lunes, 6 de julio de 2015

COMPARSAS, MURGAS Y JUEGOS DE AGUA



 Por: Rafael Ielpi
Las comparsas rosarinas estaban constituidas en forma mayoritaria por gente modesta de la clase menos pudiente y de la incipiente clase media, y se organizaban en los barrios conjugando ingenio para las canciones picarescas o humorísticas e imaginación para el vestua­rio. En ellas, ya a comienzos de siglo, se mezclaban los criollos con los inmigrantes extranjeros para muchos de los cuales aquellos festejos alegres y participativos no dejaban de ser una novedad. No hay cons­tancias de grandes desmanes ni de incidentes mayúsculos en aquellos años iniciales del siglo XX en Rosario. Otra cosa parece haber ocu­rrido en Buenos Aires donde, dice Carretero, lo que antes era gentileza se había transformado en grosería, no sólo en los gestos y las palabras, sino también en los desplantes. Si antes las comparsas estaban formadas por hom­bres y mujeres de buenos modales, en los inicios del siglo XX la mayoría eran marginales y delincuentes.
Aquellas agrupaciones eran, sin duda, junto con las "murgas", que en todo caso constituían sólo una versión más desprolija y ato­rrante de las comparsas, las que aportaban la cuota de animación a una fiesta que, comenzando como un festejo rodeado de un hálito de cierto romanticismo de fin de siglo (lanzaperfumes, serpentinas cru­zándose en el aire, saludos de carruaje a carruaje) fue degenerando hacia el bullicioso y agresivo juego con agua, a los baldazos y manguerazos; los bailes se fueron encerrando en clubes, y los corsos man­tuvieron mientras pudieron su condición de evento barrial con parti­cipación del vecindario. No obstante, la idea de "adecentar" todo lo posible aquella verdadera fiesta popular nunca dejó de estar presente en algunas mentalidades moralistas y en las propias autoridades.

El Carnaval fue durante mucho tiempo una preocupación central, tanto para los sectores populares como para la élite. Para los primeros se trataba de un momento corto pero intenso de jolgorio. Para la élite era también un momento de diversión, pero aprovechaban la fiesta para autoafirmarse, para exhibir su poderío económico a través de sus carrua­jes, vestidos, ornamentos, fiestas y espacios exclusivos. Además, estaba presente en ella la preocupación, repetida año a año en la prensa y en las peticiones a las autoridades, de evitar los excesos del Carnaval. En la prensa, en los archivos gubernamentales y en el conjunto de la literatura de la época no se registra ninguna tentativa de suprimir el Carnaval. Por el contrario, se lo considera una necesidad, una verdadera válvula de escape. De lo que se habla es de civilizarlo. El 17 de febrero de 1901 decía La Capital: "El pueblo puede y debe divertirse, ya que trabaja y produce. Pero de la diversión que agrada y no ofende al abuso que daña y molesta, hay un gran paso".
(Ricardo Falcón: "La ciudad de Rosario", en Historias de nuestra región, N° 8, Subsecretaría de Cultura de la Provincia
de Santa Fe, 1998)

Ya a comienzos de siglo, Jules Huret había dejado escrita su impresión de las celebraciones de Carnaval entre nosotros: La verda­dera originalidad del carnaval argentino, que cae, como se sabe, en pleno verano, consiste en regarse mutuamente.-Este modo de refrescarse un poco brutal va desapareciendo, pero en otro tiempo, cuando el amueblado de las casas era rudi­mentario, esos juegos de agua invadían hasta el interior de ellas, y en el campo o en los barrios populares las gentes sienten todavía durante el Carnaval, ver­dadera locura por el agua. Emboscados detrás de las puertas esperan a los veci­nos y a los amigos para hacerlos tomar duchas. Los cubos, mangas de riego, marmitas, cacerolas, bañeras, todas las variedades de recipientes son confisca­dos. Desde los balcones son regados los transeúntes, que se ponen esos días sus impermeables. Los muchachos están muy atareados las vísperas hinchando los globos que arrojarán, que estallan como un proyectil al tocar al adversario.
Hasta se llegó a llenar de agua huevos vaciados cuidadosamente, pero su lan­zamiento no dejaba de ofrecer algún peligro. Hubo accidentes y se prohibió arro­jarlos, por lo que hoy se contentan con juegos de niños, que consisten en regar a la gente con tubos de agua perfumada...


Aquellos tubos eran en realidad los llamados "pomos", con los que se lanzaba líquido por aspersión a las mujeres que deambulaban por el corso, los bailes o pasaban en sus carruajes, coches o automó­viles. En las últimas décadas del siglo XIX, se jugaba ingenuamente con esos pomos perfumados y hacia 1883, las marcas más famosas y acreditadas de éstos eran Pider y Glover, cuya representante era la firma Echesortu y Casas, mientras que para 1910, campeaban los pomos "Bellas Porteñas", traídos por la casa importadora de Ignacio Granados.


¿Cómo olvidar en esta instancia al objeto protagonista, el pomo "Bellas Porteñas", tan popular como difundido en los Carnavales desde el final del siglo pasado hasta promediado el que corre? Era el pomo un envase de delgado plomo que cabía en la palma de la mano, similar a los tubos de dentífrico actuales. Venían en varios tamaños, desde el gigante N" 1 al minúsculo número 8 bis. Los envolvía un papel patoso en el que pre­dominaba el color verde. Guirnaldas de flores ascendían por los lados de la etiqueta muy art-nouveau hasta alcanzar lo alto donde aleteaban dos golondrinas. En el centro se veía una fuente de fino eje y dos platos superpuestos en cuyo borde inferior jugaban los infaltables niños desnu­dos, propios de toda alegoría finisecular. Al pie, entre laureles, las entre­lazadas iniciales del fabricante: M.A.S.
(León Tenenbaum: Olores de Buenos Aires, Corregidor, 1994)


Estos lanzaperfumes habían sustituido ventajosamente a las cas­caras de huevo rellenadas con agua perfumada, utilizadas tradicionalmente. El uso de esas cascaras de huevos, de gallina en general pero que podían ser incluso de ñandú, fue prohibido por un edicto policial del 11 de febrero de 1871. La medida originó sus buenas quejas, en especial de parte de las familias modestas, que durante el año habían ido juntándolas para negociarlas en las carnestolendas, pero satisfizo a la mayoría, que daría la bienvenida a la llamada "agua florida".
En realidad, las cascaras de huevo rellenas cayeron en desuso en 1870, con la instalación, en Paseo Colón y Humberto I, de la fábrica
de pomos del farmacéutico inglés Guillermo Cronwell, cuyo éxito fue inmediato, llegando un año más tarde a producir 6 millones de aque­llos lanzaperfumes. Lamentablemente estos pomos se podían recargar, lo que degeneró su uso, pues no faltaban los que los rellenaban con líquidos infectos que, además de tener mal olor, ensuciaban la ropa o irritaban la piel, los ojos y las fosas nasales, anota Andrés Carretero.

"Vino al mundo el Siglo XX / oliendo al Agua Florida. .."La breve letrilla basta para ubicarnos en el tiempo al par que dice de la difusión y popularidad de esa Agua. Su aroma era algo que estaba en el aire. Nadie lo desconocía. Tenía la sencilla y estimulante frescura de un prado, de las modestas flores con que se la elaboraba. Era limpia y pura, sin complicados misterios ni fatales hechizos, como la ingenua transparen­cia de su nombre. Las palabras para el recuerdo las pusieron los poetas y las registró puntualmente, aquereciándolas, la gente común. Por sobre su manifiesta difusión dominguera y festiva, tuvo el Agua Florida su marco más adecuado y lucido en los exultantes días del Carnaval. Y con los viejos Carnavales quedó identificada pues con ella perfumaban el agua de los popularísimos pomos, tan importantes para los festejos como los mismos disfraces.
(Tenenbaum: Op. cit.)

En el Centenario, Rosario Industrial describe unos carnavales que, al parecer, motivaban una activa participación de la gente: El Carnaval se presenta este año antes de lo generalmente acostumbrado en mitad del verano puede decirse, y toma a la gente con el etrain suficiente para que lo galvanice y le preste un concurso decidido. Excluido de la ciudad por completo, se refugia en los últimos reductos y toma el carácter más que de una fiesta tradicional, de uno de los tantos expedientes veraniegos a que recurre nuestra sociedad aislada en el campo... Tendremos que apuntar un cuadro de animación digno del pin­cel y de la pluma, consistente en el trasiego ferrocarrilero que lleva de la ciudad el contingente que participa de los bailes de disfraz y de fantasía. Los trenes volcando la población, una mascarada alegre y bulliciosa que se derrama en medio de expansiones de estruendo y conmueve a la sociedad y el silencio con sus voces mientras llega a destino.
El bullicio y ciertas libertades que se tomaban los disfrazados en Carnaval dieron lugar más de una vez a reacciones de las autori­dades, que intentaban, como podían, que hubiera cierta racionali­dad en medio de tanto jolgorio. El 2 de febrero de 1912 un decreto municipal permite el juego de Carnaval con flores y serpentinas, quedando absolutamente prohibido arrojar cualquier líquido, petardo u objeto que no sean los enunciados. A los infractores se les amenaza con una pena de 100 a 200 pesos mientras el dueño de casa quedaba como responsa­ble del hecho si no se identificaba a aquéllos. El decreto expresaba por último: Se prohiben los disfraces que ofendan la moral, trajes militares y ecle­siásticos de la época, como asimismo usar las insignias de la Cruz Roja, dan­zas y discursos indecorosos, con multas de 50 pesos.
Lo cierto es que la ciudad adquiría, en los días de Carnaval, entre principios del siglo XX y ya cercano el inicio de la década del '30, un clima de animación que se hacía mayor por la noche, cuando comen­zaban los distintos corsos, se iniciaba el desfile de carrozas, comparsas y murgas y se escuchaba por doquier la música proveniente de los muchos salones y clubes donde se organizaban bailes.
Después, como lo describiera Ramón Zapata en Monos y Monadas, en 1910, con las primeras horas de la madrugada, cada uno tornaba a lo suyo y Rosario volvía a ser la misma de siempre: Por ahí se oía el chiste burlesco, desabrido y picante que hacía colorear las mejillas de algunos mirones apostados en las aceras apiñadas de gentes que iban a matar el tiempo, mal empleado por cierto en una diversión de raras incongruencias; más allá, el burdo payaso diciendo bobadas en su grotesco lenguaje; en otro sitio, el oso mugriento, sudoroso y fatigado, bailando al son de la pandereta tocada por el mal improvisado gitano que le guiaba con su tosco palo y la cadena al cuello. El estridente estampido de la bomba de estruendo anunció en definitiva la terminación del bullicio. La inmensa y larga culebra formada por los vehículos se desarticuló: deshecha la hilera, marchóse cada cual por cami­nos opuestos, cabizbajos y pensativos...
   En febrero de 1923, sin embargo, el periódico Semana Gráfica, hacía un balance bastante negativo del futuro de las carnestolendas en la ciudad: El Carnaval afirmaballeva miras de desaparecer. Tal se desprende de lo que ha ocurrido entre nosotros, donde el poco brillo de otros años ha venido a menos para concretarse en una celebración sin ruido, sin atractivos y sin partidarios. Hasta las autoridades han contribuido para depre­ciarlo, desfigurando la verdadera significación de esta fecha, que ha servido para esparcimiento y alegría, confundiendo clases, estrechándolas en la festi­vidad con el sincero deseo de divertirse. Era en el corso donde se reunía la población para lograr un momento de distracción poco a poco.
Antiguamente se la consideraba como a una de las festividades dignas de celebración, mas en la forma en que se ha calificado y dispuesto el cobro de derechos, se ha privado a la mayor parte de los habitantes la concurrencia a ese sitio, llevándolos a buscar otras expansiones de acuerdo a la modestia de sus recursos. Ahora reflexionaba el cronista—, poco a poco, se extingue el entusiasmo y ese poco ánimo, reducido a las breves horas de un corso sin ori­ginalidad ni brillo, que distancia definitivamente al pueblo, que lo conceptúa, con razón, un pretexto para especular...

Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo III  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones