lunes, 31 de agosto de 2020

OLMEDO- Un Provinciano Hulmilde

 


Por Juan Becerra 



Es una ceremonia natural, sencilla y rodeada de ciertas supersticiones. No está dominada por la asepsia de la medicina moderna sino por la tradición del parto cristiano: una recepción a la buena de Dios, organizada por mujeres decididas y confiadas en su valor. El pequeño cuerpo de Alberto Orlando Olmedo surge del de su madre y siente el primer shock, el más común y el más inolvidable: un golpe de frío. Es el 24 de agosto de 1933, y el parte meteorológico de la ciudad de Rosario señala 6° bajo cero. Desde el frente de la casa de la calle Tucumán 2765, no se advierten los movimientos internos, el ir y venir del improvisado servicio de matronas con sus algodones y los pañales con apresto. Adentro, un brasero distribuye algo de calor en la habitación más equipada. Las otras cinco son cámaras cerradas, de techos altos; grandes espacios semivacíos como pruebas de que algo falta en el conventillo. "Mi origen? -diría Olmedo más tarde-: Pobreza. Cocina al fondo, un baño para seis piezas. Mucho frío. Y. a veces, ropa prestada". 

El recuerdo del frío volverá puntualmente a la memoria de Olmedo, una y otra vez, como un documento inalterable que habría de mostrarle -una y otra vez- la relación íntima que habían .entablado para siempre su origen y cierta sensación de intemperie adversa e imborrable. El frío es la palabra inscripta en la profundidad de su infancia, la primera que surge cuando alguien le recuerda que ha nacido en Rosario. El paso de los años no mitiga esa sensación, sino que la vuelve más intensa y por momentos le hace pensar que hay algo peor que el frío: su recuerdo, la restitución imaginaria de esa casa por donde se filtraba el viento helado que Olmedo llamaba, delante de sus amigos, "chiflete". 

- ¿Nunca más volvió a sentir ese frío? -le preguntaron muchos años después. 

- No, porque ahora tengo camisetas y no ando en bicicleta a las seis de la mañana, sino en auto con aire acondicionado. Cuando filmaba he chupado grandes fríos. Pero sabía que después tenía la calefacción en el auto y en mi casa. En cambio, en aquella época tenía el frío de la bicicleta, y después, también, el frío de la casa. 

El recuerdo de ésos años ha ido construyendo la melancolía que parecía haber apresado a Olmedo cuando, en apariencia, ya no le quedaban sueños por cumplir. "Alguna melancolía me tiene que quedar -decía-, aunque a veces no lo quiera reconocer. Sé que fue así y no lo puedo revertir. Eso me ocurrió a mí. Y esos años que se me fueron así, no los puedo recuperar más. Por más camisetas que ahora me ponga, a ese frío me lo comí, y lo llevaré siempre conmigo. Es una tristeza muy personal. Pero me ayudó a pelear, ¿eh?, a pelear por mí...". 

La voz corrió por el barrio Pichincha, de boca en boca, acompañada del vapor de los alientos que desaparecían en el aire del invierno: Matilde había tenido un negrito. El hijo recibía el consentimiento de la madre, una cantidad de atenciones continuadas que lo fortalecían y paliaban en cierto modo el recuerdo de ese parto helado. Como un signo de esos malos tiempos históricos, un nacimiento era muchas veces la excepción, un eslabón perdido de felicidad en esas vidas cargadas de un peso que, tarde o temprano, las familias pobres a duras penas podían soportar. Los niños crecían de golpe, atizados por la necesidad, y de pronto, acuciados por la urgencia, se volvían intrumentos débiles pero imprescindibles en la economía doméstica. 

La infancia de Alberto Olmedo fue breve e insuficiente, y de algún modo hostil a partir del instante en que la indulgencia materna lo abandonó, en contra de su voluntad, y lo introdujo en el mundo áspero de los adultos. Pero mientras duró, el pequeño Olmedo -un niño de nariz puntiaguda y plasticidad de saltimbanqui- disfrutó de una niñez sin héroes audiovisuales, dominada por los juegos físicos y la mitología de barrio. Sus recuerdos de esos años, como todos, nunca fueron demasiado precisos aunque hayan sido intensos, en especial al calor de ciertos retornos físicos a las cuadras de su infancia; ejercicios de memoria a los que Olmedo recurría para recuperar su principio de identidad. La memoria, difusa, volvía como fragmentos de un paisaje incompleto: la sombra de una parra, la aceptación por parte de un vecino rico, la galería de una casa chorizo, las falsas huellas de un camello, el Estrella del Norte vibrando sobre las vías a pocos metros de su cama. 

La escuela "Juan Francisco Seguí" de la calle Ricchieri, fue el escenario donde Olmedo comenzó a olvidar la edad de la inocencia. Más tarde, su raid escolar continuaría -a salto de mata- en la Iglesia Inmaculada Concepción y terminaría a duras penas en la Escuela "Almafuerte". Pero su recuerdo no le trae un resumen de su historia escolar, sino un detalle. El primer día de clases del año 1939, se sienta en un pupitre de madera -plegable, con un hueco circular para calzar el tintero- y se echa a llorar, a raudales, sin consuelo. 'Pero en realidad -dice- el grado que más recuerdo es el tercero. Me he olvidado de muchos nombres pero no del de la maestra. Se llamaba Matilde; era bajita, bonita, y supongo que estaba enamorado de ella. 

Hasta el umbral de ese viejo edificio había llegado la protección de la madre. Sin embargo, la costumbre, y el contingente de pares que lo rodeaba en los recreos, repara su llanto. La reparación dura seis meses, hasta que lo emplean en una despensa de carnes y verduras de Salta al 3.000, propiedad de José Becaccecce, quien se encarga de administrar el negocio y conducir un viejo sulky a través de los tres kilómetros que lo separan del Mercado Central de Rosario. 

Son las cuatro de la mañana. El Negrito Olmedo duerme entre las plantas de lechuga; cada tanto come alguna fruta. Llega al mercado, descarga, vuelve a la ciudad y comienza su rutina diaria de cadete: limpia, ordena, reparte pedidos. Es un ejemplar de niño silvestre que empieza a conocerlos movimientos de la calle, el lenguaje franco de los hombres de trabajo y, en algún sentido, los lugares donde se guardan los secretos de los padres. Aún no conoce al suyo, pero empieza a ocupar los lugares que él hubiera debido ocupar si ese padre no estuviera ausente, desaparecido por un arte de magia del que ha quedado sólo un nombre, y algún comentario materno dominado por el encono. 

'Tengo un papá y una mamá que se separaron antes de nacer yo. No, esto no puede ser. Se separaron después", recordó cierta vez en forma confusa. Ese tema será el tabú de su vida: la ausencia del padre, del hombre de la casa, de la Ley familiar, cuyo amparo no conoce ni conocerá nunca, a menos que él mismo lo produzca. A partir de ese hueco, Alberto Olmedo será un extraño ejemplar: un cuerpo de niño con las preocupaciones de un adulto. El juego no será -al menos no absolutamente- lo que ocupe su tiempo. Lo que ocupe su tiempo será la magra economía familiar, la pequeña cuenta mental y la suma con los dedos de las manos. El niño Alberto es -como se dice peyorativamente en las conversaciones de tías- un "hombrecito", un sujeto en formación veloz hacia el mundo del compromiso social, el reto precoz y la exigencia. De algún modo, Olmedo es en los años de su infancia un reemplazante que -a medias- funciona como relleno del padre ausente. Sin padre a la vista, irá construyendo un sustituto a partir de su cadena de experiencias callejeras. 

Los oficios se van sucediendo. Básicamente, todos consisten en llevar y traer, aunque en virtud de aquel comienzo rústico las cosas parecen mejorar. Los rubros son ahora más higiénicos y menos exigentes. Se lo ve salir de la panadería de José Karlin, de la calle Catamarca al 2.700, con una bicicleta con canasto; luego, en un sofisticado triciclo, girando los grandes pedales con sus pequeños pies, detrás de un cubo de metal galvanizado. Tiene 8 años, y al poco tiempo ese ascenso de progresos mínimos lo lleva a una farmacia donde por primera vez en su vida ve diez pesos juntos. 

"Imágenes de la niñez tengo muchas; y en todas me veo trabajando en distintas cosas. No diría oficios porque era muy chico, y uno cuando es chico hace mandados, trabaja de mandadero. Tengo una imagen clarita de cuando llevaba una canasta de papas colgada del brazo derecho -recuerda Olmedo. Fue la primera vez que ví que se me habían desarrollado los bíceps. Calculo que tendría unos ocho años. Claro, siempre cargando cosas, se desarrolla el músculo". Su cuerpo infantil empieza a ser moldeado por el esfuerzo. Camina, corre, salta, pero todo lo hace en el lugar equivocado: el lugar que le tocó. Su entretenimiento no tiene lugar en el patio de una casa equipada con juguetes, sino en la calle, a la intemperie, donde empieza a, pensar en una salida rápida y definitiva. 

Los primeros años de su biografía laboral son un curriculum de incursiones a través de rubros heterogéneos, una carrera desorganizada pero efectiva contra el hambre. Vendió agujas por las calles, fue linotipista en una imprenta de calle Dorrego, entre Rioja y San Luis, encuadernador y hasta periodista de un diario de la colectividad judía. 

"Pero a mí nunca me gustó trabajar -decía Olmedo-, y menos cuando hacía calor. Así que cuando trabajaba en la imprenta, en verano, me rajaba a tomar cerveza y vino con hielo, y después me iba a dormir la siesta. Cada vez que salía a hacer un mandado, el dueño del taller me miraba como diciendo: 'Ya sé que no vas a volver hasta dentro de tres o cuatro horas'. Y se quedaba a esperar a que volviera; quería saber qué excusa le iba a inventar. Hasta que una vez la espera duró cerca de cinco horas y tuve que ensuciarme la cara y la ropa con tierra. ',Qué te pasó?', me preguntó. 'Nada -le dije-, qué me va a pasar. Resulta que iba caminando y unos atorrantes me gritaron 'pituco', así que me tuve que pelear'. El tipo me la creyó y me dió franco". 

La representación, el artificio dramático, la adicción constante a convertirse en otro. Hay algo que comienza a dominar a Alberto Olmedo, una afición compulsiva que lo lleva -todo el tiempo, en cualquier lugar- a hacer teatro. Esas historias que testimonian su holgazanería, esa actividad puesta en marcha en contra del trabajo diario y, por añadidura, de la vida común, lo van convirtiendo, poco a poco, en un personaje de sus propios relatos. 

El trabajo era para Olmedo un circuito inestable y provisorio atado a la pobreza. En esas circunstancias -pan hoy, hambre mañana- surge su vida de artista. Junto a sus amigos de la infancia -que luego convertiría en personajes de televisión merced a biografías falsas- integra un grupo juvenil que llena de ruido e improvisaciones coreográficas el Club Asturiano de Rosario. Los muchachitos bailan la jota y parodian hits de época. "Con la jota sucedió que yo iba a un centro asturiano; ahí aprendimos a bailar con la gente mayor. Era una escuela pura. Después, nosotros mismos ya formamos conjuntos. Y también aprendí con mis amigos de otros centros regionales, como los leoneses y los gallegos. Aparte de la jota sabía bailar muy bien la muñeira gallega. Pero nunca aprendí el vasco". 

El baile había atraído su curiosidad, pero sólo hasta que llegaba el número fuerte de la noche: una sesión de "transmisión de pensamiento". Osvaldo Martínez preguntaba y Alberto Olmedo -apodado Herculito- respondía: 

- ¿Qué es esta cosa redonda y hueca que tengo en la mano? 

- A ver, a ver.. .Ya sé: un anillo. 

El humor pueril, tal vez la prehistoria de los sketch de Piluso y Coquito, tenía una apariencia absurda. Pero esa era la mejor forma para que Olmedo exhibiera sus virtudes de histrión, su repertorio de gestos improvisados. Las intervenciones no verbales era lo que el cómico del barrio necesitaba para exhibir su talento y -al mismo tiempo- ponerlo a salvo de su mala memoria, tal vez el pretexto ideal para que ese talento surgiera con naturalidad en los momentos de esas leves amnesias que lo tenía sin cuidado. 

A ls 15 años Olmedo tenía un cuerpo delgado y fibroso. En él se distribuían las mismas proporciones de cuando era iiiño pero desarrolladas a una escala mayor. El dominio de esa pequeña masa, su plasticidad y el deseo de exhibir sus virtudes en público, lo llevaron al Club Newell's Old Boys, donde concurrió periódicamente durante casi cinco años. Allí integró un grupo de acróbatas y fue volante, el vértice más alto -porque su cuerpo era el más liviano- de la pirámide humana, en cuya base se almeaban varios de sus amigos. Se llamaba Primer Conjunto de Gimnasia Plástica, un título que alguno de sus integrantes propuso una noche en la confitería Cifre, sabiendo que no era el primero sino uno más. "Sonaba como el primer conjunto del mundo -decía Olmedo-, pero era sólo el primero del Club Newell's". 

La acrobacia, las vueltas en el aire y los diseños intrépidos y colectivos de esos cuerpos unidos por cierto peligro y la amistad, producían en el público una sucesión de exclamaciones y silencios que Olmedo ya empezaba a escuchar como una música divina, aquella que siempre había querido oir. "Yo ya era acróbata -recordó cierta vez- y en cierta medida hasta se podría decir que actuaba. Era un acróbata amateur. Viajé por el país haciendo acrobacia. Fui también a Chile, en mi primera experiencia en el exterior. Tenía 18 años. Era volante. Como se ve, desde chico me gustó estar en el aire, así me acostumbré a ver muy lejos el suelo." 

El club Newell's Old Boys fue también una escenografía adecuada para combatir el invierno del Paraná.,En uno de sus regresos a Rosario, Olmedo confesó que robaba sillas plegables, de madera, para alimentar la pequeña estufa a lelia en torno a la cual se reunía la familia. El rebusque, la ocasión y el oportunismo para salir del paso, lo ayudaron en su plan de fuga. Escapar del barrio, ascender en la escala social, fue la obsesión de Alberto Olmedo, la que lo alejó de su ciudad y la que lo acercó a la actuación como la posibilidad más firme de un trabajo constante. El riesgo y la pequeña hazaña urdida a la luz de una necesidad de supervivencia sometida a exigencias cada vez mayores. 

Las changas de varieté y las destrezas de circo siguen apareciendo -y la memoria ya no puede recordar qué es lo que está antes y qué después. Como siempre, en mayor o menor grado, obtiene el reconocimiento en la forma que más lo desea: el aplauso. Esos acontecimientos insuflan aire a su autoestima al tiempo que lo dejan exhausto, adormecido en las butacas del Teatro de la Comedia. 

- "¿,Qué sabés hacer?" -le preguntan. 

- "Nada, pero aprendo rápido". 

Ingresa al teatro como claqué, un espectador falso que regula los aplausos y el entusiasmo del público. Es el último eslabón de la cadena dramática pero ya se siente como en su casa y -como en su casa- inicia su carrera artística con una serie de tareas domésticas. Tiene catorce años y su oficio sigue siendo variado pero transcurre en un mismo lugar. Aplaude, vende entradas, limpia los baños y participa de alguna obra en reemplazo de algún actor enfermo: "Acomodaba a la gente en el paraíso, me la rebuscaba con lo que viniera. Así vi cientos de comedias, óperas y zarzuelas". Ante todo Alberto Olmedo se había convertido en un espectador. Estaba disponible para realizar la operación que más le gustaba: ver y aprender. 

La idea que tenía sobre el mundo, una idea pesimista por la cual a mucho esfuerzo siempre iba a corresponderle poco premio, se empieza a transformar en función de un ideal que empieza a condicionar todos sus movimientos: "Me empiezo a definir, a saber lo que verdaderamente me gusta, yo diría que a los diecisiete años. Ahí comienza a nacer en mí la vocación: actuar. Ya me empieza a gustar la actuación y empiezo a hacer algunas cosas como extra en el Teatro de La Comedia, donde hice de todo. Supongo que habré trabajado en cosas importantes... obras que ahora no podría hacer. Ahí es donde nace realmente mi vocación". 

La infancia y la adolescencia fueron su Academia, cuyo saber práctico Alberto Olmedo habría de saber aprovechar en el futuro y narrar corno su propio retrato del artista cachorro: "Hay que ver la cantidad de cosas que uno aprende de chico y que después le sirven, sobre todo si uno es artista. Porque las cosas que se aprenden a esa edad no se olvidan jamás. Es como nadar o andar en bicicleta". 

"Muchas de las cosas que aprendí en la calle -decía-, muchas de las cosas que aprendí de mis amigos mayores, más tarde me sirvieron para mi trabajo. No sé... De improviso se me aparece un gesto, un bocadillo, una imagen, un olor, que me recuerdan ciertos lugares, ciertos hechos. Como cuando vendía diarios y me tiraba del tranvía al revés. El tranvía ya no existe. Pero yo sé cómo hacerlo". 

Actuar, para Olmedo, será una manera de recuperar su infancia, pero ese modo de ir en busca de su tiempo perdido no lo obtiene a través de un método dramático, sino por medio del fluir de su escencia. Eso que los cronistas de espectáculos comenzarán a llamar improvisación a falta de un mejor o más exacto nombre, es ese conjunto de elementos profundos que Alberto Olmedo extrae de su vida una y otra vez. El tiempo perdido de su infancia será el tiempo recuperado en un estudio de televisión, el escenario de un teatro o, simplemente, una reunión de amigos. 

En algún sentido, de algún modo que incluso él mismo no alcanzaba a comprender, Olmedo ya se había convertido en cómico. Por conveniencia, por azar, o por lo que fuere, había iniciado un recorrido y lo había hecho con decisión. Lejos de su infancia, muchos años después, atravesado por el giro que había dado su vida en Buenos Aires, trató de explicar el fenómeno en que se había convertido. "Hay ciertas cosas que nunca se llegan a saber -dijo-, y al final, cuando buscás explicaciones, uno siempre encuentra la que más le conviene, o la que más se acerca a su verdad. Yo no sé si mi destino era ser cómico, pero sé que desde chico lo que yo hacía causaba gracia a los demás. Recuerdo que una vez, trabajando en la verdulería, me ponía a hacer imitaciones y mi hermana se reía a carcajadas. Se reía, la veo riéndose. Bueno, no tuve nunca metas o ideales pará cumplir. Hasta los diecisiete años fui por la vida sin quedarme quieto en ningún lado". 

Hasta los diecisiete años Olmedo Uva a cabo su primer aprendizaje. Pero el aprendizaje no es sencillo, es doloroso y decepcionante. Olmedo lo constata cada día, a toda hora. Y esa comprobación es el resultado de los obstáculos a los que debe enfrentarse en su recorrido hacia el lugar deseado: el del artista. Todo lo observa y c,si todo lo asimila. No tiene otra escuela que la de hacerse solo, sin tutores, sin respaldo -ya sea verdadero o imaginario-, sin su padre. 

Ese aprendizaje de sobreviviente no lleva consigo un relato cronológico que atraviese la infancia y la adolescencia de Alberto Olmedo. Como si el mundo y el transcurso del tiempo -como la memoria- se construyeran con fragmentos, la vida del cómico no es lineal. Es dicontinua desde el momento en que está ligada a la suerte, la mala y la buena, las cuales -tanto una como otra- durante mucho tiempo, como vienen se van. Pero le sobra voluntad y resistencia para adaptarse a los malos trances: "Es que a los siete años yo era un hombre, y a los doce ya andaba en lugares pesados. Tenía mucho hambre, y el hambre me dió agilidad para sobrevivir en la calle. Y también la decisión para tomarme el buque, porque en Rosario no pasaba nada". 

Alberto Olmedo, a lo largo de su vida, no va a permanecer nunca allí donde no pase nada. Su carrera es, en gran medida, la metáfora que más se ajusta a su biografía: un ascenso incesante que lo arrastrará -mucho más tarde- a la soledad, a la melancolía y a la certeza -muy posiblemente inexacta de que todo. tiempo pasado fue mejor. Pero ese tiempo pasado fue, quizás, la fuente de sus posteriores sufrimientos, el origen de esa insatisfacción que lo peseguía y lo convertía en un bufón triste. La felicidad de Alberto Olmedo, por lo general, nunca iba más allá de la función, era una felicidad de personaje que terminaba en los camarines. El teatro no era la vida, aunque él a veces creyera lo contrario, sino un remedio momentáneo y muchas veces ineficaz. 

Un día se harta de "marcar tarjeta" y a los 20 años decide viajar a Buenos Aires. Ha tenido paciencia y ahora se hace a la mar, emprende un viaje iniciático, "a lo argentino", un deseo casi compulsivo de migración, incentivado por el ascenso social y la necesidad de abandonar definitivamente las penurias de clase. Es el año 1954, en el que se inicia el ocaso del peronismo. Rosario sufre las consecuencias del destino nacional. Todo va de mal en peor en términos colectivos, pero Alberto Olmedo, quien no piensa de ningún modo en una salida común, dado que el deseo casi nunca se comparte, ya ha puesto en marcha su plan de salvataje individual. Durante varios años ha rondado por su cabeza la idea de desaparecer del mapa o de aparecer en otro del cual él sea el cartógrafo; la idea de nacer de nuevo, en otro lugar, lejos de aquellas cosas que lo atan a una vida sin futuro comienza a madurar. Rosario-Buenos Aires es el viaje ideal, el que va de menor a mayor, del pasado al porvenir, tiene forma y plazo, y al cómico de Pichincha le urge cumplirlo. 

Pero las cosas no vienen solas; al deseo hay que acompañarlo y Olmedo -que ha acuñado cierta experiencia al respecto- le da un inicio adecuado a su estrategia: el del ahorro mínimo. La pequeña fortuna, ajada en billetes chicos y contada una y mil veces, la tracción necesaria para alcanzar su sueño, un sueño negativo y acaso pesimista -el sueño de irse-, tiene la forma de lo que a todo futuro artista le falta: dinero. De algún modo lo consigue y logra reunir 800 pesos, una suma que quizás le alcance para irse pero no para volver. Una madrugada se despide de Rosario y después de cuatro horas llega a Retiro. La indigencia y su suerte de supervivencia diaria vuelven a su ánimo como una rémora del pasado que parece no dejarlo en paz. Sin embargo, conserva el talismán que hace que esa supervivencia triunfe a pesar de todo; y le agrega a esa condición algunos elementos que la suerte juega a su favor. En Buenos Aires tiene un alma gemela, su amigo Francisco "Pancho" Guerrero, alguien que lo recibe y lo aconseja; y desde el primer instante en que pisa la ciudad de las oportunidades y los logros mitológicos tiene algo que decir, un personaje que representar. 

Guerrero trabajaba en una compañía de revistas españolas y su socio, Gabriel Torrentes Mateos, le contó que en Rosario había conocido a "un jovencito muy simpático y macanudo". "Pregunté por él -recuerda Guerrero-, me lo presentaron y era nada menos que Alberto. Lo entusiasmé y lo invité a viajar conmigo a Buenos Aires, donde pasó dos meses muy duros. Vivió en casa de mi madre hasta que le conseguí el puesto de switcher". 

"Yo presentía -dice- que el futuro estaba en Buenos Aires, y que Rosario era muy limitado para actuar. Pancho Guerrero me iba a conectar con el ambiente artístico; y yo iba a ser apuntador o bailarín, algo iba a ser. Me fui creyendo que todo iba a ser muy fácil. Yo era muy caradura, pensaba que podía bailar en el Maipo. Claro, era deportista, ágil, podía ser bailarín también. Pero me alegro de no haberlo sido porque esa carrera es más corta". 

A fuerza de repetir el clishé, se lo cree como una religión en la que sólo él confía y poco a poco el mandato de su vocación se va instalando en su vida privada más allá de ese tono en el que parece estar contando un chiste a sus costas. Actuar para vivir: un verbo trae al otro. 

"Cuando bajé del micro, después de seis horas de viaje -dijo alguna vez Olmedo- me dije: a este monstruo hay que ir agarrándolo de a poquito. Si es necesario voy a empezar haciendo de bailarín de segunda línea". A otra escala, en otro escenario, había decidido no cambiar de fórmula y obtener con cualquier método -pero con la idea fija- su ingreso a un mundo mejor. Era la vuelta del aprendiz de todo, del self made man rosarino capaz de adecuarse a cualquier circunstancia. Su carta de presentación, pronunciada a quien quisiera escucharlo, encerraba dos verdades. Una era la descripción de su presente; la otra, una premonición: 

- Soy un provinciano humilde y vengo a descubrir América. 



Fuente: Extraído del Libro “Olmedo Negro Querido” Biografia de Alberto Olmedo. Homo Sapiens. Edicciones. Año 1997 -