lunes, 2 de junio de 2014

EL NACIMIENTO DE PICHINCHA



Por Rafael Ielpi

Pero el cambio de ámbito de los prostíbulos no fue tan radical: la 4.a y Pichincha estaban en realidad tan cerca que sólo una calle (Santiago) las separaba como una frontera fácilmente superable si no ilusoria. De allí que, por lo menos en la primera época de esplendor de Pichincha, ambas fueran casi un solo y único conglomerado donde la "mala vida" y la buena fortuna de los tratantes, rufianes y madamas llegó a parecer, en verdad, eterna.
La estación Súnchales, que sería luego Rosario Norte y sobre los finales del siglo XX una fantasmal estructura a la que ya no arri­baba ningún tren (hasta su reformulación como sede de la Secre­taría de Cultura municipal), se convertiría entonces en el punto de partida de los rosarinos viajeros y en el de arribo natural a la ciudad de miles de pasajeros provenientes de otros puntos del país, que en muchos casos sólo conocían de ella su costado menos grato pero más famoso: el de los "quilombos" aledaños a esa terminal ferroviaria.
Un interés curioso que compartían también los millares de mari­neros extranjeros que llegaban al puerto y que en muchos casos sólo sabían de español la palabra mágica que, como una contraseña entre­gada en otro puerto lejano, les abriría las puertas de un efímero placer rigurosamente tarifado y que ellos pronunciaban a su modo, general­mente como "Pichinchou".
El centro de ese barrio lo constituía sin duda la propia estación, cuya denominación de Súnchales aludía a la por entonces modesta localidad del norte santafesino en la que concluía el tendido aprobado en 1884 y que nacía precisamente en Rosario. Frente a ella, en las pri­meras décadas del siglo, una abigarrada escenografía de coches de plaza, tranvías a caballo y luego eléctricos, vendedores ambulantes y viajeros que llegaban para embarcar en algunos de los trenes o que aso­maban su asombro chacarero a la calle, ponía una nota colorida y rui­dosa, junto con sus cercanos locales de comida, sus cafés y la proximi­dad del llamado "barrio del pecado".
También el Bajo montevideano, otra vez, aparece como compa­rable no sólo por el "negocio" sino por la escenografía y fauna de la zona, portuaria allá, cercana a una estación ferroviaria aquí, en la que se acumulaba, como consigna el uruguayo Emilio Sisa López en Tiempo de ayer que fue, un libro excelente sobre el pasado de la capital uruguaya, una parafernalia parecida.

En cualquier bocacalle se instalaban vendedores ambulantes con sus carritos en los que se ofrecían chorizos, confituras, bizcochos "borrachos" con vino, de coco, sandías recién caladas o, en invierno, maniseros con su bolsa sobre el hombro. No faltaba el que pregonaba libros con poses, des­pertando la curiosidad de los buscones con sus descripciones, o los exper­tos en la mosqueta y otras yerbas, por no hablar del coco y la falopa. También estaban los fotógrafos ambulantes con sus máquinas y capuchón, sacando postales que muchos guardaban como testimonio de sus andan­zas por el barrio infame, como le llamaban en su época... Ninguno de los barrios canallas o los aledaños porteños de Mataderos, San Fernando, San Martín podía compararse con el Bajo montevideano, en el clima, el carácter y la fuerza novelesca de su ambiente: en esa mezcla de malan­drines, hampones, rufianes de alta escuela y aprendices de macró, por un lado, y del otro, poetas, soñadores, seres que se evadían noche a noche de la realidad cruel de la rutina :payadores ,guitarreros, artistas...
(Emilio Sisa López: Tiempo de ayer que fue, Editorial Vanguardia, Montevideo, 1976)

La descripción de la zona prostibularia de Montevideo bien puede corresponder en forma estricta al conglomerado de personajes y luga res que constituían el corazón de Pichincha, en las proximidades de la estación y barrio de Súnchales. Ese sector del Rosario era, en los años  del 900, una de las fronteras de aquella ciudad que se poblaba rápida mente; exhibía un crecimiento envidiable y en él se sucedían una de rancheríos y viviendas precarias en las que se hacinaban, como           los conventillos porteños de principios de siglo o en los "conventos rosarinos del mismo período, los habitantes de esos insalubles ghettos urbanos. La zona, obviamente, no había recibido aún el nombre que la identificaría luego como el paraíso de los "quilombos".
En esos terrenos y en esa zona crecería, poco después del inicio de la década iniciada en 1910 y hasta comienzos de la siguiente, un barrio peculiar. En él, los ranchos serían reemplazados más tarde por una serie de construcciones, algunas hasta lujosas, con abundancia de vitraux y mayólicas, espejos y ornamentos, y el hacinamiento anterior dejaría lugar a otro tipo de promiscuidad más encubierta y legalizada pero no menos peligrosa: la prostitución.
Este paisaje urbano de comienzos de siglo en lo que después sería el barrio de Pichincha, se vería modificado por la decisión y ejecutividad del intendente Luis Lamas. La paulatina proliferación de viviendas precarias en ese sector, sobre el fin del siglo XIX y comienzos del XX, sumada a la falta generalizada de higiene en la ciudad y a la carencia de limpieza adecuada, que constituían el prólogo casi obligado di la aparición de epidemias ya conocidas en la ciudad como la fiebre amarilla, el cólera (1886/87 y 1894/95) o la peste bubónica en el siglo  XIX, terminaron por exasperar al eficiente funcionario, que proyectó una operación de saneamiento de grandes proporciones para intentar la erradicación de los males apuntados.
Los terrenos donde después se levantaría el barrio prostibulario fueron limpiados y desmalezados por las cuadrillas municipales enviadas por el intendente, y sólo quedarían en pie dos o tres rancheríos que terminarían por desaparecer entre 1910 y 1915, ante el avance de la construcción de viviendas destinadas a prostíbulos ya negocios de todo tipo y características en la entonces transformada zona. La decisión de Lamas se concretó con dureza en el umbral mismo  del  siglo XX (con criterios discutibles desde el punto de vista de la preservación de la salud pública y discriminatorios hacia la clase baja) en los barrios y conjuntos urbanos más humildes, los llamados "barrios obreros", muchas de cuyas viviendas fueron desmantelados  derrumbadas.
La presunción, nunca demostrada, de la existencia de muertes por
peste bubónica trajo como consecuencia la disposición, desde el ámbito nacional, de un cordón sanitario que aislaba a Rosario, de la que sólo podían entrar o salir personas o mercaderías previamente desinfectadas o que hubieran sido sometidos a una rigurosa cuarentena.  La Municipalidad rosarina consiguió limitar la medida
convenciendo al poder nacional de que bastaba con el aislamiento de los barrios obreros, que serían los que más sufrirían los embates de desinfecciones, fu­migaciones y desalojos manu militan, en especial en los barrios Refine­ría, Talleres y de las Latas.
Debe consignarse que la preocupación por una política de higie­ne y preservación sanitaria en la ciudad había comenzado en admi­nistraciones municipales anteriores a la de Lamas, como las de Octavio Grandoli y Pedro de Larrechea, preocupadas por la reaparición de al­guna de las temibles pestes. Los "operativos" de la administración Lamas, sin embargo, adquirieron características de inusual rigor hacia las vivien­das donde habitaba la clase trabajadora, al punto de obligar a La Capital, en febrero de 1900, a afirmar que quemar casillas y ranchos y dejar fami­lias enteras en la calle es cosa fácil para quienes las ordenan y realizan, pero insoportable para los que sufren los efectos.
La prensa anarquista de la época, por su parte, iba a denunciar también esa discriminación, en detrimento de una paciente población que siempre ha sonreído, con una risa tranquila y beata, aun para observar cómo los ladrones derribaban las casas bajo el engañoso título de fumigaciones especia­les, sueros bacteriológicos y un número infinito de trampas científicas sin nom­bre, como se leía en La Libera Parola del 1o de mayo de 1900.
Entre aquel conglomerado de ranchitos, caballos, perros y pas­tizales bravos, la memoria urbana, aun enturbiada por el paso de los años, ha rescatado algunos nombres como los "Ranchos de Pereyra", en Güemes y Suipacha, y "La Ciudad Perdida", que detrás de su poé­tico nombre encubría un verdadero dédalo de callecitas de tierra y viviendas pobres, donde no escaseaban las trifulcas ni se escatimaban las "milongas" a cielo abierto, en Vera Mujica y Brown, a la vera de una de las tantas vías del Ferrocarril Central Argentino.
Sin excluir, por cierto, en esos parajes, una que otra riña de gallos Con nutridas concurrencias donde se mezclaban hombres de bomba­chas, alpargatas y pañuelo al cuello, quinteros, curiosos y uno que otro panzón con ganas de distraer sus ocios mientras sus pupilas trabajaban. Una noticia policial del 15 de enero de 1915 consigna en jurisdicción de la 4.a, la existencia de otra extensa ranchada habitada por jornaleros y familias en la manzana comprendida por las calles Jujuy, Brown, Alvear y Santiago, de característica similar a la anterior.
Aquel perímetro comprendido por las calles La Plata, que pasa­ría a ser Ovidio Lagos después de 1915, Avenida Francia, que hasta 1904 fuera Boulevard Timbués, Salta y Güemes, había quedado expe­dito para convertirse en el enclave de la "zona prohibida" de la ciu­dad. No extrañaría a nadie, en consecuencia, que entre 1913 y 1915 aproximadamente, la actividad se multiplicase en ese barrio práctica­mente inexistente como tal hasta allí, con la llegada de un pequeño pero incansable batallón de trabajadores de oficios diversos y hábiles artesanos, desde albañiles a carpinteros y desde decoradores a electri­cistas, plomeros y fontaneros, que tomarían parte en la construcción del nuevo ámbito de los prostíbulos rosarinos.
El municipio, por su lado, contribuyó con algo que también sería atracción y novedad bienvenida: la red de flamantes luminarias, que otorgaron al sector donde se instalaron los burdeles, un aire de per­manente fiesta nocturna, casi de verdadera feria pueblerina. Lamas expondría en la habitual Memoria que los intendentes tenían costum­bre de publicar anualmente, dando cuenta de su gestión en el período 1998-1902: Procedí a efectuar en los barrios que no se encontraban en las condiciones de sanidad exigibles, el desalojo y aún la remoción de las vivie das que no ofrecían garantías para la salud de sus habitantes, ejerciendo con  toda energía mi autoridad, a fin de conseguir la higienización de la comuna.
 Señalaba el creador del Parque Independencia —no aceptando el carácter autoritario de las operaciones llevadas a cabo— el espíritu de su campaña, tendiente casi exclusivamente a mejorar lo que h( llama "calidad de vida" de los rosarinos: Aunque sin recurrir a violencias¡ que esta Intendencia ha tenido el mayor cuidado de evitar, ha sido preciso obligar  a muchas gentes pobres a abandonar sus casillas y ranchos, porque eran un peligro para la salud pública, trasladándolas, con los elementos con que cuenta  la Municipalidad, a parajes más apartados. La mayor parte de esas vivienda como sucedía en la zona comprendida entre las calles Salta, Boulevard Santafesino, Boulevard Timbúes y Avenida Wlieelwright, eran otros tantos focos de infección que no sólo constituían una amenaza para la vida de los que las habitaban sino que también en un caso de epidemia, hubieran sido el núcleo más terrible para germinación y propagación del mal...
Lejos estaba de imaginar el prudente y eficaz intendente que aquella zona  convertirse, por tres décadas (y él viviría para verlo), en el enclave de  una actividad prostibularia permanente.