martes, 4 de febrero de 2014

Entre murgas y antifaces



Pero la fiesta del pueblo -aunque en ella participara también el res­to del espectro social- era sin duda la de los días de Carnaval, cuya celebración ruidosa, agresiva, pintoresca y colorinche iba a mantenerse durante décadas para ir perdiendo en forma paulatina aquel carácter participativo y alegre hasta convertirse en otra cosa. Las Carnesto­lendas, con sus corsos de carruajes, sus serpentinas, papeles picados y jue­gos de agua eran patrimonio de la ciudad hacia finales del siglo XIX e inicios del XX.
Ya en 1900, las sociedades carnavalescas, muchas de ellas dedicadas a homenajear a los negros -la Sociedad de Negros Africanos, la llamada Pobres negros africanos, que recorrían el centro rosarino con sus cantos y bailes- se movilizaban bajo la forma de comparsas, troupes o murgas, invadiendo las calles, los salones donde se llevaban a cabo los bailes y los corsos callejeros, en una especie de contagiosa exaltación colectiva.
Algunas de ellas tenían nombres realmente insólitos entre 1900 y 1920. en los que se mezclaban el humor, el lunfardo y el gauchismo: Los rantifusos decentes, Qué haces, desgracia sin suerte, Batifondo, batuque y compañía; La flor campera o Apretáme, te doy cinco. Por lo general se constituían en distintos ba­rrios, en alguno gestos o notorios clu­bes, según el caso, pero también las había conformadas por jóvenes de ambos sexos, de la sociedad rosarina como No me gusta tanto o Gripi, grupo, grapa y Cía Otras de esas troupes carnavalescas buscaban destacarse con denomi­naciones variadas que iban desde Elegancia, fantasía y originalidad a Los clasificadores de chicas u otros como Las mimosas rosarinas. El cicutal de la pampa o Kerosén con soda y Los tarugos eléctricos... Aquellas agrupaciones eran, sin duda, junto a las murgas -que en todo ca­so serían sólo una versión más desprolija y atorrante de las comparsas- las que aportaban la cuota de animación desenfadada a una fiesta que, co­menzando como un festejo rodeado de un hálito de cierto romanticismo fin de siglo (lanzaperfumes, serpentinas cruzándose en el aire, salu­dos de carruaje a carruaje) fue degenerando hacia el bullicioso y agresivo juego con agua, a baldazos y manguerazos. hasta que los bailes se fueron encerrando en clubes, y los corsos mantenían, mientras pudieron, su condición de evento barrial con participación del vecindario El juego de agua tenía, desde el siglo pasado, sus elementos esenciales en los pomos, con los que se lanzaba líquido por aspersión a las mujeres que deambulaban por el corso, los bailes, o pasaban en sus carruajes, coches o automóviles. Hacia fines del siglo XIX las marcas más famosos y acreditadas de estos tubos lanzadores de agua eran Pider y Glover, mientras que para 1910 campeaban los pomos Bellas Porteñas, importados por Ignacio Granados.
El ajetreo que producía la llegada del Carnaval era enorme e iba desde la preparación de los disfraces -disfrazarse era por esos años una costumbre general, que nadie encontraba ridícula ya que incluso se rivalizaba en los atuendos- a los ensayos de las murgas y compar­sas, y la preparación y decoración de las carrozas, carros y vehículos utilizados en el desfile de los corsos barriales. Abundaban los disfraces tradicionales, desde las damas antiguas al Oso Caroli­na y desde los caballeros cortesanos a los Pierrots y gauchos ele utilería. En muchas casas de barrio se cosía afanosamente du­rante algunas semanas, para que los chicos, y los grandes tam­bién, estuvieran en condiciones de no desentonar en los días de Carnaval.
Otros, recurrían a Gath & Chaves, La Favorita, La Platense, de Rioja y Sarmiento, y otras tiendas donde se vendían dis­fraces de todo tipo mientras los que gustaban de estruendos mayores podían proveerse de bombas y fuegos artificiales en el negocio de Leonardo Moris, en 9 de Julio al 700, o en el de Miguel Coviello. en la misma calle a la altura del 1000.
Desde comienzos de siglo, los corsos iban a ser una atracción del Car­naval, con su desfile de carrozas, máscaras y mascaritas que transitaba sin descanso por la calle, arrojándose serpentinas, agua florida, papel picado, rivalizando en la originalidad de los atuendos tanto como en la música y los cánticos de las comparsas. Entre 1910 y 1916, uno de esos corsos ocu­paba el sector norte del Bvard. Oroño, con un recorrido que iba de Salta a Brown, de ésta hasta Alvear y desde allí hasta Salta y Rivadavia.
Igualmente concurrido era el corso de Alberdi, con sus palcos instala­dos sobre la vía de desfile, que era el Bvard. San Martín, actual Rondeau, por el que se pavoneaban tanto las carrozas como "las familias de este aristocrático pueblo vecino", como comentaba "Monos y Monadas". Saladillo, pese a su lejanía del centro rosarino, no se privaba de organizar también su corso, junto al baile de disfraz y fantasía organizado por el Saladillo Club. Los carros alegóricos y comparsas desfilaban por la Actual Avda. Lucero y el trayecto mostraba "calle* adornadas a todo lujo por la empresa Tortella y Llusá", la que también se encargaba de la construcción de los palcos -cerca de cin­cuenta- que flanqueaban el paseo, instala­dos sobre las avenidas Arijón, Schiffner y del Rosario.
Fuente : Bibliografía usada de la Colección “Vida Cotidiana de 1900-1930 del Autor Rafael Ielpi del fascículo N• 5.