri Ricketts, paradójicamente el más cuestionado de este momento por sus sacerdotes.

Lejos estaba Pío XII en septiembre de 1955, en días coincidentes con la caída del régimen peronista en la Argentina, de suponer los alcances y trascendencia que tendría para su Iglesia la aprobación que otorgaba a la Conferencia Episcopal Latiameicana. Tampoco Paulo VI al recomendarle diez años después que "no es suficiente tener en cuenta la doctrina social de la Iglesia y enseñarla en abstracto" ya que “ es necesario fomentar la aplicación en las situaciones reales" imaginó que las conclusiones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam) de 1968 superarían sus propios deseos, identificándose vivamente con la realidad subdesarrollada y paupérrima de los pueblos americanos, todavía en gran parte ilusionados y engañados por el fetichismo, la superstición, la política al uso y el boato, este último para nada ajeno a la escenografía de la iglesia tradicional.

Pero los mismos basamentos económicos y políticos permitieron también, además de la solidificación de la clase eclesiástica tradicional, el paralelo entendimiento entre ambas categorías: la política y la eclesiástica. Muchas veces, no sólo en los últimos cinco años, sino desde hace décadas en esta parte del mundo, la Iglesia estuvo siempre en apoyo de los gobiernos, ya fuesen civiles o nacidos de asonadas más o menos sangrientas. Por eso, los últimos llamamientos del clero renovador parecen minar también ese entendimiento placentero y bucólico (aunque obviamente interesado): casi terroristas suenan, entonces, las palabras contenidas en el petitorio que veintiún sacerdotes dirigen al presidente Ongania el viernes 20 de diciembre de 1968, en el cual, al solicitarle al gobierno que detenga los proyectos de erradicación de las "villas de emergencia", confirman: "No dejamos de reconocer que su libertad de acción está claramente delimitada por fuerza poderosas que, desde el extranjero, dirigen nuestra política económica".

De ese enunciado obvio, a la rotunda afirmación del obispo dominicano de Santiago de Caballeros ("El hambre es en nuestros territorios el pan de cada día") hay apenas un paso. Y a partir de las dos premisas se desenvuelve la acción militante de la nueva generación religiosa y realista, empecinada en extremar hasta sus últimas consecuencias las exhortaciones papales y conciliares, que reclaman, sin medir las consecuencias ulteriores del reclamo, una Iglesia entroncada en la realidad del mundo donde se desenvuelve.

La praxis antes que la teoría Parte del clero argentino menos esclerosado, los obispos Podestá, Devoto y Quarracino, habían planteado sin ambages su negativa a aceptar las claras relaciones Iglesia-Estado en la Argentina, vínculo indefendible por la jerarquía eclesiástica, si se atiende a la caótica realidad social del país en los últimos años. Ya los obispos brasileños, en cierta medida líderes del movimiento americano (Dom Helder Cámara, de Recife; Dom José Tavora, de Aracajú y Vicente Scherer, de Porto Alegre), asumían plenamente en la práctica los teóricos preceptos de la renovación, por medio de una activa y material integración en la comunidad y sus problemas. "La praxis antes que la teoría", mandato del primado de Chile, Raúl Silva Heriríquez, era tomado al pie de la letra por la nueva corriente.

La venida de Paulo VI a América, para asistir a las ceremonias orquestadas para el Congreso Eucarístico de 1968 en Bogotá no hizo sino agudizar las contradicciones y resquebrajar la todavía indecisa ligadura de muchos de los sacerdotes jóvenes con la Iglesia americana. La repetición, mínimamente amenguada por esas olas de protesta sorda y por las discusiones en el seno de la familia eclesiástica, del boato de una liturgia adornada con los más variados matices de la espectacularidad, justamente en uno de los países donde el subdesarrollo alcanza niveles deprimentes, no hizo más que reflejar con nitidez, a posterior, las hondas grietas soportadas por la hasta entonces indivisible estructura secular. Dato ejemplificador: la Celam, reunida en Medellín en septiembre de 1968 contrastaba, pese a la mayoría renovadora instalada en su seno, con un congreso paralelo y tanto más realista que la Conferencia: el Congreso de la No Violencia, al que asistieron laicos y sacerdotes, estructurado no para "la simple enunciación de principios" sino para que los pastores convivieran con la pobreza y ella les imprimiera también su sello ignominioso.

También en Medellín y en el mismo congreso, el padre Gabriel Díaz Duque enumeraba a un semanario argentino una realidad tan alarmante como peligrosa para el poder tradicionalmente pacífico de la Iglesia americana: 'Ha terminado el diálogo con los poderes constituidos —sentenció el sacerdote con claridad— y este es el momento de pasar a la acción no violenta. Cuando también se agote este camino, tendremos que lanzarnos a la guerrilla. Pero es temprano todavía y quizá la Iglesia impida la hecatombe". No tan violentos pero no menos significativos medios utiliza, en cambio, desde hace unos años, la categoría sacerdotal argentina para mostrar las señales de la misma división, al parecer irreparable. La aparición de curas obreros (el padre español García Gómez en Rosario es un ejemplo) y de misioneros rurales comienza a enturbiar la calma de la Iglesia argentina. Los sucesos de los últimos días de 1968 confirman el difícil panorama: después de casi medio siglo sin que se produzca una alteración semejante, los sacerdotes de Goya, a instancias de su obispo, Alberto Devoto, suspendieron la celebración y oficio de la tradicional misa del gallo, reemplazándola por la lectura de un manifiesto elaborado por los sacerdotes de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen en Wilde, provincia de Buenos Aires, condenando el silencio "como una traición a la dignidad del hombre".


Paralelamente, ayuno y penitencia congregaban en diversas capillas e iglesias bonaerenses a la joven guardia eclesiástica, respondiendo a los postulados serenos Pero no menos oIjetivos de la Conferencia Episcopal de Medellín, aunque con caracteres más dramáticos, ya que denuncia el "imperialismo internacional, las miseral1es condiciones de hambre y precariedad en que viven los pueblos americanos y las represiones policiales e intervenciones del gobierno en los sindicatos".

Esa verdadera agitación de conciencias católicas había comenzado, sin muchos meses antes: en marzo de 1968, el obispo de San Isidro, en Buenos Aires, monseñor Aguirre (un ambiguo posconciliar), decide que cesen en su ministerio lados españoles de su diócesis. El adjetivo endilgado a los mismos es revelador: "agitadores". Simultáneamente y sin una aparente conexión de causas, estallan divergencias entre el clero y los poderes públicos en San Luis, Tucumán y Corrientes y se renuevan, en los días previos a Nochebuena y Navidad, las expresiones de protesta pasiva aunque con una concurrencia inusual: 3 mil fieles de Reconquista, comandados por el cura de su Catedral, el padre italiano Antonio Pierini, realizan una huelga de hambre como protesta por las pésimas condiciones socioeconómicas en que se desenvuelve la vida comunitaria en la zona, ante la cesación de las fuentes de trabajo tradicionales.

La adquisición de estado público de esos enfrentamientos internos explica los esfuerzos de la jerarquía superior por restar impulso e impedir la propagación del movimiento renovador: incluso el primado de la Argentina, cardenal Caggiano, se ocupa del problema de los curas obreros, en declaraciones en diarios porteños, eludiendo hábilmente todo ataque directo pero dejando sentado el peligro que para el mantenimiento del orden eclesiástico podían llegar a tener experiencias semejantes.

La contrafigura en América frente a esta manifestación de los sectores tradicionales, siguen siendo las explosivas declaraciones del arzobispo de Recife, Dom Helder Cámara: No puedo aceptar la violencia de los privilegiados y de los opresores que ya está instalada en América latina y que es la causa de casi todas las revueltas armadas. Es la violencia de una minoría que siembra la esclavitud y la ignorancia, que empobrece sin misericordia a las mayorías". Esos mismos argumentos fueron también los que impulsaron al párroco de Villa Quinteros, en Tucumán, el padre Fernando Fernández Ruiz, en la segunda quincena de marzo de este año, a constituirse en cabeza de un movimiento popular que exigía irrisorias conquistas: apenas, la instalación de nuevas fuentes de trabajo en la villa, reemplazando al antiguo ingenio San Ramón, definitivamente desmontado hace dos años. El párroco Fernández no estaba solo: el 21 de marzo, el obispo de Concepción, monseñor Juan Carlos Ferro, terciaba en el problema al sentir la necesidad 'como pastor de Dios, de tomar la palabra y hacerse eco de los pueblos que hoy sufren, ante las autoridades civiles,a fin de que se dé una pronta solución a los agudos problemas que los aquejan": las dos figuras de la Iglesia no tuvieron aparente éxito, dado el silencio posterior de las autoridades tucumanas, presididas por el cursillista Roberto Avellaneda. Mejor resultado, en cambio, obtuvieron los habitantes de los pueblos del norte santafesino, en los alrededores de La Gallareta, ex feudo de la tristemente famosa La Forestal, al amenazar al gobierno 'provincial con una marcha de hambre y protesta hasta la Casa de Gobierno en Santa Fe, marcha en la que intervendrían también los sacerdotes del lugar: el presidente Onganía delegó el problema en atareados asesores que ya se encuentran en la zona, estudiando los problemas de esas comunidades.

Lo que el diluvio no perdona Pero la ola de conmoción intestina de la Iglesia americana continúa. El 22 de marzo, diez sacerdotes peruanos, entre los que se contaban también párrocos españoles de la diócesis de Trujillo, elevaron sus renuncias al arzobispo Carlos María Jurgens, en solidaridad con sus compañeros los sacerdotes Marino Cortés, Gonzalo Martín y Carmelo Boni: estos tres, integrantes de la fracción renovadora del clero peruano, fueron sancionados con la separación de sus cargos por el arzobispo, al haber concurrido a reuniones de una institución religiosa que defendió y apoyó una huelga obrera, culminada con la ocupación de la catedral de Trujillo. Mientras tanto, el arzobispo Jurgens —siguiendo una costumbre que se mantiene unánime en los altos cargos de la iglesia americana— contestó con el más absoluto mutismo.

El mismo mutismo presidió el caso del obispo coadjutor, monseñor Mario Renato Cornejo Radavero, renunciante a su cargo según la Santa Sede y presuntamente instalado en Buenos Aires. La sorpresiva declaración de Ramón Fernández Trevifio, hecha en su domicilio de Córdoba 652 de la Capital Federal puso, un día después (23 de marzo), las cosas en su punto verdadero: "Puedo decirles que es verdad —manifestó a la prensa—que mi hija Marta se ha casado". La noticia del casamiento de una hija no tendría ninguna trascendencia si el desposante no hubiera sido, como en el caso Treviíío, monseñor Ravadero. Los sucesos continuaron a ritmo acelerado: otros diez sacerdotes peruanos, a cuya cabeza se halla el sacerdote español Cortés, se sumaron a la primera decena renunciante, al suspender el arzobispo Jurgens a siete de los integrantes del llamado movimiento de intervención social. Los fundamentos de las nuevas renuncias apuntan a críticas más personalizadas: impugnaoión de la política socioeconómica de la elevada jerarquía peruana, comandada por el cardenal Juan Landázuri Ricketts.

El padre Cortés apresuró, sin embargo, la definición de los alcances del movimiento renovador, desechando la denominación de "liberales", dictaminada por las autoridades superiores. La marcha en protesta por la construcción del lujosísimo Country Club de Trujillo, verdadera bofetada en una zona tradicionalmente sumida en el olvido y la miseria, y la participación activa en las huelgas promovidas por lbs trabajadores, prueban que los sacerdotes (once de los cuales son también españoles) aún cuando se nieguen a reconocerse como movimiento organizado, están dispuestos a seguir con esa conducta, en el convencimiento "de que estamos en el buen camino", de acuerdo a las declaraciones del padre Cortés.

La aparición, en varios de los momentos del conflicto y en declaraciones de los sacerdotes, del nombre del padre Camilo Torres, tiene significados más alarmantes aún para la Iglesia tradicional, a la que no tranquilizó del todo la afirmación del padre Cortés de que no consideran necesariamente obligatorio convertirse en guerrilleros para lograr sus objetivos. Más lejos de la realidad y del compromiso (no participó en el movimiento pese a ser párroco de la Iglesia de San Martín de Porres en Trujifio) parecen estar las declaraciones del titular del templo del "santo de las escobas" cuando definitivamente condenó al movimiento peruano a ser 'un diluvio en un vaso de agua”.

Rosario, la heredera Las extensas noticias publicadas por los diarios del país el domingo 16 de marzo último dieron la pauta de que el conflicto entraba, finalmente, en sus momentos más críticos: es que ese día, veintisiete sacerdotes (los padres Amiraffi, Arroyo, Canavera, Clavijo, Giarnello, Ferián, Ferrari, Larrambere, Lupori, Mallarría, Maurizi, Medina, Muré, Parolo, Luis y Francisco Parenti, Pecci, Praolini, Presello, Rolandi, Sinoba, Sonnet, Tettamanzzi, Toledano, Torres¡ y Varea) elevaban a monseñor Bolatti las renuncias colectivas a los cargos que desempeñaban en la diócesis de Rosario, cargos que iban desde las parroquias a las vicarías, capellanías y cátedras en seminarios y universidades católicas.

Los términos del documento de renuncia no hacen sino repetir los cargos de inoperancia e intolerancia apuntados anteriormente: "Mientras usted promete «visitar las parroquias» con el objeto de tomar contacto más estrecho... con los fieles de instituciones, usted se niega a recibir instituciones y comunidades que sufren gravísimos problemas, y hasta pretende acallarlas —en reiteradas ocasiones—, con la fuerza policial". Esta última, y grave, aseveración no era, por los hechos, nada gratuita: después de la partida del párroco de barrio Godoy, el sacerdote español García Gómez, monseñor Bolatti delegó en un adicto, el padre Juan Casey, la difícil tarea de reemplazar al ausente. La tendencia notoriamente conservadora del nuevo pastor no dejó de cristalizar en seguida, en desfavor de la empobrecida comunidad del barrio. El padre Casey decidió retirar de circulación las renovadoras formas del ministerio de su predecesor reimplantando nuevamente los derechos arancelarios para algunos servicios religiosos (casamientos, funerales), que habían sido saludablemente desterrados por el padre García.

Tales medidas, por cierto, no hicieron sino encauzar más aún las firmes convicciones de la barriada con respecto a la inflexibilidad de la jerarquía superior. Ya al producirse el .alejamiento de su pastor, los representantes de la grey de barrio Godoy intentaron infructuosamente que el obispo modificara su actitud de relevar al padre García: no sólo no fueron recibidos por Bolatti sino que (el 26 de enero último) tuvieron que enfrentarse con la extemporánea presencia policial, que los desalojó sin miramientos de los alrededores de la Curia.




Fuente: Extraído del Libro “ BOON la revista de Rosario” - Antología . La Chicago Editora. 2013.