viernes, 10 de junio de 2016

Nuevo intermezzo mafioso

Por Rafael Ielpi


En el período 1920-1930 la ciudad iba a asistir al crecimiento y apogeo de la que muchos definen como una real organización delic­tiva nacida en los finales del siglo XIX y que bajo la denominación de la mafia no hacía otra cosa que trasplantar, desde el nombre mismo, antiguos códigos y procedimientos delictivos que formaban parte de la tradición siciliana. Los episodios de Mártire, Zapater y el asalto al tren en 1916 eran antecedentes que no fueron valorados en su justa medida por la policía rosarina.

En una Memoria anual de 1923, el Jefe de Investigaciones Félix de la Fuente se ufanaba: Tampoco se han hecho sentir los crímenes de la mafia y recién a la terminación del año empezaron a circular anónimos exigiendo entrega de determinadas sumas de dinero. Un cuadro de situación con el que coincidía el mismo año el informe de otro jefe, el de Seguridad Personal, Hilario Albarracín. Un policía más, el comisario Miguel Pinazo, escribe en su libro Delitos y delincuentes, publicado en 1918, entusiasmado por la resolución de algunos de los episodios pro­tagonizados por los mañosos rosarinos: Desaparecidas las causas genera doras de los "misterios" anteriores, eliminados los factores que facilitaban la impunidad, la delincuencia asociada ha quedado descubierta, y no teniendo razón de existir por otras circunstancias, desaparecerá para siempre el tras­plante siniestro.

Sin embargo en julio de 1923, en 9 de Julio y Santiago, Luis Dainotto, emparentado con uno de los sicilianos que llegara al país junto a Juan Galiffi, comenzaría a protagonizar una serie de episo­dios en los que sería sucesivamente víctima y victimario, siempre en relación con la mafia rosarina. Ese día es atacado a tiros, aunque logia salvar su vida milagrosamente y al ser interrogado por la policía se encierra en el código de silencio. A los pocos días, en el mismo barrio, un italiano de apellido Tuttolomondo cae acribillado a balazos, se supone que en represalia por el atentado aludido, sin que tampoco esta vez los investigadores logren penetrar mucho más allá del proverbial Non saccio niente de todo interrogado.

Poco antes, Dainotto, repartidor de leche a domicilio, había denunciado a la policía la matanza a cuchilladas de dos vacas de su tambo instalado en 3 de Febrero al 2100, y la recepción de mensajes extorsivos en los que se le reclamaba la entrega de mil pesos por cada uno de sus hijos, que eran cuatro. El 23 de ese mismo mes, el lechero coincide en un almacén de 9 de Julio y Santiago con Francisco Cuffaro, con quien se enfrenta a tiros seguramente por enemistades o negocios anteriores, y lo hiere de seis balazos.

El agredido (que era un modesto obrero de un horno de ladrillos y había llegado a Rosario en 1912, a los 21 años) sobrevivió hasta el 2 de agosto, muriendo sin transgredir el código de silencio de la mafia, llegando incluso a afirmar que no conocía a su agresor ni las razones de su ataque. Dainotto, por su lado, no sería menos elusivo y aunque terminara procesado por homicidio lograría la revocatoria de la sen­tencia y su libertad.

Los cuidados y previsiones que adoptara ante el temor a alguna represalia por la muerte de Cuffaro (Dainotto estuvo confinado prác­ticamente en su vivienda, habiendo abandonado incluso el reparto de leche) no fueron suficientes. El 19 de noviembre de 1923, al pasar con sus vacas por un conventillo de Balcarce al 1200, es atacado a bala­zos y salva su vida huyendo, mientras la policía detiene a los habitan­tes del inquilinato que no saben nada del asunto. El 7 de enero del año siguiente, una escena casi rutinaria se reitera en el tambo de calle 3 de Febrero, cuando Dainotto recibe la imprevista visita de tres individuos que le exigen la entrega de una fuerte suma de dinero.

Los visitantes no contaban sin embargo con las agallas del ame­nazado, que con la excusa de buscar el dinero en su casa, penetra en la vivienda contigua a los pesebres de sus vacas y regresa armado con la infalible "lupara" de dos caños y un revólver, con los que la em­prende a tiros contra los sorprendidos mañosos que, aunque armados, entienden que una fuga a la carrera es lo aconsejable. Segundo y fatí­dico error: los disparos de Dainotto terminan matando a uno de los prófugos,Tomasso Tarallo, otro siciliano de poco más de 30 años, que vivía a doscientos metros de su matador, mientras la policía logra detener a un segundo, Nicolás Ballestreri, ya mencionado como cabe­cilla del secuestro del menor Antonio Bevacqua pero que había logrado, hasta entonces, librarse de condena alguna. Un tercer mafioso, Santos Castagno, también vecino de Dainotto, conseguiría escapar de la policía.

El muerto, por su parte, también tenía antecedentes que lo sin­dicaban como miembro de la "honorable sociedad", como su denun­ciada participación en el asesinato de Cayetano Pó, dueño de una cha­cra de la zona de Alberdi, en enero de 1912, muerto al resistirse a balazos a las demandas de extorsión recibidas de la mafia, y su prota­gonismo, en marzo de 1918, en el robo de un carruaje de propiedad de Pedro Luraschi y en el asesinato casi simultáneo de Raimundo Luraschi, hermano del anterior, y de José Ancaroni, cuñado del pri­mero, quienes al hallar el carruaje robado en poder de dos hombres desconocidos, pretendieron su devolución recibiendo como única respuesta una descarga cerrada. Luraschi moriría en el acto, pero Ancaroni, que lo haría en la Asistencia Pública a los pocos días, alcan­zaría a describir a sus agresores, Antonio Lupilatto y el aludido Tarallo, que fueron detenidos en una carbonería en la que habían escondido el carruaje robado.

Apenas unos días después del tiroteo de Dainotto con los maño­sos y la consecuente muerte de Tarallo, se produce otro episodio más de esa saga de "vendettas", cuando es asesinado de un balazo de esco­peta, disparado desde un Ford sin patente, otro italiano joven, Nicolás Cipolla, de 29 años, habitante de un conventillo de Pueyrredón 1282, que la policía tenía sindicado como reducto de la mafia, y en el que se reunían regularmente una decena de integrantes de la organización para planear sus golpes.

Cipolla no era un desconocido para la justicia, ya que se lo incluía en la nómina de miembros de la mafia rosarina, con prontuario impor­tante. En 1912, había sido apresado por su participación en el asesinato de su connacional Rafael Zamudio, en Barrio Belgrano, por un ajuste de cuentas; con él, serían detenidos otros dos italianos arribados hacia poco al país, Juan D'Agostini y Esteban Curaba, este último vinculado en poco tiempo a dos hechos resonantes como el asalto al tren N° 20 del Central Argentino y el secuestro del hijo del cochero Zapater.

Aquella verdadera sucesión de crímenes al mejor estilo mafioso no terminaría sin embargo allí, aun cuando la policía rosarina sospe­chara seguras vinculaciones entre todos ellos, a través del hilo con­ductor del código siciliano de ojo por ojo y diente por diente, que la mafia tenía como paradigma. Tres meses después del asesinato de Cipolla, se produce en otro conventillo, el de San Nicolás 1270, un nuevo capí­tulo sangriento, la muerte a balazos de uno sus inquilinos, el ya men­cionado mafioso Antonio Lupilatto, a manos de dos muchachones que se presentaron buscándolo. Pese a estar armado por sospechar algún ataque, recibió un balazo en la cabeza que le causaría la muerte recién al día siguiente en la Asistencia Pública.

La policía, avisada por los vecinos, conseguiría la detención de los dos matadores, Ángel Cacci y Salvador Parla, luego cié una persecución que llegaría hasta Barrio Triángulo; su juzgamiento por la justicia condenaría a ambos sicilianos, en 1925, a veinte años de cárcel. Los hilos, esta vez, pudieron ser desenredados con mayor suerte: Lupilatto, amigo de Tarallo, había jurado vengar su muerte matando a su vez a Cipolla. Cacci, sobrino de este último, haría a su vez el mismo juramento de "vendetta" contra Lupilatto, y lo cumpli­ría al pie de la letra...

A Dainotto, el lechero siciliano, dejaría de acompañarlo la buena estrella años después, pese a su innegable sangre fría y valor para enfren­tarse con otros mañosos, cuando una orden de Chicho Chico, que ya había ingresado a la escena en la mafia rosarina, lo condena a muerte junto a otros dos amigos de Juan Galiffi: Pendino y Curaba. Para ese entonces, este tipo de enfrentamientos mafiosos se había convertido en moneda corriente en las calles de la ciudad.

Un buen ejemplo de ello es la serie de atentados contra José Farandella, conocido como "Pepino", un siciliano de 34 años, a quien la mafia embosca el 26 de agosto de 1923 en la esquina de 3 de Febrero y Alvear. Dos italianos, Diego Ulino y Juan Micheli son dete­nidos en las proximidades y la policía los acusa de la autoría de los disparos que hirieran de gravedad a su connacional. Las teorías sobre el intento de homicidio iban desde la complicidad de Farandella con Nicolás Ballestreri, a quien se detuviera antes como implicado en el atentado contra Luis Dainotto, a una "vendetta" mafiosa por razones ignoradas.

Farandella no iba a dormir tranquilo, sin embargo: poco más de un mes después, el 3 de octubre, dos hombres lo esperan esa noche en las proximidades de su casa y lo hieren de tres balazos que tampoco esta vez consiguen ser mortales. La policía, con inusual diligencia, detiene en la zona del hecho a dos sicilianos arribados poco tiempo antes: Calógero Storni y Carlos Médici, a los que acusa de ser partíci­pes del atentado, recibiendo como respuesta el habitual silencio pres­crito por el código de "omertá".

"Pepino" gozaría apenas de un año y medio de tranquilidad, ya que el 20 de febrero de 1925, cuando transitaba por calle Ituzaingó al 1800, es atacado a balazos por dos hombres que le disparan las doce balas de sus revólveres. Farandella recibe dos de ellas pero salva su vida una vez más, mientras son perseguidos y reducidos por la policía Alfonso Nachera, casi un recién llegado a la ciudad desde Italia y el ya conocido Juan Micheli, que en 1932 se contará entre los asesinos del periodista Silvio Alzogaray.

A los nombres conocidos de Cuffaro, Pendino, Micheli, los Curaba y Avena, entre otros, comenzaron a sumarse algunos más como los de Romeo Capuani y Santos Gerardi, quienes en 1929 trabajaban como choferes de dos de los muchos taxis con parada en la zona del Mercado Central, en el que Juan Avena, ya conocido como "Senza Pavura", se desempeñaba como peón de uno de los puestos de ver­dura. Los tres estarán ligados en julio de 1930 a uno de los crímenes más resonantes de la época, el del procurador Domingo Romano, cul­minación de una conjura en la que se mezclarían vínculos de familia, una herencia millonada capaz de movilizar pasiones y ambición por igual, y los expeditivos métodos de la mafia.

Esta interminable saga de "vendettas", correspondientes ritos de un código de honor de características muy peculiares y métodos drásticos era, como se dijo, muy difícil de erradicar desde el momento que era también complicado demostrar la autoría de muchos de estos episodios y castigar consecuentemente a sus autores. El famoso código de silencio de todos los implicados (también consignado antes) con­tribuía a que aquellos hechos se reiteraran insolubles desde el inicio mismo del siglo XX.

En 1908, un dramático tiroteo que epilogó una cena familiar tuvo como saldo la muerte de cuatro hombres, dos de ellos sicilianos. Lí7 Capital, al comentar el suceso se preguntaba ya entonces: ¿Será una ven­detta?, lo que pareció confirmarse luego de la investigación policial que constató que dos de los ultimados a balazos, los hermanos Carlos y José Cacciabaudo, dueños de una carbonería ubicada en la esquina de Alem y General López (hoy calle Estanislao Zeballos), habían sido víctimas de una venganza concretada por algunos de sus "paesanos" vinculados al comercio del carbón en la ciudad.

La detención inmediata de muchos de ellos no arrojaría dema­siada luz sobre el hecho pero sí lo haría el apresamiento de Carmelo Prioli, a quien la policía detuvo cuando se disponía a viajar a Europa, y la captura de Vittorio Speciale y Nicola Stalone, todos ellos sindicados como participantes de la cena compartida con las víctimas en su negocio y autores directos de los disparos que matarían también a Juan Arce, un agente policial que atraído por el intenso tiroteo (los Cacciabaudo se habían defendido también a balazos) quiso intervenir, y a un inocente testigo, Mariano González Ramos, vecino también del barrio del viejo Hospital de Caridad.

No deja de ser un dato relevante el hecho de que uno de los dete­nidos iniciales, Felipe Scilabra, quien recuperara su libertad por consi­derárselo ajeno a este episodio, estuviera en cambio estrechamente rela­cionado con otro sangriento hecho mafioso, el asesinato de Dainotto, Curaba y Pendino, en abril de 1931, por orden de Chicho Chico.
 
Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo II  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones.