lunes, 17 de octubre de 2016

LAS QUINTAS SUBURBANAS

Por. Rafael Ielpi



Las quintas abundaban en el Rosario de principios de siglo, y eran en muchos casos parte esencial de un paisaje suburbano de espacios abiertos, que las tenía como únicas presencias. Luego serían parte de los barrios que se iban consolidando, como en la zona oeste de la ciudad, hasta ir desapareciendo paulatinamente al lotearse sus grandes predios para la construcción de viviendas. En aquellos primeros años delsiglo XX, sin embargo, eran también ámbitos propicios para pic-nics y paseos campestres.


En el Centenario éstos se llevaban a cabo, por ejemplo, en la "Quinta Gallo" o en la "Quinta Mazza", de propiedad del comerciante y empresario rosarino Agustín Mazza, ubicada en la zona entre Sorrento y Alberdi, con una imponente residencia de reminiscencias moriscas, que constituía uno de los atractivos de la zona y que aún hoy, fijada en amarillentas postales de época, admira por su suntuosidad seguramente ajena al despoblado entorno.


La quinta de Mazza estaba emplazada en Sorrento, en los terrenos que posteriormente (en la década del 30) adquiriría la usina para utilizarlos como playón de almacenamiento de carbón, hoy ocupados por la playa de transformadores, en las cercanías del arroyo Ludueña. Allí, Agustín Mazza, que fuera uno de los tantos fugaces intendentes de la ciudad, durante algunos meses de 1890, hizo construir un verdadero castillo cuyos materiales predominantes eran la piedra y la madera; la construcción estaba rodeada de árboles que no ocultaban sin embargo la característica mudéjar de la edificación. Ésta constaba incluso de grandes cocheras, donde era alojada la caballada de la línea de tramway que llegaba hasta los umbrales mismos de la quinta.


Mazza era un acaudalado comerciante que había amasado considerable fortuna con el abastecimiento de carne en la ciudad y que contaba entre otra de sus fuentes de ingresos al Mercado El Porvenir. Era dueño también de una casa en calle Rioja, en la zona céntrica, cuyas 24 habitaciones, de no haber sido ésa su vivienda familiar, la habrían habilitado para ser uno de los tantos conventillos de propiedad de muchos de los portadores de apellidos de pro de la sociedad rosarina.
Al cesar Grandoli en diciembre del 85, el gobierno provincial desaprobó la elección de su sucesor, nombrando una comisión municipal para el intervalo. El 23 de marzo de 1887 ocupó la intendencia el nuevo electo, Pedro T De Larrechea; mas por renuncia de todos los concejales hubo otro interinato desde noviembre 29 a marzo 12 del 88, siendo reelecto Larrechea. El 10 de enero de 1890 sucedióle Agustín Mazza, quien cierra la serie de intendentes electivos. "Don Agustín" llegaría a ser una figura insustituible para la ciudad. Educado en Italia, conservó gran amor por las bellas letras y alguna vez su opinión fue tenida en cuenta para rectificar errores sobre clásicos de aquel país; pero más que esa cultura hízo le popular su inagotable bonhomía. Fue paño de lágrimas de muchos desvalidos y manta y comida y albergue y amistoso consejero. Intendente, varias veces concejal,fundador de importantes instituciones, cooperó en forma decisiva a la formación del barrio Sorrento. La ciudad le debe también el Mercado Modelo y la donación de dos leones que adornan la entrada al palacio municipal, réplica de los de la escalinata de San Lorenzo -en Génova.
(Juan Alvarez: Historia de Rosario, Imprenta López, 1943)



Uno de sus hijos, Guillermo, alcanzaría una módica fama ciudadana como el "Manco" Mazza, condición resultante de un balazo recibido seguramente como corolario de alguna de las muchas situaciones a las que lo llevaba usualmente su condición de noctámbulo y

pendenciero, que culminaría con la amputación de uno de sus brazos. Esa condición es la misma que lo había llevado a casarse —se dice que por una apuesta— con la hija de un presidente del Paraguay tanto como a andar a los tiros en despachos de bebidas y peringundines y a gastarse buena parte de la fortuna paterna en vida de Agustín Mazza y luego de la muerte de éste, al resultar principal heredero en desmedro de sus dos hermanas.

Mi familia se instaló allí en 1920 y nos fuimos en 1935. Don Agustín Mazza le alquiló a mi padre una casa que estaba dentro del chalé, para que instaláramos nuestra quinta. El chalé formaba una U: el frente, que daba a la actual calle Hernández, y los dos laterales. El patio interior daba al Paraná. En la entrada había unas rejas de estilo colonial, luego unjardín y a los costados del portón de cedro, dos fuentes adornadas con bellísimas flores. En el patio interior, que llegaba hasta la orilla del río, también había una gran fuente con flores. El chalé tenía un segundo piso, donde estaban las habitaciones principales. En el frente había un tercer piso, donde se levantaba la cúpula de vitreaux original y dos imponentes torres de pinotea (una de las cuales fue destruida por un rayo y no fue reconstruida). Recuerdo que don Agustín Mazza enviaba un mensajero una o dos veces al mes, diciendo el día y hora que visitaría el chalé. El bajaba del tranvía número 5, subía al carruaje y lo trasladábamos hasta la quinta, que recorría con gran admiración. Mi madre le obsequiaba pan casero y él nos reunía a mí y a mis hermanos y nos regalaba una moneda a cada uno. Uno de nuestra familia visitaba una vez por mes su casa en la calle Rioja al 800, donde le llevábamos las primeras hortalizas y las más lindas flores. Elfamoso "Manco" Mazza, hijo de don Agustín, vivió en el chalé en los últimos años de nuestra estadía allí. Trajo a vivir a una de sus mujeres y a toda la familia de ella. Había que llamarlo niño Agustín y no se le podía decir que no a ninguno de sus pedidos...
(Pedro Fiorino: "La Quinta de Mazza vista por uno
de sus habitantes", en diario La Capital, 27 de junio de 1997)



La quinta y residencia de Mazza en Sorrento era lugar predilecto de reuniones sociales y de aquellas excursiones campestres, tan al gusto de la época, que la convertirían en una mención obligada y admirativa entonces y en una nostálgica imagen ahora.También se celebraban picnics en la llamada "Quinta Araya", en San Lorenzo, que servía de escenografía incluso a casamientos que incluían, como se observa en algún viejo testimonio fotográfico, a un arpista para amenizar la velada, y en la "Quinta Casinelli", en Paganini.

Entre 1915 y 1925, esas reuniones sociales, bailables y campestres podían celebrarse asimismo, indistintamente, en la "Quinta Arcube", en Fisherton, elegida casi siempre, por ejemplo, por la Sociedad Juventud Unida; en la "Quinta Quiroga", de Pascual Quiroga, que demandaba un viaje a Jesús María; en la "Quinta Caccia", de Angel Caccia, en Ovidio Lagos y 27 de Febrero, lugar preferido por el Centro Soriano para sus pic-nics; en la "Quinta Introini", en barrio Belgrano, donde se congregaban las huestes del Centro Aragonés; en la "Quinta Valpolini", también en la zona oeste o en la denominada "Quinta Perelli".

No menos frecuentada era la ya mencionada y extensa "Quinta San Pedro", en barrio Echesortu, poblada por frutales, verduras y alfalfares y que se extendía desde calle Castellanos a Lavalle, e incluso casi hasta Bulevar Avellaneda y de Rioja a San Luis, escenario en 1911, de acuerdo a los diarios de ese año, de concurridas fiestas populares, en una de las cuales ochenta parejas bailaron una polonesa. La misma quinta, como otras, serviría de ámbito para otros festejos no menos populares en la ciudad en las primeras décadas del siglo XX, como los de San Pedro y San Pablo.

Costumbre popular arraigada, festejo para los chicos del barrio, rito de antiguas resonancias, la fiesta de San Pedro y San Pablo, celebrada el 29 de junio, tuvo una notoria permanencia en Rosario, que llegaría hasta la década del 50. El atractivo principal eran naturalmente las "fogatas" que se encendían a la llegada de la noche, preparadas con maderas, ramas secas, trapos viejos, cartones y papeles, y que concitaban la atención, la curiosidad y el entusiasmo de una infancia barrial y bullanguera. En sus cenizas se asaban batatas, papas y alguna que otra castaña, y el milenario espectáculo del fuego convertía a algunas esquinas de Echesortu, de barrio Belgrano, de barrio Mendoza, en escenarios que atraían el interés y la participación del vecindario. Al final, las chispas en el aire, el humo, las cenizas voladoras, culminaban la ceremonia anual mientras los grandes reunían a los chicos para retornarlos a la casa y al descanso.

Algunos baldíos, la propia "canchita" de San Pedro, demarcada dentro de la quinta homónima, y uno que otro cruce de calles poco transitadas eran ámbitos propicios para las fogatas de San Pedro y San Pablo. La acelerada vida que llegaría más tarde con el crecimiento y desarrollo de la ciudad, la penetración cultural que priorizaría otras costumbres y otros ritos, iría dejando también en el desuso todo aquello.

Pero para muchos rosarinos (como en las inolvidables imágenes del Amarcord de Fellini) aquellas fulgurantes llamas sobre la oscuridad de la noche, aquellas hogueras del recuerdo, no se apagarían nunca... Entonces, lo descampado de muchas de aquellas zonas suburbanas hacía que el brillo de las fogatas vecinas pudiera advertirse a mucha distancia, y aquella ceremonia nocturna, hija de costumbres y usos traídos por los propios inmigrantes junto con sus baúles, petates y esperanzas, se transformaba en una sucesión de brillazones que convertían a la ciudad toda en una escenografía fantasmal.
La fiesta de las fiestas eran las fogatas de San Pedro y San Pablo. Dos meses antes, cuadrillas de niños se movilizaban arrancando cuanto yuyo, cardo o maleza encontraban en los contornos y ¡os amontonaban y compactaban alrededor de un poste o mástil para levantar la parva piramidal de la quemazón. En todos los barrios ocurría algo similar. Naturalmente, surgían a veces conflictos en la recolección de cardales por razones de jurisdicción vecinal, cosas que se resolvían expeditivamente a puñetazos o en batallas campales a pedradas. O robos nocturnos y recíprocos del codiciado combustible acumulado. La fiesta era organizada y preparada por los chicos, pero el día de la quema acudían todas las familias de los contornos. Cada uno aportaba su cuota de papas y batatas para asarlas al rescoldo...

En el centro de la parva de ramas, malezas, pasto seco y todo el material juntado, se ataba con alambre un racimo de botellas vacías para que se fundiera con el calor, a la espera de que surgiera alguna misteriosa obra de arte. Y cuando cerraba la noche, en medio de un gran silencio y aguantándose el frío de las heladas, se procedía al encendido. El fuego comenzaba despacio por ¡os cuatro lados y las llamas ascendían hacia el cielo en medio de un gran chisperío, el crepitar de las ramas y el reventar de los abrojos, hasta quemar el monigote que remataba la hoguera como una extraña reminiscencia de un auto de fe... A lo lejos, se veía el resplandor de otras quemazones y todos ansiaban en el fondo de su corazón, que su fogata fuera la más grande, la más alta, que durara más tiempo y se viera más lejos. Para rematar la fiesta, mientras los chicos cantaban y saltaban agitando varas o tizones encendidos, las familias comían las papas o batatas asadas a las brasas. Algunos convidaban con una botella de anís o de caña dulce para las damas, mientras los hombres, para matar el frío, vaciaban en largos tragos alguna botella de ginebra Bols, cuyos porrones de barro cocido se usaban luego con agua caliente para calentar las camas...
(Enrique S. Inda: "La vivienda obrera en la formación
del Gran Buenos Aires (1890-1940)",
en revista Todo es Historia, N° 151)
 
Un aviso de La Capital, de 1901, se refería justamente a esas fiestas populares, de honda raíz con la inmigración: En esta imprenta se venden por mayor y menor versos para San Juan y San Pedro, con las correspondientes cedulillas para señoritas, caballeros, comadres y compadres, reflejando de ese modo la perduración de costumbres que, en general, solían tener a los barrios por escenarios más frecuentes. Este festejo popular no era privativo de los rosarinos; ocurría asimismo en calles de las barriadas porteñas y asimismo en los barrios de la capital uruguaya, también allí como fiesta de San Juan y San Pedro y no de San Pedro y San Pablo.

Antiguamente, en Montevideo, la noche del 23 de junio, sobre todo, era esperada por chicos y grandes con verdadera ansiedad. Los chicos, porque un par de horas después de la entrada del sol, podían disfrutar de un atrayente programa de festejos que les proporcionaban la gran fogata sobre la cual saltaban y que se encendía frente a la casa del dueño del santo, a los gritos de ¡Viva San Juan y San Pedro!; las luminarias que consistían en atar a un extremo de una caña un pedazo de estopa o una "esponja del campo", empapadas en kerosene; la quema de un Judas con buen número de bombas en la barriga y en la cabeza; y finalmente, la improvisada banda de música,formada por siete u ocho hombres que, en sus muy legítimos anhelos de ganarse unos reales no perdonaban a ningún Juan ni a ningún Pedro que estuviera en condiciones de retribuir, aunque modestamente, tan filarmánica forma de salutación... Y los grandes porque más tarde, a eso de las ocho y media o nueve de la noche, llegaban a breves intervalos y acompañadas de sus respectivas mamás, las chicas que, en estado de merecer, estaban ansiosas de oir la buenaventura que le daría más tarde el santo por medio de las cédulas...
(Rómulo Rossi: Crónicas sabrosas del viejo Montevideo,
Ediciones del Atlántico, 1980)



Los pic-nics, en los que se mezclaban con igual entusiasmo el gusto por el baile con la gastronomía y la posibilidad de algún idilio nacido al calor de una jornada de descanso, tenían como escenario también al llamado Prado Español, en Montevideo y Larrea o al predio del Centro Asturiano, más al oeste aún, en Wilde al 1300, inaugurado en 1926. La zona albergaba Otras quintas también conocidas entonces: "La Nélida", en Córdoba y Estados Unidos; la "Quinta Luciani", en el radio comprendido entre Pasco, Riobamba, Rouillón y Barra; la "Quinta Sanguinetti", en Provincias Unidas entre Pasco e Ituzaingó; las de Felipe Allegri, Juan Balbi, Pablo Ansaldi, Luis Reynaldo, Fernando y Pedro Zucconi y otras.

También de quintas sería, a comienzos de siglo, el paisaje del barrio La Guardia, en la zona sur del Rosario, las que ocuparían grandes extensiones en un perímetro que abarcaba el actual sector determinado por las calles Alvear al oeste, San Martín al este, Lamadrid al sur y Garibaldi al norte. Allí, innumerables familias de inmigrantes mayoritariamente de origen genovés —los Casanova, Russiardelli, Olivieri, Balbi, Scaglia, Dellepiani,Traverso, Rebagliatti, Peronna, Fogú— sentaron sus reales alrededor de la iglesia de Nuestra Señora de la Guardia, dando origen a otro de los conglomerados urbanos que la ciudad admitía en lo que eran sus "arrabales".

Allí también, el emprendedor espíritu comerciante genovés iba a consolidarse en negocios familiares, muchos de los cuales superarían el transcurso del tiempo. Melancólicas imágenes, amarillentas por el paso de los años (la del "Almacén de la Viuda", en Presidente Roca y Uriburu, o la del almacén de ramos generales de Olivieri Hermanos, inaugurado en 1913 en San Martín y Uriburu) evocan aún, hoy el paisaje de la zona en los años entre los dos Centenarios, cuando quintas y esquinas rosadas constituían una escenografia bucólica y entrañable.
En el año 1913, la familia abre las puertas del almacén de ramos generales "Olivieri Hermanos". El almacén funcionó hasta la década del 50, después se vendió y estuvo unos diez años más. Era un almacén grande; incluso recibían las latas de aceite de Italia. Yo las vi, eran unas latas verdes y amarillas de 5 litros, decoradas con arabescos. El almacén tenía también despacho de bebidas y allí se reunían los italianos para jugar a los naipes. También cantaban con acordeón a piano, lo que era todo un espectáculo. También teníamos bodega y hacíamos el vino de quinta, que era muy bueno...
("Barrio La Guardia", en diario La Capital, 5 de octubre de 1997)

Las escenas bucólicas de familias, grupos de amigos,jóvenes y niños enmarcados en el agreste paisaje de las islas, en la glorieta de alguna quinta, o en las galerías de las residencias campestres, tienen hoy el sabor de lo extinguido; entonces, entre 1900 y 1930, eran parte entrañable de la vida cotidiana de los rosarinos...
Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo III  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones