viernes, 4 de septiembre de 2020

PRIMERAS IMAGENES



Por Héctor N. Zinni 


Nací (¡cómo no voy a nacer!) nueve meses después que se pusieran de acuerdo mi papá y mi mamá. Fue en octubre de 1934, el día 9 para dar más detalles: fue a las 8 de la noche y durante una gran lluvia. El día de mi nacimiento, pero en 1547, había recibido las aguas bautismales en Alcalá de Henares, nada menos que don Miguel Cervantes Saavedra, inmortal autor de Don Quijote. Además, hubo de nacer en este mismo día y mes, en 1821 y en Gibraltar, el célebre historiógrafo Antonio Zinny a quien le debemos, entre otras obras, su Historia de los Gobernadores de las Provincias Argentinas. 

Este día, mes y año fue sancionada la Ley de Parques Nacionales, creándose automáticamente el de Nahuel Huapi. Pero no termina aquí la cosa. Como que también este día, mes y año, fue fusilado en España el sacerdote argentino Héctor Valdivieso Sáez, canonizado por el Papa Juan Pablo II el 21.11.1999 como primer santo argentino, cuyo nombre —primero y único en el santoral católico— es conmemorado desde esta última fecha. Por ende, quien esto escribe ha tenido que esperar 65 años para conmemorar, bajo el nombre de dicho santo, que es el suyo propio, el 9 de octubre.1 

Pero, dejemos las coincidencias y sigamos adelante. Los recuerdos de mi infancia empiezan temprano, a los cuatro años yendo con mi progenitor al Cine Real para escucharlo cantar a Agustín Magaldi. A los cinco, enterrado en la arena con sólo la cabeza afuera, mientras los otros chicos bailaban alrededor, como si fueran indios. Resultado: un enfriamiento y descompostura de estómago. Me salvó la vida un conocido médico rosarino de apellido Celoria. 

A los seis y a los siete, los juegos a baldazos de agua en Carnaval. La escuela particular primaria en la Iglesia de la Inmaculada Concepción. Con ocho cumplidos mi ingreso a la escuela Nacional Nro. 56 "Almafuerte" donde cursé los seis años correspondientes, siempre con la misma maestra, la señorita Sofía. Recuerdo el aroma del picadillo que hacía mi mamá cuando preparaba sus inolvidables empanadas y el sabor de aquel turrón que me hizo con pepitas de damascos que yo junté en General Pico—La Pampa—en uno de los tantos viajes que hicimos para visitar a mis abuelos maternos: don Cayetano Dómina y doña Providencia Sottile. 

Mi abuelo tenía en Pico un quiosco de golosinas y cigarrillos que estaba en el extremo de una avenida céntrica. Era de esos redondos, con ventanas alrededor. Yo salía temprano por las mañanas con mi abuelo rumbo al quiosco, caminando o trotando a su lado con mis nueve años y de pantalón corto, por aquellas calles de tierra que hoy no existen más. 

Una vez llegados, mi nono retiraba los postigos, que se cerraban desde adentro con las consabidas mariposas y la barra de afuera. Nos instalábamos. El sitio era más bien estrecho y no ofrecía más variantes que mirar por cada una de las ventanas, yo ya leía, pero mi abuelo tenía solo ejemplares del famoso "Qué le dijo?", que ya me había leído varias docenas de veces. En lo alto, entre cajas de caramelos, algunos ejemplares de Las Mil Una Noches de la editorial TOR a la que no tenía acceso porque mi abuelo me decía que esa obra no era para chicos. Con los años la leí. Era una versión completamente expurgada. 

El pasar en aquel quiosco era para mi bastante aburrido, y eso que era yo quien quería estar allí. Tal vez lo que más me gustara era trotar junto a mi abuelo por las mañanas hasta llegar a aquella construcción circular que parecía más bien un oasis en medio del desierto que significaba aquella avenida por donde no pasaba nadie, al menos en horas tempranas. Por ahí se arrimaba algún comprador y adquiría un paquete de cigarrillos o de pastillas Biliken que en Rosario no se conocían porque aquí imperaban las de fabricación local: Anta o Meterete. Cuando no daba más de tan aburrido que estaba, me volvía a casa, previo acuerdo con mi nono. Yo me sabía de memoria las calles y no me perdí nunca. 

De aquellas visitas a la casa de mis abuelos en Pico, recuerdo muchas cosas, entre ellas la mesa larga en la cocina para dar cabida a todos mis tíos, que, aunque casados y con vivienda, venían los fines de semana a comer con los viejos. Recuerdo también la bolsa, que colgada detrás de la puerta de la cocina, guardaba un pan crepitante y calentito, lo mismo que la galleta criolla de exquisito sabor que servía para mi desayuno en aquella mesa. Colación que consistía en un enorme café con leche servido por mi abuela en una taza grande, enlozada, acompañada con galleta criolla o pan casero y manteca. 

En aquellos años 40 mi espíritu ya era inquieto e investigador. Recuerdo cuando vestido impecablemente de blanco, mientras llegaba el momento de salir con mis padres y mis tíos Salvador y María, me fui acercando a una laguna que se había formado en el terreno que estaba frente a la vivienda de mis abuelos. Entré en contacto con el agua, primero fueron los zapatos hasta que el barro los cubrió. Luego fui avanzando y me embarré los pantalones también. Llegué hasta la mitad de la laguna. Así, todo embarrado me sacó mi madre quien no solamente me lavó y me cambió de ropa sino que me llevó de paseo con la paliza puesta.2 

Mis abuelos paternos, al igual que los otros, también eran italianos. Y eran igualmente pobres. Vivían como caseros de la Escuela Técnica de Maquinistas Carlos Gallini, en la cortada José Martín, ubicada en la calle Tucumán entre las de Vera Mujica y Crespo. Cortada, por otra parte, que los vio llegar de recién casados y donde ocuparon una casilla de madera bajo unas higueras en el fondo de la calle que terminaba abruptamente en un paredón lindante con los fondos de los Garassino. 

Cuando mis tíos partieron hacia sus destinos y quedaron los dos más chicos _Felipe El Pibe, y Emma —doña Carolina— que era mi abuela—al llegar la época de las brevas mandaba al varón a vender higos con una canastita a Pichincha, y sin nombrar el famoso barrio le decía: "iAndá a vender los higos allá!"... Ella lavaba ropa y mi abuelo, que había sido carnicero con poca fortuna, la oficiaba de peón estibador en la firma Castagnino Hermanos. Triste destino, en verdad, el de aquel matrimonio de gringos que no hicieron la América. 

Desde que mi abuelo —don Felipe— se cayó de una estiba en el depósito de los Castagnino, no pudo trabajar más. Caminaba apoyando en un bastón su pierna rota y recordaría, sin duda, la carta elogiosa que le mandó la firma al despedirlo sin ningún tipo de indemnización. Doña Carolína, de gruesa voz y tono bajo, era la matrona indiscutida. Don Felipe, como contrafigura, un santo. Ella oriunda a Alessandria, en el Piamonte, él abruces, de Casalbordino provincia de Chieti. El norte y el sur de Italia representado por una pareja que se conoció y se casó aquí. 

Mi bisabuelo, que, al parecer, tenía como oficio pasado el haber sido contrabandista entre Italia y Yugoeslavia, había prohibido el matrimonio: "No habrás de casarte con ese negro", habría expresado más o menos a su hija Carolina, de dieciséis años entonces. Pero ella, heredera de las mismas agallas del padre, fue a visitar a una tía y le dijo: "Si no me dejan casar, me escapo con Felipe". Se hicieron los arreglos y el matrimonio tuvo lugar. En el acta correspondiente, el oficiante y los testigos dejarán aclarado que el novio o sabe leer ni escribir". La novia, en cambio, estampará su firma en forma trabajosa, con infantil caligrafía. 

Y vinieron los hijos. Mi padre, nacido el 22 de octubre de 1903, será el mayor de un total de nueve. Dos morirán pequeños: Pedro y Héctor, de ahí que tenga un primo de nombre Pedro y a mi me hayan puesto Héctor por aquel tío fallecido, así como Nicolás por mi padre. Los otros hermanos: José, Adela, Rosa, Ramón —Satanás—, Emma y Felipe que aún vive, pasarán por la vida con sus aciertos y con sus errores, como todo el mundo. 

Yo recuerdo a estos nonos con cariño, pese a que eran de no mucho hablar y poco demostrativos. Cuando enfermó mi abuela de cáncer y recién a último momento dijo que se sentía mal, yo creí curarla con una pequeña pieza del 'pan de la salud" que me habían dado en la Iglesia de la Inmaculada Concepción donde me mandaban a aprender catecismo. Mi nona estaba en la cama (la estoy viendo) arropada y boca abajo. Yo me presenté y le di de comer el pancito aquel, que parecía un bollito con anís. 

Ella masticó un trozo yme lo agradeció mirándome con aquellos enormes ojos azules que tenía. Una semana después era operada por el doctor Rafael Babbini en el Hospital Roque Sáenz Peña, de Rosario. Apenas si sobrevivió a la operación. Corría 1943. Un día me dijo mi tio Ramón - Satanás— que yo no iba a ir a la escuela porque había fallecido la nona. Recuerdo todo aquello. El velatorio en la casa de la Escuela Carlos Gallini. Mis tías Adela y Ema repartiendo corbatas negras y cosiendo los lutos en las mangas de los sacos. El impresionante ruido de los caballos del servi0 fúnebre golpeando con sus cascos el empedrado. Y los llantos. Los propio y los ajenos como los de las vecinas, entre ellas, el de Doña Felisa vecina amiga y comadrona de Carolina. Se habían ayudado entre ellas a parir 10 hijos. Por eso todos estaban cortados por la misma tijera. 

NOTAS 

1. El 5 de marzo de 1934 cantaba Gardel desde la NBC de Nueva York mientras sus guitarristas Barbieri, Riverol y Vivas lo acompañaban auriculares mediante— desde los estudios de la porteña Radio Rivadavia, aunque salen al aire por Splendid, repitiéndose la experiencia el 17 de agosto, y el año siguiente el 15- de marzo. El 15 de abril del mentado 34, ya desvinculado de julio De Caro, debuta el bandoneonlsta Pedro Uurenz —Blanco en los papeles— al frente de su propia orquesta y se suma otro bandoneonista, pero además cantor: Francisco Florentino, a la orquesta de Roberto Zerrillo. El 14 de julio fallece, camino a su casa, el famoso músico porteño de la Guardia Vieja, Juan Maglio, Pacho. este año el cine nacional da a conocer la película idolos de la Radio, con Ignacio Corsmi y Ada Falcón en los papeles estelares. 

El 30 de julio graba Gardel el tango que le pertenece, con letra de Alfredo Le Pera: Mi Buenos Aires Querido. De este mismo año son los tangos El arranque, con letra de Gomila y música de julio De Caro, quien lo lleva al disco con su orquesta el 4 de enero; No aflojes, de Batistella, Maffia y Piana; Vidanía, de Emilio y Osvaldo Fresedo; El Pescante, de Manzi y Piana, y Cambalache, de Enrique Santos Discepolo. Además este año cuenta con dos sucesos notables: la llegada del Graf Zeppelln y el Congreso Eucarístico, cuya descripción puede encontrarse en el libro del autor El Rosario de Satanás, Tomo II. 

2. De que, tempranamente, yo serviría para llamar la atención, dan cuenta los siguientes sucesos. A los cinco años había tomado por costumbre doblarme ambas orejas hacia adentro, retorciéndolas y metiéndomelas cada una en sus pabellones auditivos. Una vez, mi madre me puso de punta en blanco —como acostumbraba— y me llevó de paseo. Caminaba yo junto a ella, cuando se me ocurrió aquello de las orejas. Sial espectáculo que ofrecía, le añadimos que me iba chupando el dedo, no cabe ninguna duda de que tendría que ofrecer el aspecto de un niño deforme y diferenciado, cosa de la que era yo consciente y me regocijaba por ello. Iba, como decía, muy orondo marchando de la mano de ml mamá, cuando pasaron dos mujeres a nuestra vera, mirándome una mientras codeaba a la otra. Mi madre se percató de ello y adoptó un aire de orgullo, como diciendo: "Ven que bonito es mi hijo?". 

La que la completó fue otra mujer, que al yerme con tamañas orejeras chupándome el índice de paso, dijo que lo bajo 'Pobrecito!". Ahí mi madre me miró bien de frente y de un sopapo hizo que mis orejas volvieran a ocupar su lugar. Pero no terminó ahí la cosa. Cuando volvía a salir con las mangas de los sacos. El impresionante ruido de los caballos del servi0 fúnebre golpeando con sus cascos el empedrado. Y los llantos. Los propio y los ajenos como los de las vecinas, entre ellas, el de Doña Felisa vecina amiga y comadrona de Carolina. Se habían ayudado entre ellas a parir los hijos. Por eso todos estaban cortados por la misma tijera. 


Fuente: Extraído “ El Rosario de Satanas III- Editorial Fundación Ross.