martes, 1 de julio de 2014

UN ESPAÑOL EN EL SAFO'



"Corrió fama en ciertos burdeles rosarinos, adonde llevaron a don José Ortega y Gasset para que se deleitara con la belleza de aquellas culientie-rras, maestras, además, de artificios de variada índole".
Tulio Carel la, en carta al autor.

. Querido Manolo: He visto que estás en Buenos Aires. ¿No te acuer­das de mi?. Hemos estudiado juntos en el Colegio de primeras letras, y como yo tengo un teatro aquí, en Rosario, no te perdono que te vuelvas a España sin venir por acá siquiera cuarenta y ocho horas. Si en ese tiem­po quieres dar unas conferencias, ya sabes que mi teatro está a tu disposición . Ven ...y no te preocupes de ¡o demás. Yo corro con todo. A ver si tienes. ¡Sernos o no sernos.1".
"Así decía la carta de su amigo de la infancia, Pepe Melgar, que Villena leía un poco asombrado. No tenía la menor sospecha de aquel "punto" anduviera por América, y menos que tuviera un teatro. Y al momento formó el decidido propósito de hacer una visita a Rosario de Santa Fe. Que no se lo agradeciera el amigo: no era sólo por su carta por lo que iba, ¡ tampoco por el cebo que suponían las problemáticas ganancias de las conferencias; no se pondría en camino por el deseo de conocer otra población argentina que no fuera Buenos Aires, y de ver aunque sólo fuera una parte pequeña del campo argentino. Todas estas podrían ser causas ^adyuvantes del viaje, pero no la razón primordial. La razón primordial "a que ...
"Algunas noches antes volvía con Solar, Terrero, Insausti, y un periodista español simpatiquísimo, llamado Santiago Rendón, de un paseo nocturno por los falansterios de Junín, Lima y Cangallo, cuando, al pasar por  Callao decidieron entrar en "El Tropezón".
"El Tropezón", ya creemos habérselo dicho al lector, era un café res­pirante muy simpático, donde, a última hora de ¡a noche, se constituían versas peñas literarias. Era de los raros sitios de Buenos Aires en que no
hablaba de la cosecha, de cédulas hipotecarias ni del valor de los terre­as; de todas las tertulias, presidía la mayor y la más clásica un tipo po-jlarísimo entre la gente de letras de Buenos Aires; se llamaba Joaquín i Heredia y era un hombre de unos cuarenta y tantos años, alto, con la irba y el cabello ennoblecidos por unos hilos de plata que enmarcaba ia faz noble de amplia pureza nazarena.

". . . Joaquín de Heredia derivó la conversación hacia el lado galante: eron cien anécdotas picarescas, relatos de aventuras pasadas y descubri-iento de unos cuantos rincones pintorescos y ocultos que Buenos Aires
tenía, como toda gran ciudad, pero que sólo podía conocerse a fuerza de tiempo y buena voluntad.
"Y fue así como el relato, descendiendo un poco de plano, vino a pa­rar en lo que vino.
"—Todo eso no es nada —dijo Joaquín, comentando los elogios que el poeta hacía de los quilombos de la ciudad— comparado con lo de Rosa­rio.
"Villena creyó que se trataba de alguna dueña de mancebía que se lla­maba Rosario, y preguntó ingenuamente: "—¿Dónde es lo de Rosario?. "-¿Usted no ha estado en Rosario de Santa Fe? "—No, señor. "-¿Ni piensa ir?
"—La verdad, no había pensado en ello.
"—Lo digo porque en Rosario, en el barrio de Súnchales, está el qui­lombo mejor del mundo.
"Manolo, con un brillo raro en los ojos, se afianzó en la silla. "— [Qué dice usted!
"—Lo que oye: yo soy enemigo de la hipérbole. El que llama allí todo el mundo, no sé por que, la casa del gobernador. Conozco gente que ha viajado mucho, que conoce las célebres casas de té del Japón, y todo lo que hay que conocer, y dice que como eso de Rosario no hay nada. Todo esto que usted ha visto en Cangallo y en Andes son bolichitos comparado con aquello.
"Los demás, incluso Julio Solar, apoyaron la afirmación de Heredia. Villena púsose de pie y, muy serio, preguntó:
"—¿A qué hora sale el primer tren para Rosario?
"Fue una chufla general, y, casi a la fuerza, le hicieron sentar de nue­vo. Ya sentado, aún decía: —No, no; hablo en serio. Yo —como dicen us­tedes— me mando mudar ahora mismo.
"¿Iba a volverse a Europa sin ver aquello?. Hubiera sido un viaje estú­pido.

"Como era en los primeros días de Julio, es decir, en el centro del in­vierno, se hacía de noche muy pronto, y por ello el poeta, deseoso de ver el campo argentino, no quiso utilizar el tren rápido de la tarde, que era el más cómodo para trasladarse a Rosario.
"Salió a las siete de la mañana de la espléndida estación Retiro; el día, con sol, era, sin embargo, muy húmedo, y el poeta, acomodado junto a uno de los ventanales del coche, se dispuso a saborear todo lo que se le fuera ofreciendo a la vista durante las siete horas de viaje.

"Villena entró en Rosario lloviendo; a las dos y pico de la tarde parecía casi de noche. La explanada de la estación estaba llena de un barro lí­quido y pegajoso, en el que los pies se clavaban.
"Tomó un coche y emprendió en dirección al hotel, un viaje suma­mente pintoresco.
"Las calles de Rosario recordaban mucho las de Buenos Aires alejadas del centro, con sus casas de un solo piso, estilo colonial, y su alineación perfecta, que hace de estas ciudades americanas un monótono tablero de damas. De cuando en cuando, en el arroyo, ocupando todo él de acera a acera, había un gran charco de agua. El carruaje, sin disminuir la marcha al trote de sus caballos, se zambullía en él, y cuando ya lo había hecho empezaba a hundirse muy seriamente, hasta que el agua llegaba a los pies del poeta: entonces, dando un balanceo violento, volvía a salir el vehícu­lo a la otra orilla del charco y recobraba su marcha normal.
"La cosa se repetía cuatro o cinco veces en cada calle, de modo que el viaje tenía un parecido extraordinario con un paseo en góndola, y Villena pensó si se habría equivocado de tren, y en vez de llegar a Rosario de Santa Fe, habría entrado en Venecia.
"Llegó al hotel, instalóse, y fuese en busca de Melgar.
"Lo encontró en el despacho del teatro; los dos amigos hacía veinti­tantos años que no se veían, y en vista de eso, la primera pregunta que Villena le hizo fue la siguiente:
"—Oye: ¿Hacia dónde cae aquí el barrio de Súnchales?
"Pero, ¿qué dices, Manolico? i Badajo! Yo creí que habías venido a Rosario a verme a mí.
"—Y a eso he venido, pero esta noche me tienes que acompañar a la casa del Gobernador.
"— ¡Ah, tigre! ¿Ya te has enterado?
"—Enteradísimo; pero no me basta.
"—Bueno, ¿has visto los carteles?
"Los había visto: al venir de la estación, y ahora del hotel aquí, se ha­bía extasiado ante unas enormes tiras de papel, en las que con letras muy grandes se anunciaban las conferencias del poeta, pero no le interesaba nada de esto: daría las conferencias porque a ello se había comprometi­do, y además por los pesos que pudieran producirle; pero era indudable que él había venido a Rosario a otra cosa.
"Pepe Melgar le acompañó a dar una vuelta por la ciudad. Rosario era una población relativamente pequeña, pero agradable: su calle de Córdo­ba, que era la central, era una de esas calles simpáticas, estilo Carrera de San Jerónimo, con mucha luz, mucho comercio, cerebro y escaparate a un tiempo de la ciudad entera.

"Villena quiso que el empresario le acompañase a comer. Después fue­ron a un teatro, y a la salida —una de la madrugada— tomaron un coche y se encaminaron al barrio de Súnchales. "IPorfin!.
"Estaba lejos; cerca de la estación, y después de caminar un gran rato. Melgar bajó del coche con Villena a la entrada de una calle muy ancha y de casas muy bajas.
"—Es mejor que vayamos a pie desde aquí: está cerca, y así verás el barrio, que tiene mucho de pintoresco.
"A la entrada de la calle, muy iluminada, había una tienda en la que servían comidas y que estaba llena de gente. Mucha había también en la calle, a pesar de la hora, paseando de un lado para otro, asomándose a la puerta de los quilombos, entrando en ellos algunos, aunque desde luego los menos. Los quilombos empezaban allí mismo, y eran, a derecha e iz­quierda, todas las casas de la calle.
"—Lo notable de este barrio —decía Melgar— es que en él, y sobre to­do en esta calle, hay quilombos al alcance de todas las fortunas: desde veinticinco centavos a cinco pesos. Míralos.
"Eran casas de un solo piso, con unas puertas de cristales esmerilados, detrás de los cuales había un verdadero raudal de luz, y que a estas horas ya se abrían sin cautela para que las pupilas de la casa se asomasen a ellas y exhibiesen así a la vista del público la mercancía.
"Abundaba en ellas ese tipo de mujer amulatado —uruguaya en su ma­yoría— con el pelo de un negro espeso y brillante, que parece recién im­pregnado en aceite. Mujer de labios muy gruesos y trompudos, que, sin ser guapa, resultaba atractiva y de una gran maestría una vez tendida en el lecho.
"—Mira: ese es uno de veinticinco centavos. Para soldados y changado­res del muelle como comprenderás . . . Aquel, en cambio, es de dos pe­sos... Y aquel otro de uno.
"La diferencia no se apreciaba mucho desde la calle; y, una vez den­tro, no era mucha tampoco. Algo más de belleza o juventud en la mercan­cía,'su poquito más de limpieza en las toallas, y su miaja de esmero en el detalle de las habitaciones.
"Doblaron una esquina, y se encontraron en una calle exactamente igual a la anterior, aunque peor iluminada.
"—Aquí las'casas ya son un poco mejores. Casi todas de dos pisos, y género francés en la mayoría.
"En efecto, en las mujeres que se asomaban a las puertas se veía esa atracción, esa coquetería en el vestido, ese . . . "phsique du role" de la francesa, que la hace tan apta para el oficio venusino.
"— ¡Vaya, hombre! Ya estarás contento, ya tienes allá la casa del Go­bernador, como tú le llamas.
"Y Melgar señalaba al fondo de la calle, a la izquierda.
"Miró el poeta con avidez.
"—¿Dónde? ¿Al lado de aquella fábrica de luz eléctrica?. Porque su­pongo que aquello tan iluminado que se ve allí será una fábrica de luz eléctrica.
"— ICa, hombre! Aquello es precisamente el célebre quilombo. Aque­llas luces son las que salen por la montera de cristales del gran patio cen­tral de la casa.
"— iEstupendo! Vamos allá. Te juro que estoy emocionado.
"Y fueron. Tuvieron que recorrer toda la calle, que era muy larga, y al final de ella, cuando el ruido y el bullicio de los otros quilombos popula­res había ya cesado, cuando la calle, antes de morir, se adecentaba del to­do, había una casa no muy grande, pero de apariencia señorial; tenía as­pecto de nueva, y las líneas arquitectónicas de su fachada la hacían ase­mejarse mucho a uno de esos hoteles de los barrios elegantes de las gran­des poblaciones, en que las familias burguesas refugian sus anhelos aristo­cráticos. Tenía dos puertas: una grande, y otra, a su derecha, más peque­ña, algo así cómo una entrada de servicio; sobre la principal, una primo­rosa marquesina de cristal contribuía ál todo severo y elegante del edifi­cio.
"Por fuera, aquello daba ¡dea de cualquier cosa menos un quilombo: no recordaba en nada a todos los que hasta enconces había visto Villena en América. Un coche de dos caballos que había parado en la puerta pa­recía esperar la salida de una dama muy respetable que, acompañada de sus nietos, saliera a darse un paseo.
"El poeta oprimió, no sin cierta emoción, el timbre diminuto que ha­bía en el marco de la puerta: al poco rato abrióse uno de los ventanillos de cristales que en las hojas de la misma había y apareció la cabeza de una mujer joven.
"Por lo visto se asomaba únicamente por ver si los que llamaban eran personas decentes, porque tras una mirada rápida, dijo: "— lAh! Voy a abrir...
"Así lo hizo; el poeta y su acompañante se encontraron encerrados en un pequeño vestíbulo a cuyo fondo había otra puerta de cristales esmeri­lados, que era la entrada verdadera de la casa. La que había abierto era una doncella de casa grande, vulgar pero limpia, vestida de negro, con de­lantal de peto y cuello y puños blancos.
"—Pasen por aquí.
"Y se abrió la puerta de cristales.
"Se encontraron en un salón primoroso: al fondo, entre dos puertas semitapadas con regios cortinones de damasco, había una gran chimenea de mármol con un espejo encima que llegaba hasta el techo; sobre el ta­blero, un reloj y unos candelabros de bronce. El mobiliario era sencillo y de buen gusto, pero Manolo no tuvo tiempo de fijarse en él.
"Hipotecaba toda su atención algo excelso que había en la estancia, una cosa diabólica a la vista de la cual, y sin pasar de allí. Comprendía por qué aquella tenía fama de ser la mejor casa de placer del mundo. En los dos muros laterales de la estancia, y a ambos lados de sendas puertas que en ellos había, admirábanse cuatro cuadros gigantescos que ocupaban casi
toda la pared, y que eran unos retratos de otras tantas mujeres absoluta­mente desnudas, en tamaño natural.
"Sin picardía, diríase que casi sin malicia, aquellas mujeres se ofrecían a la vista del público en unas posturas que, sin ser lúbricas ni voluptuosas, servían para dejar bien al descubierto los parajes más secretos y deleitosos de sus cuerpos.
"Viendo el éxtasis en Villena, que paseaba como embobado la mirada de un cuadro a otro, Melgar le dijo: "—¿Qué? ¿Te gustan los cuadricos? "— ¡Pucha! ¡Qué señoras! Si pestañearan ...
"—Pues han pestañeado, y alguna de ellas puede que aún ande pesta­ñeando por ahí.
"-¿Aquí, en Rosario?
"—No. Las cuatro han sido pupilas de lacasa:esta que medio se tapa el pecho con las manos, murió aquí hará cinco años o seis. Aquella tan mo­rena que tiene el pelo suelto es una rusa que al volver a Europa se suicidó, tirándose desde el barco al mar. Y aquella rubita de pelo corto que se ríe como una niña, a esa la he conocido yo ... en todos los sentidos de la^pa-labra, no hace más de un año. Se volvió a París hará tres o cuatro meses. Por cierto que a un amigo mío de Santa Fe, un italiano muy simpático, le obsequió con unas ilustraciones gálicas que aún se las debe estar curando.
"— ¡Ah, poetisa!
"—Y el hombre, agradecido, ¿qué dirás que hizo? "—Pegarla un tiro.
"—Regalar ese retrato: estaban ya colocados esos tres y quedaba ese hueco vacío. El habló con la dueña, hizo que el mejor fotógrafo de Bue­nos Aires hiciera esa ampliación, y lo regaló a la casa con marco y todo. Ahora, siempre que viene a Rosario, no deja de hacer una visita aquí: pa­ga sus cinco pesos, y a una hora en que ya no hay parroquia y esto está vacío, se coloca delante del cuadro, rinde culto manual a Onam, y se mar­cha a la calle. Dice que a él, como no sea con la vista, no lo vuelve a man­cillar ninguna golfa.
"Manolo estaba emocionado. El también habíase colocado ante el re­trato y, poniendo los ojos en blanco, daba de cuando en cuando grandes suspiros. Melgar, que estaba a su espalda y no le veía las manos, se alarmó un poco y fue hacia él.
"—¿Qué haces hombre? IQue estoy yo aquí! '
"Pero había sido una falsa alarma: el poeta tenía las manos cruzadas sobre el pecho como los místicos del medioevo cuando se les aparecía la imagen rutilante de su Dios.
"—No; no temas, Paquico, no estoy imitando a tu amigo el de Santa Fe. A mí nó me gusta gastar la pólvora en salvas.
"Estaban solos en la estancia; muy cercano se oía al piano un tangui­to, a cuyos sones alguien debía estar bailando. Villena fijóse de nuevo en los cuadros, uno por uno. A su vista iba considerando en la gran cantidad
3€ idiotez y de impotencia psíquica que suponen todos esos desnudos académicos de cuadros y estatuas que pueblan los museos del mundo. La literatura ha creado un tipo de belleza extática, muerta; unos cuerpos de mujer que cubren púdicamente los senos o el vértice del sexo con las ma­nos, con una hoja de parra, con la punta de un velo, que parece así caída al desgaire, o con mil artificios diversos; los literatos dicen que eso es be­lleza pura, sin mezcla alguna de lujuria ni de pornografía. IMacanas!. A la vista de estos cuerpos de mujer, que sin gesto picaresco alguno no hacían más que exhibir lo que la naturaleza les había dado, se comprendía lo ab­surdo de esta otra belleza fría, incapaz de despertar en el que la contem­pla ese soplo del deseo, motor eterno de la existencia.
"Estaban allí como en su propia casa; nadie salía a recibirles, nadie les hacía caso . . . Una muchacha rubia, con el pelo suelto y vestida con un traje negro muy corto, cruzó varias veces por la estancia; apenas hizo más que sonreirles, y volverse a marchar.
"—Bueno, ¿pero aquí no sale nadie?
"No había terminado de decirlo, cuando se abrió la puerta que había en la pared de la derecha, y salió un tipo alto, muy delgado, vestido de "smocking", que al ver a Melgar vino risueño hacia él.
"— ¡Hombre!. ¿Usted por aquí?
"—Acompañando a este amigo.
"Hizo ¡as presentaciones, y el tipo, en cuanto oyó el nombre del poe­ta, se abrió de brazos y prorrumpió en las mismas exclamaciones de asombro y alegría a que tan acostumbrado estaba Manolo desde que ha­bía pisado tierra americana.
"—Pero, ¿qué hacen ustedes aquí tan solos?. Vengan acá.
"Les hizo entrar en la habitación de donde él acababa de salir. Era un saloncito muy coquetón, en el cual, ante un piano, un joven, de amplias melenas, iba desgranando los compases de un tango, de aquel tango que sonaba como una obsesión en los oídos de los visitantes desde que pene­traron en la casa.
"—Aquí vengo yo todas las noches unas horas y doy mis lecciones de baile a la parroquia y a las chicas de la casa. Si hubieran ustedes venido un poco antes hubieran visto qué academia francesa teníamos aquí. Aho­ra todas se han mandado mudar: andan por allá dentro. Con permiso . .. vuelvo enseguida.
"En voz baja, para que no les oyera el pianista, que seguía tocando co­mo si fuese un rollo mecánico, Melgar explicó a Villena: "—Este es el profesor de baile de la casa. "— ¡Ah!, pero ¿hay profesor de baile? "— ¡Ya lo creo!
"—Pero hombre, yo creí que la gente que venía aquí no tenía tiempo para bailar.
"—Los hay que vienen a holgarse y después a aprender el tango.
"Bueno, pero en esta casa, ¿dónde están las mujeres?
"Como obedeciendo a una llamada mágica, por una puerta casi secreta que había en el muro, apareció una dama: era una señora, una verdadera señora en toda la extensión de la palabra. Ama o encargada, el caso era igual, se puso a las órdenes de la visita.
"Hablaba una mezcla de argentino y francés, que resultaba deliciosa.
"- iOh! Tendrán que esperar: las señoritas andan casi todas por ahí conversando con sus novios.
"El eufemismo, por lo delicado, conmovió al poeta.
"—Dice usted que conversando ...
"-Sí; pero pronto vendrá alguna. ¿Por qué no pasan al patio?. Está lindo.
"El patio central, de donde salían las luces que a Villena tanto habían llamado la atención desde la calle, estaba inmediato al salón de los cua­dros famosos, y era un amplio cuadrilátero de muros y columnas imitan­do jaspe, con una especie de fontana en el centro, y sin más muebles que unos bancos de terciopelo adosados a las paredes. Venía a ser una mezcla de patio andaluz e italiano, y aunque no había en él grandes alardes de decorado, resultaba una estancia espléndida, radiante de luz; las puertas que daban a él estaban todas cubiertas con tapices de tonos claros y ale­gres.
"Dos parejitas, formadas por dos mujeres de la casa y dos parroquia­nos, cuchicheaban en dos extremos de la estancia, acomodadas en los asientos. Tenía razón la señora: aquello de "conversando" no había sido una figura retórica.
"Pero nada de bullicio, nada de aquella aglomeración de clientes como en los quilombos elegantes de Buenos Aires, colas de cabritos que pare­cían aguardar la suscripción de un empréstito. Aquí todo era recogimien­to, paz conventual de una casa religiosa en la que se rindiese culto a un dios complaciente y voluptuoso.
"La rubia de antes volvió a pasar. Iba sola y Villena la señaló a la due­ña.
"-¿Le gusta? "— iYa lo creo! "-Margot.
"Acudió solícita y risueña; era francesa, pero hablaba el español a la perfección.
"—Este señor quiere ir contigo.
"La respuesta fue echarle un brazo por el cuello y sonreirle más am­pliamente. "—¿Vamos?.
"En el patio quedaron la dueña y Melgar hablando seguramente de po­lítica.
"—¿Por qué no me has llamado? He pasado varias veces por delante de ti y nada me has dicho.
"—Como ibas tan seria ...
"—Nos está prohibido dirigirnos a las visitas mientras ellas no nos lla­men.
"— i Hombre, eso está bien!
"Ai fondo del patio, por una de las puertas, se llegaba a una especie de vestíbulo desde el cual se pasaba a una alcoba. La cama, el lavabo, el gran armario de luna, los demás muebles, eran realmente suntuosos; por otra puerta diminuta que había junto a la cabecera de la cama se veía el cuar­to de baño, con su gran bañera de porcelana, su aparato de duchas, sus chismes accesorios e . . . higiénicos: todo limpio, todo brillante, todo re­luciente como si se acabase de estrenar.
"El poeta, mientras se despojaba de las ropas, preguntó a la joven:
"—Oye, ¿son así todas las habitaciones de la casa?
"—Todas.
"—Pues aquí sé pone un comedor ahí en el patio, y resulta un hotel de viajeros estupendo.
"La muchacha, sin ser una belleza, resultaba una mujer agradable: el cuerpo era impecable; la carne, blanca, muy blanca, combinaba muy bien con el color del pelo que le caía por la espalda como un haz de espigas: un cabello de un rubio oro muy limpio en el que se veía que nada debía a oxigenaciones más o menos disfrazadas.
"La muchacha, de trato muy simpático, a más de pulsar todas las cuer­das del amor, sabía bien su oficio. Para el poeta Manuel Villena, aquella su primera noche en Rosario de Santa Fe, fue un canto a Francia repeti­do varias veces. La hija de las Galias era de las que tienen marcado un tiempo fijo para la duración de ciertas expansiones, y aunque la víctima, saciada ya, gritase que ya tenía bastante y quisiera librarse de sus garras acariciadoras, ella seguía hasta el fin, produciendo esa mezcla de placer doloroso que es lo más refinado de la voluptuosidad.
"A la tarde siguiente, cuando Manuel Villena, vestido de frac, salió al escenario del teatro a dar su conferencia sobre "Psicología experimental del amor", ante un público compuesto en su mayoría por señoritas can­dorosas, lucía unas ojeras que parecían dos calamares despachurrados. Un par de ojeras que venían a ser una garantía de que el conferenciante había estudiado a fondo el tema de que se proponía hablar..."
NOTAS
1 Joaquín Belda. El Compadrito. Págs. 118 y siguientes. Madrid. 1920 // Joa­quín Belda. Biog. Escritor humorístico y novelista español contemporáneo. El autorizado critico Cansinos Assens, en su obra Las Escuelas Literarias, ha di­cho de este autor: "Joaquín Belda representa el erotismo burlesco y es él
quién introduce en este teatro erótico enriquecido por los sacrificios trágicos refiriéndose a Hoyos) a las alegres comparsas atelanas simplemente y humana­mente obscenas. Este formidable humorista ha escrito, con "La suegra de Tar-quino" y con "La Coquito", el Don Quijote, exterminador de esos libros de caballerías eróticas. Joaquín Belda nos alivia, nos absuelve, nos liberta del po­der de las furias eróticas ..., nos invita a una risa de despertar frente a sus tra-
viesos espejos cóncavos benignamente deformadores ... El ha profanado los misterios eróticos y ha mostrado a los oficiantes lo ridículo de sus actitu­des . . . con sus libros de benévolo humor ..., con la tonante carcajada de Bel­da, que es el autor de un admirable libro serio: "El picaro oficio". Ha escrito: "La suegra de Carpino" (Madrid, 1909); "¿Quién lo disparó?" (1909); "Me­morias de un suicida" (1910); "Saldo de almas" (1910); "La farándula" (1910); "La piara" (1911); "Alcibíades-club" (1912); ''El picaro oficio" (1914); "Una mancha de sangre" (1915); "La Coquito'' (1915); "De aquellos polvos" (1916); "Mas chulo que un ocho" (1917); "Las noches del Botánico" (1917); "La pregunta de Pilatos" (1917); "Memorias de un somnier" (1917); "Las chicas de Terpsícore" (1917); 'Traviatismo agudo" (1918); "Un pollito bien" (1918); "El alumno interno" (1918); "La diosa razón" (1918); "La ba­jada de la cuesto" (1919); "El compadrito" (1920); "Carmina y su novio"; "Una representación de Fausto"; "De Pinto viene el amor"; "En el país del bluf. Veinte días en Nueva York" (1926); "Vicios de España" (1929), etc." Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana. Tomo II. Pag. 17. Espa­sa Calpe S.A. Madrid. 1931.
Esquina N.O. de las calles Pichincha y Jujuy. Fachada del cine teatro Casino, hoy con­vertido en chochera


Fuente: Extraído del Libro “El Rosario de Satanás del Autor Héctor Nicolás Zinni, el Capitulo 2, del Tomo II . Editorial Fundación Ross. Año 2000