viernes, 19 de septiembre de 2014

GABINO SOSA



   Con ese nombre de paya­dor y su criollazo apellido, re­sultaría imposible asignarle otro destino que el que tuvo. Seguro que su llegada a este mundo -un 4 de octubre de 1899- no conmo­vió al Rosario de entonces, sino a la humilde familia que vivía en una modesta casita del barrio de la sexta, en calle Alem. Nadie podría imaginar que Gabino, nombre de payador, era el "ade­lantado" que la Providencia en­viaba al corazón de la 'Repúbli­ca de la Sexta" en la que unos años después, se instalaría pa­ra siempre Central Córdoba, due­ño de la pasión por el fútbol en ese sector de la ciudad.
Cuando las clases acomoda­das festejaban con gran pompa y exagerada inmoderación el año del Centenario -1910, un siglo después de mayo-, este criollo de piel morena, vivísimos ojos ne­gros y extrema delgadez, apare­ció en la quinta división "cha­rrúa". Tenía entonces once años, y a los dieciséis ya debutaba en primera. Se quedó para siem­pre, cambiando el color de la ca­miseta que usó toda su vida, só­lo en dos reiteradas situaciones: cuando defendía los colores de la selección rosarina y cuando lo convocaban para integrar el combinado nacional.
Los viejos espectadores que se deleitaron con su juego no en­contraron en generaciones suce­sivas de talentosos futbolistas un parámetro con el que pudie­ran compararlo. Dicen que Ga­bino Sosa no era un deportista; parecía más bien un artista, un creador. Un inventor de arabes­cos y sutilezas que embellecían cada una de sus maniobras, qui­zás por esa concepción que tenía del fútbol y el auge que por en­tonces alcanzaba el arte de los herederos del viejo juglar espa­ñol, alguien dio la clave de su idiosincrasia futbolística al de­nominarlo "el payador de la re­donda". Afirmaban que Gabino era eso: un verdadero payador; cada partido era un desafío a su interminable muestrario de co­sas nuevas, y cada rival dispues­to a pararlo -aun de cualquier manera- era una invitación al desahogo de su talento. Genero­so hasta el hartazgo, se divertía con todo tipo de malabarismo personal aunque prefería que la explosión del gol la desataran sus compañeros de equipo, sobre los que siempre ejerció un nota­ble predicamento. Sinhablaruna palabra, Gabino era en la can­cha y en el vestuario el dueño del equipo, el capitán respetado y el compañero querido.
   Gabino Sosa no sólo era un gran jugador. Fue un gran hombre. Ni siquiera los excesos del alcohol que muchos le achacaban, le hacían perder su línea de conducta; dentro o fuera de la cancha. Jamás se comportó de otra manera que lo que realmente era: un hombre bueno, pacífico, retraído, como si fuera ajeno a la enorme admiración y cariño que su solo nombre despertaba. Contaba un viejo dirigente charrúa que a comienzos de la década del 30, fue Central Córdoba a jugar un encuentro amistoso en Buenos Aires. La idea era "mostrar" a algunos jugadores del equipo a ver si despertaban el interés de los clubes porteños. Era el co­mienzo del profesionalismo y to­dos estaban a la caza de los cracks. Gabino -ya en los últimos años de su carrera- hacía mara­villas con la pelota, pero ningu­no de sus compañeros acertaba siquiera una, en el entretiempo -ya perdían por goleada- el direc­tivo reconvino seriamente a los futbolistas, explicándoles que así ninguno sería contratado para jugar en la capital. Gabino rom­pió su mutismo habitual y res­pondió más o menos esto: 'No les hable de plata. Hábleles de fút­bol. Esto es un juego, no un nego­cio. Y nosotros sólo venimos a ju­gar, no a negociar".
Ese mismo Gabino Sosa mira­ba con asombro cómo "la plata" enloquecía a muchos de los juga­dores de su tiempo. Y en 1931, al implantarse el profesionalismo, fue llamado a firmar su primer contrato profesional. No quiso hablar de dinero, estampó su fir­ma en el contrato-tipo, dejando en blanco el casillero a llenar con la cifra. El estupor de los di­rigentes alcanzó su punto máxi­mo cuando el "payador de la re­donda" se levantó para irse y venciendo su timidez ancestral y con ojos suplicantes, les pidió un par de muñecas para sus hi­jas. Muchos años después una de ellas recordaría a este cronis­ta, que aquél fue uno de los días más felices en el hogar de los So­sa. Naturalmente, aquellas dos muñecas fueron las primeras que entraron a la casa. La tremenda alegría del Negro fue incompa­rable, única, mucho mayor que la que le provocó días después la entrega de un cheque con una ci­fra inusual: trescientos pesos. Era la suma que el club le asignó como sueldo.
  Gabino abandonó la actividad deportiva en 1938, cuando para muchos testigos de la época te­nía cuerda para rato. Se fue con la grandeza de los grandes ído­los para seguir viviendo en la digna pobreza que nunca le ha­bía abandonado. Una víspera de Reyes, en 1971, una cruel dolen­cia atacó su organismo. La sala Uno del Hospital Ferroviario -donde quedó internado- fue a partir de ese día un desfile ince­sante de figuras de primer nivel en el deporte local. Se le suma­ron funcionarios, dirigentes, ar­tistas y la masa anónima, todos haciendo fuerza para que el Ne­gro se curara. Hubo partidos y combates de box a beneficio; hu­bo una cuenta habilitada para ayudar al Payador a rematar con felicidad la copla final de su tenida con la vida. Gabino luchó hasta donde pudo, hasta el 4 de marzo de 1971. El brillo de sus negros ojos se apagó a las nueve de una mañana lluviosa. Un po­eta hubiera asegurado que la ciudad, enmarcada por un cielo gris, lloraba ese día por Gabino Sosa.


Fuente Extraído de la Revista Historia de aquí a la vuelta. Fascículo Nº 2 Autor Andrés Bossio  de Abril 1991.