jueves, 24 de julio de 2014

Los males secretos



La zona ofrecía, aparte de todo lo mencionado, algunos ámbitos dedicados enteramente a otros menesteres, como la herboristería ubicada en Avenida Francia y Jujuy, donde una numerosa clientela acudía regularmente en busca de "yuyos" para todo tipo de dolencias, ente las que se contaban las enfermedades venéreas, o alguna farmacia donde adquirir los preservativos "Cabeza de Negro", muy recomendados  entonces como salvaguarda de las terribles secuelas de muchos intercambios prostibularios.
Dos soluciones un tanto más científicas las aportaban, entre 1920 y 1930, la "Clínica X", en Jujuy entre Pichincha y Suipacha, y el Instituto Antivenéreo, en Suipacha entre Salta y Jujuy, cuyos servicios eran por cierto requeridos en forma frecuente por los que habían sufrido alguno de esos habituales "percances".
Es que las denominadas "enfermedades secretas", como se men­cionaba con pudor en la época a todas las afecciones venéreas prove­nientes de un comercio sexual promiscuo, realizado por lo general en condiciones de higiene poco o nada recomendable, eran moneda corriente en los años del esplendor de los prostíbulos. Por eso no debe extrañar que ya desde 1900 y hasta 1930, los diarios y revistas inclu­yeran en sus páginas una infinidad de avisos y publicidades referidas a remedios para la curación de blenorragias, sífilis, chancros y toda una variedad de males de transmisión sexual, la mayor parte de los cuales se convirtieron en pasado con el descubrimiento de la penicilina. "Pescarse una purgación", como se decía en lenguaje popular, era el prólogo de tratamientos a veces dolorosos y de aventurada eficiencia.
En 1900, por ejemplo, se promocionaban unas "Cápsulas blan­cas de opiato curativo", que contenían arsénico y eran fabricadas por Bourgueaud en París y distribuidas en Rosario por la firma Gietz y Navarro, y garantizaban curación segura de la blenorragia; en 1901, las "Cápsulas de Kava Santal", provenientes de la clínica de un doc­tor Fournier, en el 22 de la Place Madelaine parisina, y similares a las anteriores, aseguraban remedio total de los males secretos sin régimen ni tisana y sin cansar o perturbar los órganos digestivos.
También de 1901 eran las publicidades de la "Inyección de Grimault al mático", un preparado a partir de hojas de mático (una hierba pipireácea de los Andes peruanos) y sales de mercurio, popular para la cura de la blenorragia, y las del Instituto Masson, de Avenida de Mayo al 1100 de Buenos Aires, que prometían el envío de un libro que indicaba cómo sanar las "enfermedades particulares" de los hombres. A comienzos de siglo, el remedio más recomendado era las fricciones o inyecciones a partir de mercurio. El procedimiento, sin embargo, más que una cura de la enfermedad venérea provocaba por lo general una serie de graves inconvenientes para quienes recurrían de buena a fe a semejante receta.

En ese momento, lo que se utilizaba eran las sales de mercurio intra­musculares y el arsénico endovenoso. El tratamiento, si se hada bien, duraba cuatro meses y en ese lapso de tiempo la enfermedad se curaba, pero había
muchos abandonos del tratamiento, porque las inyecciones endovenosas de arsénico había que colocárselas todos los días y los muchachos que trabajaban, por ejemplo no podían ir. En ese momento, en realidad, no había grandes mediciones: entonces, para curar la blenorragia se hacían lavajes: se ponía un ¡rallador con una canulita, se ponía una sonda y se hacían lavajes en k uretra y a veces hasta la vejiga, con permanganato de potasio. No cu para prevenir sino para curar. Los lavajes se hacían en el dispensario. La expresión estar podrido viene de enton­ces: la blenorragia provoca una infección en la uretra del hombre y a veces afecta la vejiga, provoca cistitis y llega por los conductos al tes­tículo y provoca orquitis, que es muy dolorosa. Entonces los muchachos decían que estar con eso era estar podrido, estar muy dolorido, muy hinchado. Por eso también el déjame de hinchar o ando podrido y me tenes podrido, todas esas frases surgen de las complicaciones que traía aparejadas la blenorragia...
(Mercau: Testimonio citado)


Entre 1912 y 1918 era habitual toparse con avisos de toda clase de remedios, algunos tan de temer como el "Sondul", cuya publicidad lo definía como aparato moderno para curar uno mismo las enfermedades particulares de los hombres. El curativo, inventado por el profesor Levi, de Génova, consistía en una sonda con toda la apariencia de un cor­tante espadín, que debía introducirse en la uretra a través de su orifi­cio exterior. Eso solo y los quince pesos que demandaba el aparatejo, deben haber hecho temblar a más de un rosarino, compelido, entre la sífilis y el espadín, a optar por ese suplicio...
Monos y Monadas publicaba en octubre de 1910 una noticia que tendría suma importancia para el tema: El doctor Ehrlich es autor de una fórmula que ha denominado 606para la curación de una de las más terribles enfermedades que afligen a la humanidad: la sífilis o avariosis. Lo mismo que en Alemania, España y recientemente en Buenos Aires, se ha comprobado que la curación es un hecho innegable..  El parásito productor del mal se encon­traba a las pocas horas, por la investigación microscópica, deformado y muerto y en menos de un día había desaparecido del organismo.
Poco tiempo después, también Rosario empezaba a contar con aquel remedio, si nos atenemos a la noticia que anunciaba: En la tarde del último jueves los doctores Kunz y Brickman aplicaron en la Enfermería Angio-Alemana la primera inyección del 606, fórmula descu­bierta por el sabio doctor Ehrlich. El enfermo infectado es un argentino de 20 años, que se inficionóó hace dos meses. Los doctores aseguran que en breve el 606 se habrá expandido por todo el mundo para alivio de la humani­dad doliente…
Se trataba, en esencia, del descubrimiento del salvarsán, conocido también con el nombre de arsenobenzol o 606. Fue preparado en 1909 por el médico y bacteriólogo alemán Paul Ehrlich (1854-1911), direc­tor del Instituto de Terapéutica Experimental de Frankfurt del Main, quien obtuviera el Premio Nobel de Medicina un año antes, com­partido con el ruso I. Mechrikov. El salvarsán se mostró al principio muy eficaz para detener e incluso para curar la sífilis, que había sido hasta entonces y desde cuatro siglos atrás, uno de los flagelos más resistentes a los adelantos médicos de cada época. Sin embargo, sería sólo con el descubrimiento y la aplicación de la penicilina que la enfer­medad sería finalmente combatida con éxito garantizado.
Otros productos famosos eran las "Pildoras Lambert" y el "Elixir Antisifilítico" de la misma marca, que allá por 1912 garantizaban curas radicales no sólo a la blenorragia sino también a la estrechez de uretra, el catarro de vejiga, la castrense "gota militar", etc. Hacia 1914, la "Far­macia del Cóndor", de Córdoba 884, ofrecía terminar por 6 pesos con la temible gonorrea, que era popularmente conocida como "purga­ción", en un lapso de tres a diez días, por antiguas que sean.
Antiblenorrágico conocido era el "Activon" para ambos sexos, que se vendía en Rosario entre 1925 y 1930, y el "Hermesyl", que era un poco anterior, de 1913 aproximadamente, cuyo slogan sabio de "más vale prevenir que curar" venía acompañado de una infor­mación bastante más puntual: Si usa el Hermesyl después de un contacto sospechoso o algunas horas después, impide toda afección sifilítica. El reme­dio, como casi todos, era de origen francés, ya que se fabricaba en la Farmacia Delpech, en el 6 de la Rué Deux-Baules de París, al igual que la "Injection Cadet", de la Farmacia Durel, del 7 Boulevard Denain.
Por los años del Centenario, para no ser menos, la "Droguería del Águila" (ya abandonada su denominación de "botica", que la identi­ficara en el siglo XIX) prometía cura definitiva a los casos más cróni­cos con el" Antineon de Locher", un extracto japonés de éxito garan­tizado después de 6 a 8 frascos, a $ 3.50 cada uno. También en 1919, el doctor José Agneta, ex catedrático universitario y ex médico del Hospital Italiano, anunciaba: Hace personalmente las curaciones necesarias, masajes vibratorios de la glándula prostática y curación de la impotencia, en su consultorio de Corrientes al 1000, frente a la Plaza Santa Rosa.
Para los que observaban cierta decadencia sexual (lo que podía ser un drama tremendo en una visita al quilombo) las ofertas varia­ban también entre productos como el "Vigorón", unas pastillas tóni­cas que, según afirmaba su publicidad, mantienen las energías de todas las razas, o el "Herculex", un aparato pergeñado por el doctor C. A. Sanden, cuyos avisos aparecieron entre 1901 y 1915 aproximadamente, promocionando su libro El vigor: su uso y abuso por el hombre y asegu­rando: Hace treinta años que estoy curando hombres con mi aparato eléc­trico, sin ayuda de droga alguna. Es un tratamiento del hogar, seguro, infali­ble. El buen doctor agregaba una coda o remate publicitario digno de Parravicini: O mejor aún, venga y examine el aparato en persona y permita que yo examine el suyo...
Más allá de ese verdadero arsenal de medicamentos de todo tipo, no escapaba a nadie la peligrosidad extrema de las enfermedades vené­reas. Karin Grammática rescata un pasaje de una novela de Lorenzo Stanchina, publicada en la década del 30, en el que un hombre al que se le comunica que ha contraído sífilis en un contacto con una pros­tituta reflexiona: Sabía que los sifilíticos se convierten con los años en por­querías humanas. ¿Se volvería loco? ¿O terminaría la vida paralítico de ambas piernas? Nadie le impedía casarse porque nadie conocía su enfermedad. Pero después ¿qué sería de su mujer? ¿Era tan ignorante para desconocer las conse­cuencias que podrían sobrevenirle a la mujer y los hijos?
Grammática consigna: La invisibilidad de las enfermedades venéreas (que les permitía correr silenciosas por la sangre de los contagiados sin mani­festarse sino tardíamente, con la posibilidad cierta de haber propiciado nuevos contagios) y sus alcances hereditarios explicarían el pánico que estas enferme­dades sexuales provocaban en la sociedad y la decisión del Estado de legislar sobre ellas. Esa decisión se concretaría en la promulgación de la Ley de Profilaxis sobre finales de 1936, elaborada por la Comisión de Higiene y Asistencia Social de la Cámara de Diputados de la Nación, que tomaba en cuenta las ideas y proyectos de algunos pioneros como Tiburcio Padilla y sobre todo Angel Giménez. La norma, sin embargo, por deficiencias y ambigüedades en su reglamentación, no sería la solución que esperaban sus bienintencionados inspiradores.
En Rosario sin embargo, la lucha científica contra el flagelo  de las enfermedades “secretas”  había comenzado unos años antes, en 1929 cuando la Municipalidad designa al joven médico José María Fernández como responsable del dispensario antivenéreo. Este comprueba allí de,  modo descarnado, la dimensión alcanzada por el contagio de las en enfermedades producto del contacto sexual con prostitutas a la vez que las  manipulaciones mafiosas que se ponían en movimiento para evitar que los controles perjudicasen los negocios del mundo de la "mala  vida”.
Tal constatación lo llevaría a convertirse en uno de los adalides (desde el campo de la medicina) de la abolición de la prostitución reglamentada en la ciudad, además del prestigio científico y profesional que obtuviera aún en los círculos médicos internacionales y del indudable magisterio ejercido sobre más de una generación de discípulos

A poco de andar el doctor comenzó a comprobar que había una  gran mafia; él le sacaba sangre a las prostitutas y le cambiaban las muestras  para que los resultados fueran negativos, que aparecerá que no había enfermedad. Nosotros lo solíamos ver llegar a la sala 4 del Hospital Centenario que en aquella época era el servicio de Dermatología a cargo del doctor Enrique Fidanza, con los tubos llenos de sangre para que no rehicieran el cambio, que no le adulteraran los resultados. Allí empieza a ver aspectoss que la gente no veía: ese tráfico de cosas, el comercio que había. Inicia entonces un movimiento para liquidar la prostitución oficializada, porque cada mujer que estaba en el prostíbulo tenía la patente de prostitución  le daba la Municipalidad. Costó trabajo convencer a mucha gente, pero Fernández consiguió el apoyo del intendente, del director de la Asistencia Pública, un hombre muy correcto que lo acompañó en esa campaña¡ doctor Invaldi, concejal socialista, también le dijo que lo apoyaría desde el Concejo Deliberante para liquidar la prostitución reglamentada en la ciudad. Recuerdo que el doctor Fernández comparaba a la prostituta del pros­tíbulo con una ametralladora y a la callejera con un revólver. La de la calle  podía tener a lo sumo dos o tres contactos por día; en cambio la de los prostíbulos  tenía 30 o 40, así que las posibilidades de contagio eran en enormes
(Mercau: Testimonio chitado)              

Más de un rosarino ilustre, algunos de ellos provenientes ¿e ja talentosa bohemia artística de principios del siglo XX, como Augusto Schiavoni o Manuel Musto, se contarían entre quienes, por su frecuentación de los ambientes de la "mala vida", estuvieron más propensos, e inermes, al contagio de estas enfermedades, y no debe omitirse que el paso a la locura del gran Pablo Podestá, tuvo a la sífilis como su com­probado origen. Contra ese mal (y el mal social que implicaba la degra­dación de la mujer en el ejercicio de la prostitución) lucharía empe­ñosamente el hoy injustamente olvidado doctor Fernández.

La verdad es que realmente ni Rosario ni Santa Fe ni el país le han reconocido al doctor Fernández el mérito de haberle dado dignidad a la ciudad. Porque no hay nada más ridículo, más antihumano y artificial que el acto sexual con una prostituta, que sólo pone el cuerpo mientras come una manzana, por ejemplo: no tiene sentido. Nunca se mencionó tampoco lo que significó la tarea de Fernández en la lucha contra la lepra. Hizo mucho junto con el doctor Schujman, cuando dirigían la sala de lepra del Hospital Carrasco: hasta hace poco, Rosario fue la escuela de leprología argentina. Venía gente de todas partes: de Japón, de China, de la India, de Europa, de Brasil. Mucha gente venía a consultar a Fernández por­que aportó una serie de adelantos y vivíamos los mojones plantados por él en el conocimiento de la lepra. Estando yo una vez en París, en 1956, me presentaron a un médico chino. Yo le dije mi nombre, y que era de Argentina, de Rosario, y el chino me dice: "Hospital Carrasco". Lo cono­cían por el doctor Fernández, que tenía un enorme prestigio entonces, un hombre de gran responsabilidad sanitaria y prestigioso científico interna­cional. Todos esos méritos no se los ha reconocido la ciudad como se lo merecía. Esa es la verdad...
(Mercau: Testimonio citado)



Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo IV editado 2005 por la editorial homo sapiens ediciones