jueves, 16 de julio de 2015

LA FIESTA GRANDE: EL CARNAVAL



Por Rafael Ielpi

    Pero la fiesta del pueblo (aunque de ella participara también el resto del espectro social) era sin duda la de los días del Carnaval, cuya celebración ruidosa, agresiva, pintoresca y colorinche iba a mantenerse durante décadas para ir perdiendo paulatinamente aquel carácter par­ticipado y alegre hasta convertirse en otra cosa
  Las carnestolendas, con sus corsos de carruajes, sus serpentinas, papeles picados y juegos de agua, ya eran patrimonio de la ciudad hacia finales del siglo XIX y primeros años del XX. En enero de 1870, La Juventud comentaba las impresiones que generaba la fiesta, por lo menos entre la "gente de buen tono": La semana ha sido espléndida. Ha habido para todas las edades y para todas las concesiones. Sin hablar de los bailes que han estado magníficos, la plaza ha sido también durante las tres noches el teatro de alegres escenas ocasionadas por las comparsas de damas distinguidas que iban a intrigar a sus amigos. Los pomitos de agua han tomado también gran parte de las alegrías de la plaza. Todo el mundo jugaba: niños, señoras, jóvenes y viejos.
La costumbre de festejar el Carnaval, feriado obligatorio me­diante, se había iniciado —como tantas otras modas impuestas desde allí— en la Capital Federal, con las mismas características de alegría, jolgorio y diversión que adquiriría en Rosario, donde se reiteraron, desde la década del 70 del siglo XIX hasta la del 50 del siguiente, los corsos, desfiles y concursos de mascaritas, murgas y comparsas.

Tiempo atrás, febrero era sinónimo de carnavales. Y los carnavales supo­nían disfraces, fantasías y calles llenas de serpentinas y alguna que otra bombita de agua. Llegaba la época de Carnaval, los tres últimos días de festividades, para hablar con exactitud y de repente sucedía: oficinas publi­cas, bancos, escuelas, todo eso cerraba sus puertas para dedicarse pura y exclusivamente al jolgorio de las mascaritas. La tradición, recuerda el arqui­tecto José María Peña, había comenzado en 1869, cuando "Los habi­tantes de la luna", "Los tenorios" y "Salamanca" recorrieron el empe­drado de la calle Victoria (HipólitoYrigoyen ahora) entre Buen Orden y Lorea (Bernardo de Irigoyen y Luis Sáenz Peña). Curiosamente, o no, a la vuelta de la Calle del Pecado, una de las primeras "zonas rojas" de la ciudad, fue donde se oficializó esa costumbre que, por algunos días, hacía como que borraba diferencias sociales y barreras económicas.
(Soledad Vallejos: "Jolgorios", en diario Clarín, 12 de febrero de 2003)

   En enero de 1900, por ejemplo, La Capital adelanta la moda de los carnavales cercanos, con la descripción de atuendos que hubiera valido la pena poder contemplar: Este Carnaval también se verán bonitos y caprichosos disfraces cuyo adorno se reconcentra todo en la cabeza. Y pasa a describirlos: el denominado "Alegoría de la Flora", consistente en un peinado de rodete, adornado a los lados con grandes girasoles, de los que parten otras tantas ramas de helécho que coronan la frente; la "Alegoría de la fauna", peinado muy alto, muy ahuecado, con rodete en espiral a cuyo alrededor se arrollan dos serpientes de oro y pedre­rías, mientras el cuello debe adornarse con un collar en el que figure una serpiente de gran tamaño, cuya cabeza caiga sobre el pecho. Y final­mente, "La Mineralogía", un peinado griego adornado con diademas metálicas, de las que parten dos grandes arcadas de oro cincelado, sos­tenidas por rosetones de plata.
Mientras se invita a las señoras a intentar semejantes peinados, el mismo diario anoticia que la "Sociedad de Negros Africanos" está empeñada en ensayar noche a noche las piezas de música y canto con las que se presentará en el próximo torneo carnavalesco. El 13 de febrero otra sociedad similar, llamada "Pobres negros africanos" apa­rece en el mismo diario con una noticia de ribetes insólitos: En la puerta del diario ejecutó una Marcha de los Boers. Por el entusiasmo que se advierte en ellos, quizás obtengan el primer premio en el próximo Carnaval, dice La Capital. Que los "pobres negros africanos" tocaran una marcha de los boers, sonaba entonces, tanto como hoy, como una tremebunda humorada...
Ese entusiasmo contagioso por la fiesta del Carnaval difería notoriamente de lo que ocurría en Buenos Aires en los mismos años. Andrés Carretero señala: En 1902, y según Roberto J. Payró, el carnaval había caído en la monotonía. Ya no se podía ver ni aplaudir en el corso a las comparsas como "Los habitantes de la Luna", "Los de Carapachay" o "Los locos alegres". Los disfraces y los disfrazados habían perdido el espíritu de la diversión y la alegría para convertirse en máscaras sin contenido ni signifi­cado carnavalesco. La risa se había reemplazado por el gesto grotesco. Pero en estas críticas, posiblemente acertadas, no se tenía en cuenta que era una forma de refugiarse y evadirse de la pobreza y la miseria aplicando la imaginación creadora a los escasos recursos...
Hacia el centenario de 1810, los "corsos" iban a ser una de las atracciones del Carnaval rosarino, por la posibilidad de diversión módica que ofrecía aquel desfile de carrozas, máscaras y mascaritas que transi­taba sin descanso por la calle, arrojándose serpentinas, agua florida, papel picado, rivalizando en la originalidad de los atuendos tanto como en la música y los cánticos de las comparsas, antecedentes menos rui­dosos que las murgas que vendrían después. Entre 1910 y 1916, uno de esos corsos concurridos ocupaba el sector norte del Bulevar Oroño, con un recorrido que iba de Salta a Brown, de ésta hasta Alvear y por ésta hasta Salta y Rivadavia, con las aceras y jardines situados en el medio del boulevard completamente ocupados por el público, mientras los carrua­jes transitaban por las calzadas y desfilaban algunas comparsas.
Igualmente concurrido era el corso de Alberdi, que en 1911 motivara una nota muy descriptiva de Monos y Monadas, que refleja el clima y escenografía de aquella lejana celebración popular de raíz pagana: Los palcos, que eran muchos, estaban atestados del mundo de los dos sexos. Las serpentinas, las flores y los confites enviaban saludos de un coche a otro coche. Familias de nuestra sociedad más distinguida se dieron cita allí en las tardes del domingo y martes. Se notaron algunos hermosos carros hábil­mente adornados. Faltó el carruaje alegórico, la máscara espiritual y otras cosas que no es de buen gusto mencionarlas pero por lo menos —lo que no es poco— reinó cierta relativa cultura y el entusiasmo no decayó un instante, sintiendo todo el mundo, de veras, el estampido de la bomba que anunciaba la termina­ción del corso por estar ya encima la noche...
No sería tan elogiosa en cambio, la crónica del baile de Carnaval, que tuvo sus bemoles: Hubo falta de entusiasmo; las damas y señoritas se mostraron muy hiératicas, muy sacerdotales; los caballeros, muy apegados a las mesas del refectorio. El calor era sofocante y natural­mente, lo mejor era hacer lo posible para tomar el fresco y quitarse la sed. Hubo algunas doncellas curiosas apostadas en las ventanas, que no quisie­ron llegarse a los salones... La poca animación la pondrían algunos hombres más que notorios del Rosario: Alfredo J. Rouillón, José A. Maini y Guillermo Sugasti, a quienes la revista llama generosa­mente los héroes de este hermoso triunfo. El desfile de las carrozas, en ese corso, se realizaba sobre el Bulevar San Martín, por el que se pavo­neaban asimismo las familias de ese aristocrático pueblo vecino, como se definía a Alberdi.
   En 1912, el corso de Alberdi volvía por sus fueros, para La Capital, que detallaba: El corso realizado anoche en el barrio se singularizó por la cultura, familiaridad e inmejorable ambiente social. No ha podido ser más brillante el éxito que alcanzó el corso del boulevard Rondeau en las noches del sábado y domingo últimos. Una enorme concurrencia de automóviles y coches, carros adornados y otros vehículos ocupó la calzada habilitada por el desfile y sobre las aceras se situó un gentío enorme que presenció y participó de la fiesta, indudablemente, la comisión que organizó ese corso vio satisfe­chos ampliamente los deseos y propósitos que la indujeron a propiciarlo.
Saladillo, pese a lo alejado del centro rosarino, no se privaba de organizar también su corso de Carnaval, junto al baile de disfraz y fan­tasía de rigor que, en 1915, era organizado con éxito lisonjero por el Saladillo Club. El desfile de carrozas y carros alegóricos y comparsas se hacía teniendo como escenario a la actual Avenida Lucero. Caras y Caretas, en 1915, contabiliza una carroza donde viajan Pepita y Teresa Isern y Juanita y Josefina Mangiante; coches de la época de Luis VXIII con las señoritas Oller y Zerré, y disfrazadas de mucamas de Luis XV a Albina y Esther Gaspary Trinidad y Pepita Garralda. El trayecto mos­traba calles adornadas a todo lujo por la empresa Tortella y Llusá, la que tam­bién se encargaba de la construcción de los casi cincuenta palcos que flanqueaban el paseo, instalados sobre las Avenidas Arijón, Schiflher y del Rosario, los que se ponían a la venta con anticipación y en gene­ral eran adquiridos por las familias conocidas del barrio.
El de la Avenida Pellegrini era el más concurrido de todos y se extendía desde 25 de Diciembre hasta España, y duraba hasta las 12 de la noche, cuando dos bombas de estruendo, una en cada extremo del recorrido, anunciaban el final de la jornada.


Desaforadas multitudes entregadas a la alegría y el buen humor se con-centraban desde 19Í5 y hasta muchos años después durante las carnes-pendas, a todo lo largo de la Avenida Pellegrini, desde la calle 25 de diciembre a la de España. Por el aglomeramiento de vehículos y peatones registrado en San Martín y la misma avenida, esta esquina era pre­ferida por los avispados espectadores para gozar con la delirante celebración que se extendía a lo largo de veintidós cuadras, entre ida y vuelta, aritos, chillidos desapacibles, ruidos de matracas ensordecedores, toques ^ cometas, cornetillas, pitos, silbatos y rítmicos golpes de bombos y también, briosos sones musicales, derroche en el aire de multicolores serpentinas y papel picado, nubes rociadas con chorritos de agua perfumando, exprimiendo los pomos de plomo que la contenía, y la mar de risas y carcajadas, envolvían en esas noches la locura colectiva a todo el ámbito.
(Mikielievich: Op. cíí.)
   También en 1915,1a presencia de señoritas de la "haute" (Petit, Schmidt, Cánovga, Borzone, Botta), con sus trajes de rosas y moscardones era destacada por la prensa social de la época. Hacia ese año, la concurrencia alcanzaría a las 20 mil personas en el corso de Avenida Pellegrini, con un desfile que contaba con cuatro hileras compactas de carros adornados, coches de plaza y autos.

Me acuerdo del corso del bulevar Oroño y otros años lo hacían en la avenida Pellegrini. ¡Había de carrozas! Una más linda que la otra y venía un aluvión de gente. Todos se disfrazaban y había unos pomos que no me acuerdo cómo se llamaban, que eran plateados. En los bailes bailaba enre­dada en las serpentinas. Me acuerdo del último baile del cine Real, que es tan grande. Ahí fue el último que se hizo y me acuerdo que tenía la ropa llena de papel picado. ¡Cómo se divertían con las serpentinas que tiraban de los palcos! Se envolvían cabeza con cabeza...
(Marsegaglia: Testimonio citado)


La avenida, originalmente denominada Bulevar Argentino, tenía sin embargo sus atractivos más allá de los que generaba el Carnaval: Le daban carácter la gran plantación de pinos que a lo largo de su recorrido la bordeaba en ambas aceras y que, no sabemos por qué motivo fortuito, un buen día la Municipalidad mandó arrancar, recuerda P. Berdou en Motivos de mi ciudad.
El Rosario de principios de siglo, en realidad, hacía un culto del verde. Juan Álvarez enumera algunas variantes: La estrechez de las ace­ras admitía pocos árboles, pero el inconveniente se obviaba con la flora de los fondos donde sobraba sitio para las higueras, naranjos, Jacarandas, amén del habitual tendedero de ropa y la cría de gallinas. Jardines interiores, así hubiera que formárselos con tinas, macetas o tiestos, produjeron diamelas y heliotropos que, con su perfume, contribuían a disipar los olores a establo de la calzada, siempre sucia por el trajín de los caballos o por las vacas conducidas de puerta en puerta. La costumbre o por qué no el interés por plantas y flores en las viviendas familiares era por entonces generalizada en todas o casi todas ellas, sin distinciones sociales.

La Navidad traía pinceladas de color: fósforos de Bengala, violetas, verdes, púrpuras; figuritas de pesebre de yeso pintado. Pero más color ponía el Carnaval. No faltaba en cada media cuadra, media docena de chicos para vestirlos de pirata o pelotari, media docena de nenas para volverlas, por unas horas, damas antiguas, gitanas o bailarinas de polle-rita de tarlatán. Las veredas brillaban de papel picado; y cuando la bomba de las 12 terminaba el corso, en las paradas de los tranvías se juntaban los montones de grandes, transpirados, y de chicos que se caían de sueño. Un viento, que sólo soplaba las noches de Carnaval, después del corso, arremolinaba papeles en la calle e impregnaba las cosas de nostalgia, una nostalgia contagiosa, como la tristeza de las caras enharinadas de ios Pierrot, cuando se deshacía la comparsa. Pero en las fiestas de Carnaval 110 cabía la nostalgia. Eran siestas de febrero, doradas, con el ruido de los baldazos de agua, el choque de los baldes, siempre de zinc, las corridas y los gritos...
(Foresto de Segovia: Testimonio citado)

En Arroyito, mientras tanto, los corsos se desarrollaban sobre la Avenida Alberdi, desde las llamadas Tres Vías hasta la Avenida Central, actual calle Salta. La animación principal del Carnaval, más allá de los bailes, estaba dada, en el centro como en los barrios más suburbanos, por las "comparsas", grupos musicales llenos de humor, que a través de la parodia, los disfraces, pero sobre todo las letras de sus particula­res canciones, se ocupaban de criticar y de burlarse prácticamente de todo lo que ocurría en la ciudad, incluyendo las autoridades o los gran­des apellidos.
Algunas de ellas tenían nombres realmente insólitos, entre 1900 y 1915, en los que se mezclaban el humor, el lunfardo y el gauchismo: "Los rantifusos decentes","La flor campera","Apretame, te doy cinco", "¿Qué haces, desgracia sin suerte?","Batifondo, batuque y compañía", "Somos los que vamos","Nunca seremos otra cosa","Los mosquete­ros". Por lo general se constituían en distintos barrios de la ciudad, en alguno de sus modestos o notorios clubes, según el caso, pero también las había conformadas por jóvenes de ambos sexos de la sociedad rosarina, como "No me gusta tanto" o "Gripi, grupo, grapa y Cía.", que entre 1916 y 1918 nucleaban. a ese tipo de integrantes.
Otras de estas "troupes" carnavalescas, entre las que estaban las infaltables comparsas de negros africanos, pintados por supuesto, buscaban denominaciones variadas como "Elegancia, fantasía y originalidad","Los tarugos eléctricos","Kerosén con soda","Los bus­cadores de perlas", "Los clasificadores de chicas", "Los hijos de los caraduras","Las mimosas rosarinas","El cicutal de la pampa" y otras de parecido tenor.
Entre 1920 y 1930, algunas comenzaron a ensayar y/o a actuar en locales propios, como "Los alegres pierrots", con sede en Pasco y Mitre o "Los yerbateros unidos", con casa propia en Cochabamba 306. La comparsa "Ahora o nunca" anunciaba desde el Salón Garibaldi concursos de murgas, máscaras y estampas gauchescas, que no lancen frases obscenas... Otras, como "Entre pétalos y flores", "Los Unidos" o "Estrella de Oriente", solían tener al Centro Progresista de San Juan al 3600 como lugar de ensayo y reunión. En la Sociedad "Humberto Primo" se llevaban a cabo los encuentros de "Orden y Progreso", "Delicias Rosarinas" y "Derecho al Triunfo", mientras que en el "Salón La Argentina", en Io de Mayo 1159,1o hacían "Éxito Argentino" y "Orden y Alegría". La "Sociedad Amistad" utilizaba habitualmente los salones de la Sociedad Andaluza, de Entre Ríos 771, mientras que el Centro Aragonés realizaba los bailes en sus lujosos salones de Laprida entre San Juan y Mendoza.

Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo III  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones