viernes, 14 de julio de 2017

UN DESEO LLAMADO TRANVIA

Por RAFAEL OSCAR IELPI





 Para muchos de nosotros, pibes de hace cuatro décadas, el tranvía formaba parte de nues­tra vida cotidiana pero también de la posibilidad de descubri­miento de otros barrios, de via­jes entretenidos pero larguísi­mos, de aventuras, paseos, com­plicidad, diversión: todo junto.
 Recuerdo una imagen dete­nida. Un muchacho casi quinceañero esperando en la esperando ,a las 5 de la mañana que el "20" apareciera con su lucecita en la frente, en medio de las sombras de una calle San Luis arbolada, silenciosa. Eran años de barrios penumbrosos, con empedrado lustroso y vías cru­zando la ciudad como una red de cicatrices. El "20" venía con su traqueteo, la estrellita de Fernández Moreno en la punta del tróley, su motorman callado y el guarda ejerciendo el ritual de las relaciones públicas al alba.
Aquel tranvía atravesaba Echesortu y se adentraba lenta­mente en el oeste, por una calle Garzón entonces de tierra, con mucho de callejón de campo, hasta alcanzar Provincias Uni­das y seguir otra vez ahora ha­cia el sur. Con su ruido y su campanilla punzante, aquel tranvía de la madrugada pa­saba revista a una ciudad aho­ra inimaginable: lamparitas es­paciadas que alumbraban es­quinas desoladas; carros de le­chero rodando a los tumbos; grandes baldíos con árboles y pájaros; hombres en bicicleta partiendo hacia el trabajo, mo­viéndose como fantasmas del amanecer; ladridos de perros a lo lejos, silbatos de una máqui­na a vapor haciendo maniobras.
  Adentro del tranvía, el silen­cio de todos, dormitando sobre los asientos de madera: la char­la del motorman y el guarda. Algunas veces, el "20" aparecía distinto: habían reemplazado el coche habitual exhumando del fondo de los talleres un coche que ostentaba aún asientos de esterilla y agarraderas enloza-das para sostenerse indemne en el pasillo oscilante. Los cartelitos —también enlazados— re­cordaban los vetos: "Prohibido escupir en el suelo" o "Se pro­hibe hablar con el motorman".
En algún tramo, el conductor pisaba la campanilla tercamen­te, avisando a algún retrasado que el tranvía no lo esperaría. De alguna puerta, de un pasillo oscuro emergía entonces un hombre corriendo, poniéndose el saco y llevando en la mano el paquetito con el sandwich. Su Su­bía jadeante, con ojos de sueño y se sentaba saludando apenas con un murmullo. Lo mirábamos con simpatía y complicidad: era nuestro compañero de madru­gón, otro condenado al tranvía del alba. El se quedaba dormi­do, cabeceando de un lado a otro, insensible a los baches y a los saltos del vehículo. Soñaba (estoy seguro) con un día sin despertador y un viaje en un tranvía que lo llevaría a los lu­gares deseados. Pero el "20" lo transportaba sin prisa hasta que llegábamos al Cementerio La Piedad, final del recorrido.
Algunos de nosotros lo sacu­día un poco y él se despertaba contento: "Este tranvía es el me­jor lugar para soñar: siempre se sueña lo que uno más quiere". Bajábamos juntos —éramos ya sólo cuatro o cinco mucha­chos— y caminábamos en silen­cio hasta Apdo. Godoy y entrá­bamos en la fábrica. La anchura del portón nos tragaba sin re­medio todos los días, mientras escuchábamos la campanilla anunciando que el "20" partía hacia el centro; arriba, la estre­llita del tróley parpadeaba co­mo un fuego de artificio o una despedida.

Fuente. Extraído de revista “ Rosario aquí a la vuelta” Fascículo Nº 14. Autor: Juan Carlos Muñiz. De julio 1991