martes, 1 de septiembre de 2020

Buenos Aires- La Plata (Olmedo)

 




Por Juan Becerra 



Al principio, Buenos Aires fue para Alberto Olmedo lo que es para todo el mundo, en especial para los jóvenes atravesados por la ambición de dar el gran salto en el menor tiempo posible: un foco de resistencia que frenaba sus impulsos y difería los aplausos que buscaba a cambió de cada uno de sus gestos. La gran capital, la ciudad noctámbula, las mujeres más lindas y menos virtuosas, la obtención fácil de lo más preciado, la oportunidad: nada de eso era cierto, al menos por el momento. Lo verdadero de ese hervidero urbano era la dificultad, vieja conocida de Olmedo. 

Buenos Aires era -en cierto modo lo sigue siendo- una ciudad para ver, un paisaje heterogéneo e imponente como la Naturaleza. La imponencia de ese paisaje era suficiente para darle a Olmedo una idea aproximada de su medida. Era, como todo habitante de la capital, poca cosa. 

La razón social siguió su curso inestable, su racha adversa. Sus fantasías de boy -bailarín de revista en cuyo horizonte arreciaban los cuerpos femeninos más codiciados- se dieron de bruces contra la superficie árida de una realidad que le tenía reservada otra de sus trampas. Los ahorros se gastan, se escurren; así ocurre cuando no son gran cosa; así se cumple el ciclo de la economía del pobre: se ahorra, se pierde. La emergencia no le trae ninguna novedad, al menos no le trae la que espera. De un día para el otro, Alberto Olmedo es empleado como peón raso en una fábrica de carteras: peor imposible. Luego cobra unos pocos pesos por limpiar negocios en el centro: “era lo más fácil, un trabajo en el que no se requiere ser diplomado en nada y en el que tenía alguna experiencia”. Todas las mañanas sale de la pensión de Jujuy y Humberto I sin otra esperanza que la de esperar que mañana sea otro día. Por las noches se sienta a las mesas del “Café Paulista” y cuenta seis pocillos para catorce parroquianos; luego trasnocha en “Los 36 billares” de Avenida de Mayo -en una mesa con vistas al Teatro Avenida-, en medio de comentarios sobre la vida, las mujeres y -en forma velada- el fracaso de los hombres de bien. 

Francisco Guerrero lo rescata un día de la rutina proletaria y anónima y le ofrece un trabajo técnico en el viejo Canal 7 de Posadas y Ayacucho, la estación televisiva oficial que aún no ha consolidado su su lenguaje ni su staff. El trabajo consiste en seleccionar imágenes en un artefacto que realiza el montaje de los programas emitidos al aire en directo. Olmedo, como siempre, no sabe pero aprende y se convierte en uno de los primeros switchers de la televisión argentina. Ese trabajo, en principio, le pareció una changa que no debía rechazar. Guerrero había convencido a los ejecutivos del canal, aunque Olmedo le jurara que nunca había visto un televisor en su vida: “En realidad, no sé de dónde saqué tanto interés por dominar un oficio técnico; creo que, ahí comprendí que el hombre se adecua a las situaciones, de acuerdo a cómo le pique el bagre”. 

El trabajo de Olmedo fue anterior al video tape y por ese motivo el resultado del producto emitido dependía de la improvisación, su sistema. Todos los domingos escuchaba la misma música: el tango “Adios”, por la orquesta de Mariano Mores, como la cortina de “De lo muestro, lo mejor”, un ciclo de cinc nacional por el que destilan las figuras del star-system argentino. “Cada vez que escucho esa música -recordaba Olmedo-, cierro los ojos y me veo en el control haciendo de switcher, viendo pasar en la pantalla las ovejitas de la publicidad de Textil Oeste”. 

Las tareas que cumple tienen el aspecto de una actividad mecánica, pero en realidad es una labor de montaje artesanal que le enseña los secretos del medio. El encuadre, el fuera de campo, el primer plano, el ráccord; cada uno de los elementos que componen el lenguaje cinematográlico es asimilado por Olmedo en un sentido profundo. Sin advertirlo, adquiere un saber novedoso e inédito para la época y tal vez va formando en su cabeza una idea sobre el carácter preciso del espacio televisivo. Las cosas empliezan a cambiar. Ahora cuenta con novecientos pesos por mes y ciertos lujos que la gente de su clase por lo general ignora: casa, ropa, comida; un pasar discreto, una vida tranquila. 

Los dedos de Olmedo recorren con pericia el instrumental y, en la medida en que acumula experiencia para realizarlo, monta un pequeño número para sus amigos, en el que maneja los controles con los pies. Durante un tiempo sólo come un emparedado por día -algo es algo-, controla la emisión de programas familiares en las siestas de verano y cac exhausto sobre los bordes de la mesa de fórmica. Un director del canal lo llama cada tanto para tenerlo en vilo e interrumpir esas siestas inoportunas, pero Olmedo vuelve a hacer funcionar su teatro de la excusa. Argumenta que se ha roto el cable del teléfono y, finalmente, toma unas pastillas que lo rescatan de la somnolencia 

El 31 de diciembre de 1956 es un día de suerte. Pero a la suerte hay que ayudarla y Olmedo lo hace tomando una decisión en apariencia banal, pero que decide su futuro. Las vísperas de fin de año lo deprimen y la idea de regresar a Rosario a reunirse con su familia no termina de convencerlo. Su elección, finalmente, toma la misma dirección que las que ha venido tomando desde que abandonó su ciudad, la que consiste en dejar atrás el pasado, reprimirlo y colocar en el lugar del recuerdo melancólico una vida nueva. Lo invitan a despedir el año junto al personal de Canal 7 y una de las nulos de moda. La ceremonia es formal y, en cierto sentido, también es burocrática. Las estrellas de la noche son Augusto Bonardo y Julio Bringuer Wvala, todo corrección y autoridad. Hay más de ochocientas personas en imo de los estudios. Son comensales concentrados en el menú y tratando de aventar el avance del aburrimiento con chistes de sobremesa. 

De pronto, dos invitados comienzan a tomarse a golpes de puño. La escaramuza -bien regada con vino de la casa- lejos de apaciguarse, se generaliza. Alberto Olmedo trepa a una mesa y sobre ella improvisa un número de extraña comicidad. Los gestos, las onomatopeyas y esa voz. canyengue detienen la batahola y atraen las miradas de la concurrencia. Tiene saco azul y pantalón gris, y con ese uniforme escolar comienza a desplegar su repertorio, el que ha venido practicando a diario en su intimidad o en su conciencia. Imita a los agresores, reproduce su jerga técnica, el alfabeto que sólo conoce la gente de la televisión, cita los lugares comunes de sus jefes y colegas. Se le ha presentado la oportunidad y ha sabido aprovecharla; en el lugar adecuado, en el momento justo: “no sé -dijo cierta vez- , me salió de repente”, A eso ha venido de Rosario. Á los pocos días pasa a lormar parte de “La troupe en TV”, junto a María Esther Gamas, Noemí Laserre y Rodolfo Crespi. Pero entre él y su futuro se ha instalado una duda. Ha cumplido el primer sueño y lo asalta la tentación de retroceder. 

Alberto Olmedo nunca fue de abandonar una cosa por otra; más bien era un adicto a las superposiciones. El temor de quedarse con las manos vacías -su temor rosarino- lo empujaba a enfrentar grandes exigencias a las que respondía con su talento y su cuerpo. Nuevamente se enfrenta, esta vez con gusto, a una sensación que conoce de sobra: la de la sucesión de acontecimientos que parecen poner en crisis cualquier idea de la cronología. Aparece en “La revista de los sábados”, donde realiza un sketch llamado “Escuela de locutores” y produce su primer gran efecto popular como cómico; y llega a tener tres intervenciones semanales en diferentes programas: “Yo era un fresco que hacía de todo. Había menos de cien mil televisores en todo el país; a lo mejor por eso me dejaban hacer la parte técnica y actuar a la vez”. 

Aquel sufrimiento, de ver actuar y no hacerlo, “frente a un enorme tablero de botones y con los ojos puestos en ocho grandes monitores”, comenzaba a disminuir poco a poco. Olmedo sabía que algún día “iba a dar el gran golpe como cómico”, y lo estaba dando, aunque paso a paso y -sobre todo- sin renunciar a los novecientos pesos por mes que ganaba como switcher. Volvía a hacer de todo, pero esta vez la sarna tenía gusto: “Me pintaba la cara, me disfrazaba, actuaba, mezclaba las imágenes, dormía sobre los botones, sostenía decorados, llevaba paquetes, conocía todos los secretos y los recovecos del canal. Eran los tiempos de Guerrero, Colasurdo, Fontanals, Luperena, Musacchio, Borda... De todos aprendí algo”. 

Entre 1954 y 1960, la vida de Alberto Olmedo tiene la forma de una suma, una acumulación de propuestas laborales que prefiere no descartar. A Seguro se lo llevaron preso, y Olmedo ha experimentado ese refrán -ese y otros tantos- en carne propia. 

En 1957 debuta en “La Troupe de la TV” y, junto a César Bertrand, compone su primer personaje importante de la televisión: Joe Bazooka. El héroe infantil -que representó entre 1958 y 1960- se alimentaba a base de chicles, y ese alimento producía el mismo efecto que la ingestión de espinaca provocaba en Popeye, el marino. Olmedo, imbuido en su rol y en la credulidad de los niños, masca una pequeña goma y liquida a las fuerzas del mal, puntualmente, todos los sábados por la tarde. Su arma -letal, infalible- es su dedo índice, con el cual apunta y distribuye sobre los enemigos su poder misterioso. A Bazooka le seguirán una cantidad de personajes varia- dos, de distinto género, en “La revista de Jean Cartier” y otros programas con los que corrió diferente suerte pero gracias a los cuales fue incorporándose definitivamente al medio. 

En esos años, además de trabajo y reconocimiento, ha ido buscan- do una compañía. La búsqueda da sus frutos. Conoce a Judith Jaroslavsky, secretaria de Jesús Lorenzo, gerente de operaciones de Canal 7. El mucha- cho desprotegido, solitario y castigado por la mala fortuna conquista la confianza de Judith. Almuerzan o cenan en restaurantes de segunda categoría y Olmedo le narra, como en un folletín, la historia de su vida. También le solicita pequeños préstamos, que ella puntualmente le concede. En 1957 se casan y en cuatro años tiene tres hijos: Fernando, Marcelo y Mariano. El deseo de familia -algo escondido o relegado por la urgencia- se había cumplido. 

Durante esos años no cesa de aprender, como sea, de cualquier modo. Admira a los actores formados en conservatorios y a través de ellos adquieere un saber de segundo grado pero efectivo. Julio de Grazia, con ion traba amistad, le regala “El arte escénico”, de Stanislavsky, un nombre que habría de reaparecer como parodia en un sketch donde se ridiculizaba la formación dramática de dos actores de pacotilla. “No sé si leí todo Stanislavsky, pero aprendí muy pronto lo que quería decir”, decía Olmedo. 

En 1960, por primera vez, está en condiciones de elegir y esta vez. No selecciona en virtud de la necesidad sino de la conveniencia. 1960 es el que comienza su verdadera carrera de actor cómico. Manuel Alba – periodista y gerente de canal 9- le ofrece un personaje. Olmedo simpatiza con su imaginario pero no con su nombre: Piluso. Por otra parte, puede elegir pera no manda, de modo que acepta y solicita que se le agregue el grado capitán. A partir de entonces comienza a construir su primer gran éxito individual. Su partenaire y libretista es Humberto Ortiz, cuyo personaje- Coquito- es un marinero bonachón y algo lunático. Piluso está armado, pero su armamento -dos revólveres que nunca usa- son sólo el pretexto para insinuar una violencia virtual que nunca tiene lugar. De su cuello cuelga una gomera, el fetiche de cualquier reo de plaza, que le da cierto aspecto punk y tal vez se distinga como elemento de clase. De algún modo sigue siendo el niño pobre de Pichincha, pero a ese mal recuerdo ha podido introducirle un poco de humor. 

El uniforme de Piluso, como muchas cosas en la vida de Olmedo, fue obra de la casualidad: una vieja camiseta a rayas perdida en un rincón de su casa, un sombrero de señora olvidado en un cine. El interior del atuendo lo por una particular combinación en la que aparece algo de Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia -el personaje de historieta de Lino Palacios- y su modelo: Peter Pan. El humor y cierto tufillo melancólico invaden al personaje, un antihéroe que dosifica el ingenio y la torpeza para construir un mito infantil. Piluso es, quizás, el primer personaje de la televisión concebido para los niños que funciona como su par, un cómplice rebelde, revoltoso y holgazán que a cierta hora del día debe cumplir con la ley familiar. La resistencia al deber y al mismo tiempo una concesión simbólica hacia él -el momento de tomar la leche- le dieron forma humana al unto televisivo, generalmente banalizado en una media lengua artificial y en un peyorativo. 

Piluso era capitán y Coquito, marinero, y ambos debían enfrentar a “los temibles forajidos” Se trataba e un juego de roles. en que la autoridad no se establecía como suele suceder en alía mar Visto de un modo más profundo, el verdadero juego de Olmedo era “Una Vez muis- el de hacer teatro; es decir: no ser él. Alberto Olmedo era un actor que representaba un personaje que, a su vez, representaba otro. Pero como siempre que hay teatro, hay un principio de verdad. La voz que llamaba a los niños a tomar la leche no era la voz de la madre o del padre, sino la de una abuela, un sustituto que también ordena en representación de los ausentes. Ante los gritos de la voz en off, Olmedo mira a la cámara y se resigna: “No hay más remedio, tenés que tomar la leche”. 

Con el tiempo, se dijo -exageradamente- que Alberto Omedo se había inspirado, en su primera etapa de actor, en la obra de Buster Keaton. La coincidencia era más bien forzada, y tenía sus puntos fuertes en algunas cuestiones comunes: el rostro lívido de uno y otro, cierta morfología ligada al gesto atlético, las caídas antológicas, el semblante de antihéroe. Sin embargo, dado las limitaciones técnicas de la época, por cierto muy posterio- res a Keaton, Olmedo incursiona por la imagen en movimiento sin audio, una versión más moderna del cinc mudo pero que lograba en el espectador un efecto similar 

Entre 1960 y 1963, actúa en veimticinco cortometrajes mudos. Piluso y Coquito habían empezado con intervenciones de tres minutos de duración, que luego se extendieron a cinco y al cabo de un mes y medio a una hora. Los guiones de esos prodigios televisivos los escribía el mismo Olmedo, “a la noche, y salían bastante bien. Llegué a filmar una película de diez minutos en medio día. Iran épocas de éxito y mucho trabajo”. 

“En realidad -recuerda Olmedo-, fueron unos años fabulosos. Laburábamos pero nos dábamos los gustos. Eramos muy jóvenes: viajábamos, hacíamos festivales. Me acuerdo que los domingos a la mañana tenía- nos a mil doscientas personas viendo el espectáculo. Yo me peleaba con mi representante porque cobrábamos veinte pesos la entrada, y él quería que la subiéramos a treinta. ¿Me querés decir para qué?, sí siempre teníamos más de mil personas. Era una cosa de locos. Hacíamos Quilmes, Berazategui, toda la zona sur, y Jamás le llevé el apunte al representante. Yo veía que venía a vernos un padre obrero con tres chicos colgando, y no podíamos hacerle pagar treinta pesos. ¿Acaso no queríamos ser populares?” 

El nuevo héroe enfrenta al Hombre de la Bolsa, al Cuco, al Pirata Pata de Palo y una tarde, ante miles de Personas -en el Luna Park- a Martín Karadagián, un ex campeón mundial infantil de lucha, un malechor simpático y popular quien derrota con menos violencia que ingenio. Luego vencedor .y vencido, recogen juguetes con fines benéficos a lo largo de Buenos Aires. 

Piluso ya es alguien en el imaginario popular, pero cuando a Olmedo le preguntaban si se identifica con su personaje, lo invade la resistencia y la sorpresa. "No sé qué quiere decir eso de “identificado”. Me gusta mucho, contribuyó a mi formación artística y a ganar soltura ante las cámaras. Es decir me proporcionó un oficio especializado”. Sin embargo, reservado para el análisis y la explicación, Alberto Olmedo reconstruye la mitología de Piluso en base a una descripción en la que pareciera estar viendo a alguien conocido “Piluso -dice- es la encarnación del mundo lleno de fantasía de los niños., Es el hombre que ellos imaginan, un héroe de ficción íntimamente ligado a su razonamiento especialísimo y a su universo singular lleno de hallazgos. La clave de su éxito se debe a que a los niños les encanta que sea tan fácil de comprender. Lo consideran un muchachón que piensa como ellos, que sabe entender sus problemas y que dice, exactamente , lo que a ellos les gustaría decir”. les gustaría decir”. 

El dúo integrado por Piluso y Coquito también funcionaba fuera de la pantalla, en un circo de la calle Rivadavia: el circo de “Estevanovich”. Allí continua venida asimilando conocimientos sobre las disciplinas más variadas y bizarras.“Recuerdo que trabajaba con una elefanta llamada Quina , que tono no me hacía caso al bajar. Subía facilmente, pero a la hora de bajar no había manera de convencerla para que se agachara: me tenía que tirar desde la cabeza. También aprendí a tirar cuchillos. Al principio el unico que se animaba a pararse frente a mí era Coquito; después se animó Dorys del Valle, que se unió a nosotros”. 

Piluso fue luce el primer personaje exitoso -junto con Joe Bazzoka, Bo antihéroe infantil., el que le posibilitó cumplir, al menos, dos sueños: lograr conocimiento masivo y comprar su primer departamento, en Malabia y Libertador. 

Su personaje estaba dirigido a un segmento restringido público. Pero en forma simultánea, Olmedo ya aparecía en Operación Já Já”. El programa de los hermanos Gerardo y Hugo Sofovich. Su personaje consistía en un presentador de televisión, quien trataba de mostrar los secretos del medio. Lo que los libretistas le daban eran instrucciones generales, a partir de la cuales Alberto Olmedo improvisaba: “Yo trataba de hacerme compinche del publico y mostrarle cómo eran las cosas detrás de las cámaras. Su personaje – Ruqueta o Rucucu- comenzó a ganar espacio y adeptos. Vestía levita y galera y tenía un bigote chaplinesco a la altura del conjunto. Pero no era Chaplin el modelo de su humor, sino algo que lo volvía ligera- mente extranjero, como si fuera un infiltrado del medio dispuesto a sabo- tear su lógica y sus códigos. En Rucucu, Olmedo tal vez vio la posibilidad de actuar a medias, de comportarse -impunemente- como un elefante en un bazar, alguien difícil de adaptar pero con el suficiente genio para darle a ese problema de adaptación una forma artística. 

La primera vez que Olmedo fantasea con un rol cinamatográfico -ya había actuado en 1959, en “Gringalet”- es en 1961. Sueña con represen- tar a Enrique Santos Discépolo en una película sobre su vida. De algún modo hay un destino común de sufrimiento en ambos y sobre todo, un parecido físico sorprendente. Una de las bromas preferidas de Olmedo en esos tiempos, consistía en asegurar que él no era flaco: se hacía. Esa figura esmirriada del acróbata de Newell's todavía lo acompaña y con ella se so- mete a una sesión de fotos para una revista que cubre noticias del espectá- culo. Olmedo es “un muchacho rosarino” dueño de un “talento ágil”. Toda- vía es switcher en Canal 7, pero ya ha debutado como actor. No es lo que dice Olmedo lo que habla por él, sino lo que parece. Su ambición de ser Discélopo, de algún modo lo convierten en aquel personaje taciturno -aun- que vestido con ropas de dandy- que recorría la calle Corrientes en los años cuarenta. Olmedo no cita sus tangos, simplemente parace imitarlo de un modo profundo. “Guardo por Don Enrique un gran amor”, dice. 

Es evidente que hay algo personal en esa empresa frustrada. Olmedo visita a Tania, viuda de Discépolo; recoge anécdotas del escritor César Bruto; se entrevista con el apuntador de “Blum”, donde Discépolo -según se refiere de modo exagerado- dice “¡Qué cosa!” en varios registros, todos ellos cargados de ese dramatismo biográfico que acompañaba cada uno de sus gestos e incluso sus chistes. Canta a capella “Uno”, su tango preferido, y no pierde oportunidad de estudiar la filmografía de Discépolo. “El hin- cha” es la película que más lo impresiona: “Ahí hace un gran trabajo. Real- mente es un desorbitado perfecto”. 

En las fotos, excepto en una en la que abraza a su hijo Marcelo, Alberto Olmedo es Discépolo: el perfil rapaz, las orejas en asa y los labios finos, parecen responder a una copia de carne y hueso. Pero hay algo más: el gesto displicente de una mano y su mirada profunda que encierra una tristeza imposible de expresar del todo. No obtiene ese papel, pero tampoco desaprovecha su oportunidad de ingresar al cine, una oportunidad que ha- bía empezado en “Gringalet”, dirigida por Rubén Cavallotti y seguido en “ Una Jaula no tiene secretos”, de Agustín Navarro Sus intervenciones son breves sin parlamento,, pero le granjean cierto respeto y le aseguran su ascenso un protagónico 

En 1962, debido al éxito logrado con Piluso, Román Vignol y Barreto lo contrata para “Barcos de papel”, Posteriormente logra una de sus actuaciones más ambiciosas y logradas de su carrera, fuera del humor y acaso también de la improvisación, en “La herencia”, dirigida por Ricardo Aventosa y basada en un relato de Guy de Maupassant. Sin embargo, su primera película, de esas que luego serían consideradas dentro de un subgénero nacional llamado “película de Olmedo”, iba a aparecer recién en pato con “Las aventuras del Capitán Piluso”, de Francis Lauric, Primer Primer del Instituto de Cinematografía en el género Película Infantil. 

Por obra y gracia de la cinematografía, las figuras de Olmedo y Martín Karadagian -el mítico campeón de lucha al que Olmedo introduciría en la televisión- se reunieron en esa película. La bonhomía del capitán enfrentó entonces, la maldad del propietario de una casa embrujada, quien tenía vilo a todo un pueblo al que, por supuesto, salvaría el héroe con el incondicional apoyo de su compañero y de otro conocido luchador El Indio Comanche. 

Sin embargo, ya en 1963, el ascenso de Olmedo se detiene y su maratónica carrera de conquistas -al cabo de la cual su nombre termina de instalarse en la memoria de los argentinos- sufre su primera depresión. Es el primer aprendizaje que le reporta el medio: el del funcionamiento cíclico de la fama y el reconocimiento. Estar arriba significa que se estará abajo en el futuro, así es la mecánica voraz de la televisión, el cine y los lugares en ha ne los actores se exponen para ser devorados por un monstruo anónimo. 

Ell golpe sufrido por su vida pública le acarrea problemas en la vida privada, ese espacio que se reservaba para sí y a simple vista parecía indestructible EL olvido produce su primera gran crisis de adulto, originada por estructura que había tenido lugar en el circuito donde era reconocido: niños televidentes, productores, gente de la calle. Le dieron y le quitaron, y vi cosas sucedieron en base a reglas misteriosas que Olmedo no podía desentrañar. Muchos años después, tal vez recordando ese momento de zobra diría: “A mí no me digan que éste es mi mejor momento. Yo soy capaz de tener muchos buenos momentos, porque acepto la caída y me siento en condiciones de levantarme varias veces”. Pero es posible que no hubiera vanidad en sus palabras. ¿Qué otra cosa se puede hacer con una caída si no aceptarla? 

Vende su auto y subasta una vieja motoneta italiana en las puertas del Palais de Glace -donde alguna vez funcionó Canal 7-, entre el personal técnico de la emisora. Con el dinero obtenido, compra un pequeño vehículo alemán, con una puerta que se abría por el frente y las ruedas traseras separadas por pocos centímetros; una especie de triciclo al revés cuyo motor debe detener para conectar la marcha atrás. El bólido deforme atraviesa las calles del centro a gran velocidad y termina bajo la carrocería de un camión. No hay muertos, no hay heridos, sólo menos capital para el actor en baja. 

Se terminan los contratos y su matrimonio con Judith Jaroslavsky. No tiene ahorros ni propuestas y se ha gastado cada peso que ganó. En 1964 se muda a un hotel de la calle Posadas y planea una estrategia para volver a empezar. Lo primero que se le ocurre es reincidir con Piluso, un personaje que ha cumplido su primer ciclo y es rechazado por los canales de Buenos Aires. Pero el remedo de aquel éxito se lleva a cabo, a una escala menor, en el Canal 2 de La Plata. Durante largos meses Alberto Olmedo y Humberto Ortiz toman el tren Constitución-La Plata del Ferrocarril General Roca y regresan a las 19, A veces su escaso presupuesto los obliga a viajar de polizones. De regreso, envueltos en el aroma del coche comedor, sueñan con cenas a bordo a la altura de su hambre. Pero son sueños, nada más; lo real es la grasa impregnada en sus ropas. La realidad de La Plata ubica a Olmedo y su socio en el lugar que parecen tener dentro del mundo del espectáculo. Canal 2 no paga en dinero, sino en especies. En vísperas de un año nuevo, Olmedo recibe una cantidad de panes dulces que debe distribuir en las despensas de su barrio si es que quiere convertirlos en dinero. 

Tiempo después, Olmedo recordaría esos años: “Se comenta que una de las peores cosas que le pueden pasar a los artistas es la de ser y después no ser nada. A mí me sucedió. Fui el Capitan Piluso. Hasta que el público se cansó. Estuvo tres años sin conseguir ni siquiera un bolo en la televisión. En Canal 2 recibía mercadería de canje. Me cansé de vender los zapatos berretas que me daban a cambio de publicidad. Recuerdo que una Vez nos mandaron un montón de cajas de vino bueno. No sabíamos qué hacer, pero al final decidimos venderlo. Era preferible comer con vino común antes que tomar vino bueno y no comer absolutamente nada”. 

“Con Coquito hicimos esa vida durante un año y medio -continúa recordando Olmedo. Después empezamos a sentar cabeza. Hasta coche lle- Samos a tener, gracias a que supimos comercializar lo que nos daban. Fue linda época, jamás nos amargamos. Teníamos esperanzas de que íbamos volver a ser alguien en el espectáculo. Este negocio es así. Un día estás otro día yo. Siempre lo mismo”, lo dos veces por semana, Olmedo y Ortiz realizaban la travesía ferroviaria. Llegaban a los estudios por la mañana y grababan varios programas. Pera lo mejor de esas jornadas fueron las comilonas criollas en los galpones de utilería, junto a locutores y técnicos, en las que Piluso abandonaba sus parlamentos infantiles e incursionaba por el humor adulto. Sus compañeros de trabajo esperaban el acontecimiento semanal para verlo en acción y atestiguar su prehistoria de actor pícaro. 

Los chicos se agolpan en los estudios de calle 36, entre 3 y 4. Son cientos y van a ver, en vivo y en directo, el regreso del Capitán Piluso, la compañía de sus meriendas y aquel héroe de la barrita de la esquina en quienes pueden inspirarse para enfrentar la arbitrariedad de los adultos. En las tandas comerciales, los niños invaden el piso, lo tocan, le dan vueltas alrededor sin dar crédito al hecho de que ese personaje que da rayas blancas y negras en su televisor sea, en el fondo, un hombre. Pero el capitán no está de humor -nadie es perfecto- y en el pequeño estudio, por encima del murmullo infantil, se oye su reclamo a voz en cuello: 

¡Sáquenme a estos pibes de acá! 

Fuente: Extraído del Libro “Olmedo Negro Querido” Biografia de Alberto Olmedo. Homo Sapiens. Edicciones. Año 1997 -