viernes, 12 de septiembre de 2014

UNA MUERTE ANUNCIADA



Enancada en el marco de una campaña virulenta de los periódi­cos y diarios de la ciudad y en especial de algunos como Democracia, de José Guillermo Bertotto, Tribuna o Rosario Gráfico, que no cejaban en su propósito de denunciar en forma sistemática la inmoralidad de las autoridades y su complicidad con los rufianes locales, aparece sin previo aviso la Ordenanza N° 7 del 30 de abril de 1932, que ya no deja lugar a ninguna duda acerca de su contenido ni de su intención defi­nitivamente moralizadora. La norma estipulaba que el 1o de enero del año siguiente quedarán derogadas ipso facto todas las ordenanzas, permisos o concesiones y demás resoluciones que reglamenten el ejercicio de la prostitución.
La noticia corrió velozmente por toda la ciudad pero cayó como un rayo fulminante en el corazón del barrio de Pichincha, sobre todo. Azorados en algunos casos, y por primera vez desorientados en la mayo­ría, los rufianes, madamas y propietarios de "quilombos" y todo el mun­dillo marginal que vivía a expensas de su esplendor, trató de asimilar el golpe del mejor modo posible (lo que no era fácil), intentando una resis­tencia desesperada a través de sus amigos en los niveles oficiales, que poco podían ofrecer ya ante el cariz decididamente público que había adquirido el tema de las asociaciones de tratantes en todo el país.


Los diarios de la ciudad, por su parte, se enzarzaban en una dis­cusión en favor y en contra de la nueva reglamentación abolicionista, descubriendo a la vez las profundas discrepancias políticas y los res­quemores personales que los separaban. Los rufianes, mientras tanto, apelaban a lo que les quedaba a mano: una prórroga para levantar tien­das y marcharse. Paralelamente, otra realidad rosarina, la mafia, alcan­zaba por esos mismos años notoriedad nacional, mientras se marchaba 1932 y todo seguía sin modificaciones de relevancia. Con el primer día de 1933, sin embargo, entró en vigencia la ordenanza de erradi­cación de los prostíbulos.
Las tratativas, negociaciones e incluso presiones para lograr una prórroga se habían extinguido con el correr de los meses y no se obser­vaba que los rufianes tuviesen posibilidad alguna de torcer el curso de esa historia. El derrumbe del "imperio" de Pichincha era un hecho en el mismo momento en que los cines de Rosario mostraban como ídolos populares en sus carteleras cotidianas a artistas como Gloria Swanson, Frederic March o Bela Lugosi.
Dos años después, la Ley 11.331 del 30 de diciembre de 1935 dejaba como regalo de fin de año otra sorpresa a los integrantes del mundo prostibulario: el cierre definitivo de las casas de tolerancia en todo el país, incluyendo el ejercicio individual de la prostitución. La corporación, a los tropezones, trató de sobrevivir sin lograrlo: su pode­río económico estaba quebrado o destinado ya a otros negocios; sus cabezas visibles habían sido deportadas o encarceladas, y su organiza­ción, tan aceitada hasta entonces, aparecía resquebrajada por los suce­sivos mandobles de la legalidad.
Los "quilombos" rosarinos cerraron y sólo muy pocos (algunos testimonios los reducen sólo a dos, de modestas características) eligie­ron un destierro cercano en el barrio conocido como Villa Cassini en San Fernando, localidad después llamada Paganini y actual ciudad de Granadero Baigorria, pasando el cementerio, donde languidecerían desde 1934 a 1937 sin el esplendor ni la concurrencia de sus antece­sores rosarinos.
Por pura coincidencia tal vez, las dos "casas" prostibularias esta­ban cerca de las vías ferroviarias, una vez dejado atrás el modesto campo de aviación de la localidad, reiterando lo que ocurriera en Sunchales, donde los trenes eran portadores de buena parte de la clientela de los prostíbulos rosarinos. Ya en el siglo XXI, los "quilombos" de Granadero Baigorria y el cementerio judío eran aún buen material argumental para novelas como El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinzky, mante­niendo la vigencia de aquellas historias de rufianes y pupilas.

Era famoso cuando todavía se llamaba Paganini, como el lugar en el que fueron a parar dos cosas: el juego y la prostitución cuando las campa­ñas policíales de moralización las desalojaron de Rosario en los años 1930-1931. Fue como el último reducto, como el nido de águilas donde tuvie­ron unos años de supervivencia, de caída, ya sin los fastos de Madame Safó ni de la calle Pichincha. Era un último pulmón de la mala vida, y digo mala vida por supuesto que sin ninguna connotación moral. Me fas­cinaba que fuese un pueblo, de alguna manera como los pueblos de los bus­cadores de oro en Alaska, donde había juego y prostitución, aspectos de alguna manera marginados de la vida respetable. Era como decían en las ciudades norteamericanas, "el otro lado de las vías", donde estaban las cosas prohibidas. Fui a Granadero Baigorria en enero de 2003. Recorrí mucho el pueblo y me llamó la atención el espacio que ocupan los cemen­terios con respecto a la población: es un poco desproporcionado. Busqué ese cementerio judío abandonado, prohibido, clausurado.
(Edgardo Cozarinzky: "El pasado es una reserva", en diario La Capital, 12 de septiembre de 2004)







Lo mismo ocurriría con los que se habían instalado en la zona sur, en Saladillo y en la localidad de Pueblo Nuevo, algunos de ellos incluso durante la época anterior a la escalada contra los prostíbulos en Rosario. Las cinco "casas de tolerancia", cuyos nombres se han per­dido en el olvido, si es que contaban con alguna nomenclatura identificatoria, tenían una clientela acotada sobre todo al sector sur de la ciudad y un aditamento que les otorgaba un atractivo adicional, que era el del baile en sus patios de tierra, lo que no ocurría en San Fernando ni había sido habitual en los "quilombos" de Pichincha. Los dos prostíbulos de Saladillo y los tres de Pueblo Nuevo tendrían asi­mismo su ocaso hacia 1937.
Ese año, cuando ya algunos diarios denunciaban la subsistencia de prostitución clandestina en la zona aledaña a Rosario Norte, y en el fervor y el entusiasmo que despertaba la elección presidencial que finalmente ungiría a Roberto M. Ortiz, la vista gorda policial permite la reapertura de algunos de los prostíbulos de Pichincha, en flagrante infracción a la ordenanza municipal de 1933 y a la ley nacional de dos años después. Sólo un reducido número de aquellos, como el "Moulin Rouge" y el "Chabané", por ejemplo, pudo disfrutar de ese efímero renacimiento, al que se sumarían los clandestinos habituales y alguno que otro local en el que se encubría la prostitución tras la fachada de un café con música.
La Capital se contaría entre las voces que se hicieron eco (en sep­tiembre de 1937) de las quejas ciudadanas por aquella rehabilitación tan inesperada como interesada: Autorizada esta reapertura con fines elec­torales, ya que el hecho se produjo en vísperas de los comicios, ha servido para reimprimir en pocos días a dicho barrio su pretérita e indeseable fisonomía. El ambiente que la ordenanza abolicionista aventó, ha hecho su reaparición, y en forma si se quiere todavía más ostentosa, por la proliferación de pequeños pseudos cafés, en los que se ejerce un comercio infame a la vista y paciencia de las autoridades. De esta manera, el Barrio Norte volverá a ser una especie de sec­tor prohibido para la población decente, y el parque últimamente construido y las obras de mejoramiento edilicio realizadas por la Intendencia, sólo aprove­charían a la clientela de los bajos fondos sociales. Superada la elección nacio­nal, la prédica abolicionista volvió a imponerse y los contados prostí­bulos reabiertos debieron cerrar definitivamente.
Ernesto Goldar menciona en La mala vida un dato interesante, corroborado por algunos testimonios coincidentes, como el de Wladimir Mikielievich, de los que también se hacían lenguas rosarinos con­temporáneos de esos hechos: En 1935, la sanción de la ley que prohibía los prostíbulos coincidió en Rosario con la terminación de las clases. Unos 30 estudiantes recorrieron el barrio prostibulario en una batahola desenfrenaba: asaltaban los lupanares, arrancaban cortinados, rompían vidrios y espejos, tira­ban muebles por las ventanas. Las prostitutas huían aterrorizadas. La purifi­cación se hizo con la aquiescencia de la policía. Los demócratas progresistas, que gobernaban la provincia, lo consideraron como un acto de guerra contra "la chusma yrigoyenista que se anida en esos antros". Mikielievich agrega un dato no menor: Era jefe de Policía el doctor Paganini, cuñado de Lisandro de la Torre...
El ocaso de Pichincha era por entonces un hecho consumado. La asociación de rufianes, repudiada por cierto en forma pública por la colectividad judía de la ciudad, estaba en disolución y parte de sus avatares entraban ya en el terreno de la leyenda. Ese repudio tuvo carac­terísticas reales de verdadera marginación y aislamiento: quienes per­tenecían al mundo de la mala vida no tenían cabida en el Cementerio Israelita y, como se dijo, eran confinados al de Paganini, donde se alza­ban las lápidas de pupilas, madamas y rufianes, cuyos nombres y foto­grafías, grabados en las placas de rigor, terminaron arrancados después.
Aquel fantasmal camposanto quedaría cubierto por la maleza, abandonado, sin visitantes, hasta terminar amurallado por una larga pared que lo ocultaba de las miradas de los que concurrían al de la localidad, contiguo al mismo. Algunos de los terrenos fueron adquiri­dos después por la Municipalidad de lo que ya era por entonces Granadero Baigorria, para integrarlos a su cementerio, con lo que la historia de aquellos réprobos entraría en su definitiva oscuridad. Anécdotas diversas demuestran aquella repulsa de la colectividad judía (que además era por entonces tal vez menos poderosa económicamente que la de los tratantes) a quienes formaban parte del mundo prostibu­lario, como retirarse masivamente de un teatro, según se consignó, en el que se hallaba alguno de esos especímenes...
El ocaso definitivo de Pichincha iba a alejar palatinamente del barrio a la mayoría de las mujeres que trabajaban en los prostíbulos, las que por muchos años formaron parte de la leyenda tanto como de la vida cotidiana de sus calles. Su presencia en las mismas, cosa que no era frecuente, era todo un acontecimiento, aun cuando se tratara sólo de las rápidas visitas a alguno de los comercios de la zona, especial­mente las tiendas.

El negocio de mi padre equidistaba cien metros del comienzo de una zona que hizo famosa a Rosario: Pichincha, y a ríen metros de la parro­quia de la Inmaculada Concepción: por lo tanto en la frontera entre Sodoma y Gomorra. Las vidrieras del negocio, pletóricas de telas de ves­tir de última moda, atraían a las mujeres proporcionando a nuestra casa un enorme caudal de clientela femenina. Trabajaba en el negocio un empleado turco, nacido en Estambul y educado en un colegio francés, Jacques Rousseau; su conocimiento del idioma de Moliere y su extraor­dinaria simpatía atraían a todas las dientas de origen francés, que en la zona eran muchas, transformando a nuestra casa en una Petit Galena Lafayette. Los lunes, días de salida de las prostitutas para efectuar su revisación médica y renovar la libreta sanitaria en el dispensario de la zona, los aprovechaban para realizar sus compras. Dado que nuestro Rousseau hablaba correctamente el francés, las artistas (como las llamaba mi madre empleando un eufemismo), en su mayoría francesas y casi todas provenientes del Madame Safo, llegaban a ver la nueva mercadería. Era la época de la seda natural importada y nuestro buen Jacques se cansaba de venderles las últimas novedades.

(Angel Marull: "Entre Sodoma y París", en El imperio de Pichincha, de Rafael Ielpi, Ediciones de Aquí a la Vuelta, 1990)

Los paseos de las pupilas haciendo sus compras; el regreso de la revisación médica, en grupos femeninos que llamaban la atención de los hombres a su paso y la censura de muchas de su mismo sexo; el clima pesado de los "quilombos", con su mezcla de olores diversos, entre el permanganato y los perfumes; los boliches humosos con sus cantores y sus ignotas orquestas; las figuras hieráticas o decididamente grotescas de los panzones; la romería nocturna por las calles más que iluminadas del barrio, en la que se mezclaban jóvenes y adultos lleva­dos por un mismo afán, el de la relación con aquellas mujeres que en algunos casos eran la encarnación real de más de un erótico y secreto sueño adolescente; aquella parafernalia divertida y pintoresca en medio de un mundillo de aberración y explotación de la dignidad de la mujer; toda aquella fastuosidad churrigueresca de Pichincha, había dado paso, con los modestos "quilombos" de extramuros de su ocaso, a una humilde y precaria supervivencia que tenía más de triste que de exci­tante. Al menos según los testimonios de quienes vivieron el osten­toso apogeo y esa penumbrosa extinción de los prostíbulos rosarinos.

Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo IV  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones del autor Rafael Ielpi