viernes, 10 de julio de 2015

CHAU, ARAGON( Cuento)



Autor Sebastián Sebastianelli. *  Primer Premio Municipalidad de Rosario 1982.

Temprano leí la noticia: "Ha muerto Alfonso Alonso Aragón, un personaje singular de la ciudad". La nota a tres columnas, reseñaba lo que la mayoría de los rosarinos conocían de él; y, además "que su muerte, a los 83 años, no significa de ninguna manera el olvido". Al final, agregaba el notero: "cabe señalar, por otra parte, que por resolución del titular del Departamento Ejecu­tivo, la Municipalidad se hizo cargo de los gastos del sepelio, habiéndose adquirido un nicho en El Salvador, donde hoy será sepultado. Era el 22 de diciembre de 1974.

Pobre Aragón. Algo se quebró en mi interior. Y la tris­teza antigua, manando mansamente, resucitó el brilla­zón de los años pequeños. Lloré por el loco artesano que desbarataba mi soledad con su muerte. Porque muchas cosas morían con él.

Consulté el reloj. Aún era temprano. Claro que lo acompañaría. Pedí a la secretaria que no me interrum­pieran. Y cerré los ojos para meterme en el pasado.
¡Ahí, viene el Rey Momo! ... Ahí, viene; papá, levántame para verlo...
Creo que la razón para evocar al poeta Aragón vagará por los recovecos de mi corazón mientras aliente un soplo de vida. No existe explicación para la ternura de recordar su figura de pequeñín travieso, aferrado a la a la estatura del sexto grado de la primaria. Su fascinación tiene la edad de mi infancia, cumple años conmigo. Aquel hombrecito está incorporado a mi cuerpo como lo están la mano o el pie derecho. Lleva siglos hurgo­neando en mi sangre. Sin embargo, solía abandonarme buscando proyectarse por los viejos lugares tras las co­sas que se fueron para siempre.

Ha pasado mucho, es cierto. Los rostros y los gestos perdieron sentido. Pero aún podemos conversar con el pasado que ya transpuso el olvido. Y vuelvo al hom­brecito de ojillos redondos, brillantes como bolitas de vidrio; melena negra, lacia, cayéndole sobre los hom­bros. Y trato de recrear su aire de melancólico irreme­diable, aquel halo de poeta funambulesco con mucho de loco, borroneador de cuartillas y adorador de los niños. Su magia conduce al país de la nostalgia.

¿Quién no conocía al poeta Aragón? El enigma del payasito inquieto, armonioso —no era un enano como Garay, por ejemplo, el que vendía loterías en Córdoba y San Martín— ganó su lugar en la mitología ciudada­na, merced, más que a su dudosa poesía, a lo insólito de su oficio: representar el Rey Momo en las carnesto­lendas rosarinas, con descolorida altivez. Las autorida­des municipales, los padres y los pibes, sabíamos que el corso fracasaría si no lo inauguraba el poeta Aragón. Y era un espectáculo verlo ataviado con su gran capa púrpura ribeteada de amarillos, la blonda peluca echa­da al viento, el enorme blusón, los verdes calzones, medias blancas hasta las rodillas, el cetro regio entre las manos y la corona de hojalata haciendo equilibrios en la testa saludadora. Así, lo conocieron generaciones de rosarinos; repartiendo saludos, desde su trono de utilería; otras, luchando por su verticalidad allá en lo alto de la pirámide inverosímil, de la que fatalmente —lo sabíamos— vendríase abajo en medio de las riso­tadas.

El tiempo de su reinado cabía en ocho noches del al­manaque. Ninguno hubiese tolerado fuera excluido del festejo popular. Simbolizaba la meta de los humildes y de la chiquilinada que invadía el corso. Y lo amaron intensamente aquellas legiones de pibes que aprisiona­ron la algarabía, cegados por los arcos multicolores, las comparsas y murgas inolvidables, que traqueteaban ser­pentinas cortejados por cabezudos, cocoliches, osos Carolina y mascaritas desopilantes. Y de pronto, en me-dio del asombro, avanzaba la carroza ornamentada con el Rey Momo en su cúspide, triunfal, entre los aplausos y chillidos de la gente menuda. Y el poeta Aragón nos saludaba como seguramente César saludaba a sus súbditos.

Menudo, gentil, reasumía cada año con igual fervor, fundiéndose en los vivas y la gritería, devolviendo salu­dos y sonrisas, a los que flanqueábamos el Boulevar Oroño o la Avenida Pellegrini, desde horas, tan solo pura verlo y maniatarlo en lo más profundo del corazón.

Naturalmente, jamás faltaban las groserías a su costa; pero, aparentemente, no le perturbaban. Ignoraba lo sucio; descreía las vilezas. Su vigilia quedaba por encima de la comprensión corriente. Quizás, de alguna ma­nera, supo que era la parte visible de un sueño vedado para la mayoría. Corporizaba la belleza de un sueño que ni siquiera nos prestarían por un momento.
Papá, ahora a mí; me toca a mí... Levántame, quiero ver a tu amigo...
Cuando lo traté y charlamos, creí encontrar, desbor­dando su pequenez, esa sensación anonadante de acer­carme a lo inasible. Un amigo común nos presentó en el bar "Los Colonos"; era su lugar, su parada (hoy transformado en rotisería). Llegaba puntual para sen­tarse frente a la única vidriera, siempre en la misma mesa, hacía cuarenta años, para pedir el café y la copita de ginebra.

Por entonces yo era un vendedor que no vendía nada. Y en las caminatas con fantasmas de prostíbulos, cada dos por tres me daba de frente con Aragón cargando enormes paquetones. Lo saludaba emocionado. Por eso cuando estreché la mano pequeña, suave, del poeta rey, cumplía con la promesa que se hiciera un mocoso de diez años: llegar a ser su amigo, algún día. Cómo no emocionarse entonces ante el pergeñador de sueños inocentes. Sueños que se quedan flotando; nos circun­dan, nos inauguran la vida y la muerte; y pesan en nuestra mochila, cada vez más vacía. Su pequenez irradiaba encanto. El sortilegio nacía en los ojos renegridos. La risa repicaba como una cucharita dentro del vaso. Me envolvió en su misterio. Se ga­naba la vida haciendo de comisionista entre los comer­ciantes de la zona. Y hacía mandados para las trasno­chadas pensionistas del barrio. Ganaba para vivir y pa­gar el cuartucho en donde dormía, por calle Güemes. No hubiese servido para asalariado, él no. "Mira, cua­renta años que camino por Rosario Norte, sin horarios ni patrones, que hago poesía y vivo como quiero. Los chicos me quieren, aún al precio de crecer y hacerse hombres. ¿No dices, acaso, que soy un puente de pla­ta? Sé que muchos ríen del loco Aragón. ¿A quién le importa? ". Y largó su risa pequeña, mientras saludaba a las primeras coperas que desvestían la noche de Sún­chales.

Encontarme con Aragón, a las siete de la tarde, pasó a ser la más importante de mis obligaciones. No fallaba ni los domingos.

—¿Conoces la última de Aragón? ... Anoche saca­ron a la gorda Susana del "Kismet" con flor de borrachera. La tiraron en la vereda, con las polle­ras levantadas. Para matarse de risa, viejo. De pronto apareció Aragón, con un clavel en la ma­no... ¿Te lo imaginas cuando vio a la gorda? La miró un rato largo; después de bajarle las polleras, la arrastró hasta apoyarla en la pared... Y lo in­creíble, pibe; el clavel que traía lo depositó entre las piernas de la gorda. Y siguió lo más campan­te... ¡Mira que dejar claveles a una rea encurde­lada! ...
Por meses recogí sus confidencias. Trataba de entenderlo. Había nacido en la aldea de Fuendetodos, en laprovincia de Zaragoza, cuna de Francisco de Goya y Lucientes en 1891. Contaba entonces sesenta y dos años”. Perdió a su madre siendo muy pequeño. "La mía es tierra de labradíos cercados por montañas con capuchones y muselinas doradas". Su padre se le aparecía  como el rudo campesino que volvía cantando de la labranza, sobre un carro desvencijado, tironeado por un caballo viejo, siempre de chanzas con la gente del villorio. Y cómo olvidar la alegría en torno a la rústica me­sa, cantando romances y apurando la bota del vino rojo.

Un día de 1910, con el mayor de los hermanos, se ple­garon a la quimera de América y se anudaron al desti­no de los que llegaron antes. Allá quedaron la hermana soltera y el rudo campesino. Su hermano se perdió pa­ra siempre en Buenos Aires; él, se enquistó, para siem­pre, en Rosario Norte y su tiempo sin agujas.

Descubrió a "Los Colonos", como un faro en la no­che. En sus mesas borroneaba los poemas nunca publi­cados. Y si en verdad la mayoría eran indescifrables, algunos eran hermosos. Al pie les ponía su enorme fir­ma y los regalaba como se regalan los saludos por cor­tesía.

Frente al hombrecito que recitaba llamándome herma­no, revivía, tal vez absurdamente, mi propia niñez: las manos de mi madre, las fogatas de San Pedro y San Pablo, los caballitos de madera, las tocatas de timbres, las "chupinas" al Normal, la primera novia, la pelota de cuero y esa aleve fugacidad que dormita en el fon­do de las galeras encantadas. Estaba inmerso en la tela del pequeño enhebrador de recuerdos. Todo aparecía piadosamente remozado.
—Hay días en que llega con el pecho cubierto por medallas y cintas de colores. Pero lo gracioso es que algunas son de propaganda de aceite o de ver­mut, que cuelga junto a las de oro como si tal...

¿Qué quiere que le diga?... ¿Le traigo el cafecito? ...
El disfraz de Rey Momo era su obsesión, especialmen­te en vísperas de las noches de su reinado. Jamás acep­tó se lo regalara la Municipalidad. Prefería adornarlo a su gusto y entender. "Las que se encargan de la capa, los calzones de raso, de bordar alamares, teñir y peinar la peluca, coser las lentejuelas y poner cintas de seda a las zapatillas, son Chona y Pichina Semilla, días ¿las conocés? . Son esas dos rubiecitas que atienden el kiosco por Ovidio Lagos; son primas carnales de Emilia Bertolé. Muy buenas chicas. Un par de ángeles de vacaciones por Súnchales". Al escucharlo hablar, líricamente loco, feliz, con su irreprimible alegría, mi carga de nostalgia se trastocaba en sincero cariño.

Le encantaba ser reconocido a través de la vidriera. Sus gestos más tiernos los destinaba a los niños. Vivía solo, sin mujer. Al mencionarle el tema, sonreía enig­mático. "Pues crees tú seriamente que alguna puede enamorarse de mí? Yo, únicamente yo, soy el que ama".

Me gustaba el lugar y ponderaba su pintoresquismo. "Puede ser —contestaba—, sin embargo prefiero como fue hace veinticinco años, cuando allá arriba tocaban orquestas de señoritas y caían los amanecidos en Pichincha, a ponerle broche a la fiesta escuchando tan­gos desafinados, tristones. Esos tiempos fueron buenos. Vida fácil, menos complicada y romántica. Hoy llegan sombras deslucidas y politiqueros tramposos-, esta mesa  no es puerto para Vicente Medina o Diógenes Her­nández'; no quedan cafiolos guapos como el paisano Díaz; o polacas lloronas y francesas aniñadas, a refu­giar el cansancio en el pernot importado. Eso se fue. Claro, los que pasan como turistas ignoran estas cosas".


Frecuentemente mencionaba que la hermana y el pa­dre quedaron en la aldea esperándolos, a él y al herma­no perdido en Buenos Aires. Por años les prometió que ambos regresarían: "Te envío una fotografía en la que me veo con el traje de Rey Momo. Quiero que la muestres a todos para que a mi regreso me aguarden en la plaza mayor, atronando por los aires la banda del pueblo". Josefa nunca le contestó. Y un día recibió al­gunas líneas del párroco comunicándole la muerte del viejo campesino. Se cansó de esperarlos. "Mira, él duerme ahora bajo los olivares y las vides reventonas, despertándose sólo para espiar entre los tallos de las azaleas las piernas desnudas de las mozuelas danzando en la gramilla".

—Los muertos se quedan definitivamente muertos, cuando tú los dejas morirse...
Mis visitas diarias se fueron espaciando. Cada vez más. Finalmente olvidé las citas de cada tarde. El poeta Aragón fue relegado al desván de las fantasías, al anecdotario para los hijos que bullían en mi sangre. Me convertí en uno más de los turistas de Súnchales; que pasó, sin pena y sin sombra, por sus atardeceres, sus mesas trasnochadas, sus borrachos y perdidos incurables, robando, como un ladrón, el cariño de aquel hombrecito legendario cuya necrológica sostenía entre las manos.

Estaba próxima la hora de acompañar al poeta. Saqué los ojos del techo y eché a caminar sin despedirme. En el interior del taxi experimenté un desasosiego angus­tiante. Llegamos casi juntos. Y fui a su encuentro.

El cortejo se puso en marcha, lentamente, alineando a los humildes, a las tristes muchachas de Súnchales. Cuando llegamos al lugar que le tenían destinado, alguno un figurón, esgrimió el discurso. Me fui sin saludar ni volverme para nada. Le dejé mi rezo... Chau, Aragón. Mi asustaron los hombres con pala de albañil que lo .empardaron. No aguanté, lo juro, saber que en más tendría por delante un horizonte de ladrillos.

Chona y Pichina Semilla, lloraban inconsolables.

Fuente:  Extraído del libro "La venta de la casona" ( cuentos que sucedieron antes) Editorial UNR. Publicado en Diciembre 1985.-