martes, 29 de octubre de 2013

EL MAGNETISMO DEL GRAN "FIO"



"Parra" o "Fio", como se rebautizara a sí mismo en su época de eximio tirador en espectáculos de variedades en todo el mundo, actuó en 1911 integrando una compañía que se estacionó en el viejo tea­tro de Rafetto, para estrenar una serie de piezas tan breves como efí­meras: El lobo de mar, Sherlock Holmes en Buenos Aires, Los Peñaflor, El doctor Franz y Los baños de Saladillo, esta última sin duda una conce­sión al "color local".

Parravicini conmociona a la ciudad y en especial a los sectores más conservadores en cuanto a la moral y costumbres vigentes con sui salidas, sus "morcillas" salvadoras, sus cuentos subidos de tono y sus monólogos, una especialidad, entre los que causaban regocijo y daban comentario para toda la semana algunos como El descubrimiento de  América y Lección de moral y urbanidad, que como es de suponer tenía poco de ambas cosas.

El éxito es resonante y las ocurrencias del cómico forman parte de la charla cotidiana de los rosarinos, sobre todo los de las clases popu­lares que son sus incondicionales, aunque no faltan las familias dis­tinguidas que, vestidas con la etiqueta que demandaba el teatro (aun­que fuera un teatro tan sui generis como el Politeama, que no había perdido su original condición "galponera"), también se reían a car­cajadas de las obscenidades de "Parra", que era un auténtico maestro para eso. Todo ello teniendo en cuenta que muchas de sus salidas, a la luz de lo que ven y oyen hoy los espectadores, sonarían a inocentadas mayúsculas.

En el Politeama, ya entonces, aquel actor de aspecto diabólico, hijo de una familia distinguida, de enorgullecedora genealogía, daba razón a las muchas historias y tal vez leyendas que se cuentan sobre sus recursos y extravagancias en el escenario, donde cada noche podía ocurrir con él algo novedoso, en busca de lo cual iba un auditorio siempre nutrido, que mermaba las posibilidades de las otras salas rosarinas.


Algunas veces, llevado por su entusiasmo, dejaba las cosas tan enre­vesadas que había que seguirle la corriente para salvar el descalabro escénico. En cierto saínete, habiendo subido a actuar la noche del estreno sin haber asistido a un solo ensayo, hizo su aparición en escena. El apuntador alcanzó a darle el pie: ¿Dónde está Núñez? Parravicini lo repitió, agregando su infaltable morcilla: Me tenía que esperar... Los que estaban en escena por poco largan la carcajada. Parra se puso entonces a buscar a Núñez hasta debajo de los muebles, y como los actores seguían tentados por la risa, terminó exclamando mientras hacía mutis: Se debe haber emborrachado y estará en el altillo.Voy a buscarlo... Pero resultó que, según el libreto de la obra, su personaje preguntaba en realidad por la estación Núñez, ya que caracterizaba a un provinciano recién llegado a Buenos Aires. Hubo que seguir el equívoco. Al final de la pieza, Parravicini se presentó con el propio apuntador del brazo: ¡Por fin encontré a Núñez! ¡Estaba preso! Había inventado un personaje
César Tiempo: Florencio Parravicini, Centro Editor de América Latina, 1971)

Las andanzas rosarinas de Parravicini estuvieron signadas por el aplauso y el afecto popular, aunque no faltaron ingredientes pintorescos, más allá de la propia condición del personaje, como en la tempo­rada del verano de 1915 en el mismo Politeama. "Parra" era protago­nista entonces de una cabalgata teatral que incluía nada menos que cinco piezas por día: a las 3 de la tarde Los dos Pérez, Los Peñaflor y El doctor Franz, y por la noche, El Intendente y Loco lindo.

La jornada del 31 de diciembre de 1914, por su parte, fue movida para el elenco más allá del ajetreo de actuar en cinco obras diferen­tes, ya que esa noche nutridas descargas al aire provocaron diversos acciden­ten; una bala perdida cayó en el Teatro Politeama en momentos en que la sala estaba repleta. Hubo alarmas pero no desgracias de ninguna especie, infor­maba La Capital. A "Fio", que era un tirador extraordinario, el inci­dente de aquel proyectil sin destino debe haberle dado argumento para alguna de sus proverbiales salidas de libreto...


Parra tenía una simpatía desbordante: era una máquina de inventar. Y no sólo en el escenario. En la vida diaria vivía imaginando cosas a cada momento. En el Teatro Argentino, cruzando el escenario, tenía su camarín, un camarín muy grande, muy lujoso y muy cómodo. Después de ¡a función, y a veces antes, venían a visitarlo las cocottes de aque­llos tiempos. Pierina Dealessi y yo, desde nuestro pequeño camarín, escu­chábamos el taconeo de sus chapines lujosos y el frufrú de sus amplias polleras de seda y salíamos a espiarlas porque sabíamos que iban al camarín de Parra. Escuchábamos las risas y el ruido de los corchos de las botellas de champagne que se destapaban en su honor. Y nos imagi­nábamos cosas... Después volvíamos a nuestra realidad: sandwiches de queso y pan francés. Parra no venía casi nunca a ensayar. Llegaba al ensayo general de la tarde y por la noche debutaba... ¿Cómo podía rea­lizar tal milagro? Muy sencillo: tenía un apuntador llamado Goycoechea que era su sombra y lazarillo. Desde la escotilla lo iba llevando: Don Florencio, siéntese, don Florencio, vaya para la izquierda, mire para el costado derecho... Ocurría que en esa época los actores no estábamos obligados a memorizarnos la letra como ahora. Habría tiéé imposible. A veces se estrenaban dos y hasta tres piezas por semana, •!< modo que los apuntadores eran indispensables.

(Bozán: op. di )



Mientras la prensa de Rosario era concluyente en los primeroi días de aquel 1915: Se reitera el éxito de Florencio Parravicini en ti Politeama, otra noticia comenzaba a entusiasmar a la ciudad: el anunció de la temporada oficial de La Opera, que prometía cinco funcio­nes de abono para la mitad de año —la primera función sería el 9 de julio— con un elenco completo del Teatro La Scala de Milán, que incluía 70 profesores de orquesta, 20 profesores de banda, 60 coristas, 24 bailarinas, con un repertorio que iba de Ipagliacci a L'africana. Si lo anterior pareciera poco, se agregaban en los anuncios los nombres de los cantantes: Enrico Caruso, Titea Ruffo y Bernardo del Muro.

Por su parte, "Parra" retornaría nuevamente, pero a La Ópera, en 1918, con la compañía Muiño-Alippi, con Vittone-Pomar y Roberto Casaux, y en 1924 y 1926 al Colón, y en cada una de aque­llas temporadas se reiteraba el romance (jocoso, es cierto) entre el público rosarino, buena parte del cual era de origen inmigrante, y ese cómico particularisimo, de aspecto faunesco, educado en los mejores colegios de la Argentina, tirador excepcional, piloto de la incipiente aviación nacional, pero que había elegido el teatro como oficio y vocación y, dentro de él, ese género casi indescriptible entre gracioso y chabacano, que después derivaría en la llamada "revista porteña".

Fue en Rosario, en esa temporada en el Politeama, cuando "Parra" pudo leer la noticia de su muerte en muchos diarios nacionales. Poco antes de una de sus actuaciones tuvo un vómito de sangre que obligó a su traslado al Hotel Italia donde se alojaba regularmente, y allí se repi­tió el cuadro con una abundante hemorragia. Sin pulso y sin conoci­miento, fue dado por muerto a las 3 de la madrugada. Los cronistas de varios de los diarios rosarinos se adelantaron a la confirmación de la noticia y la publicaron sin más averiguaciones, en aras de ganar la pri­micia a los vespertinos. Incluso telegrafiaron el suceso a Buenos Aires, donde algunos diarios alcanzaron a incluirlo en sus ediciones. A la mañana siguiente, más de una necrológica daba cuenta de la vida y de las idas y venidas del fallecido artista, tan querido por el público. El artista, convaleciente de su dolencia, se enteró del caso una semana después, ya recuperado, al leer los diarios de aquellos días. Seguramente ni el mismo hubiera inventado una ocurrencia semejante, aunque algu­nos años más tarde le volvería a ocurrir algo similar en Mar del Plata, donde solía veranear y donde era propietario de un espléndido cha­let, acorde con los tiempos de la "belle époque" de la ciudad de Pedro Luro y Peralta Ramos.

El 24 de abril de 1914, Parra publica en la popular revista porteña Fray Mocho una jocosa página que, bajo el título de "Mis memoria de ultratumba", pasa revista al inusual episodio en Rosario: Lo hago con gusto porque supongo que no existe en la tierra nada tan bonito y agradable como reírse de la propia agonía, sobre todo cuando gozamos de per­fecta salud y especialmente cuando esa agonía sirvió para probarnos que aún tenemos en este mundo amigos capaces de llorar por nosotros, que pasamos la vida haciéndoles reír...

Después de agradecer a los médicos, sin cuya idoneidad, afirma Parravicini, este artículo lo hubiera escrito, sin duda, mi cadáver, relata lo que él supuso eran sus momentos finales: Entraron mis amigos, los más íntimos. Me estrecharon la mano, me besaron, me empaparon en lágrimas sala­das o salerosas. Yo trataba de animarlos, pero quien más ánimo precisaba era yo, que veía, en realidad, que me moría. Los médicos me habían puesto en la cabeza una bolsa de hielo y al divisarme en el espejo que hay frente a mi cama, rodeado de aquellos hombres jóvenes y viejos que sufrían por mí y al contem­plarme con aquel monumento polar en la sesera, juro que me sentí un sultán, un Nabucodonosor, un Sardanápalo. Y entonces comencé a repartir todos mis bienes, muebles e inmuebles.

El "fracaso" de aquella muerte lo impulsaría, días después, a requerir la devolución de sus legados "postumos", y a prepararse para reiniciar una rutina teatral que lo iba a tener como rey indiscutido hasta su muerte, por su histrionismo y talento para la improvisación, más allá de zafadurías y procacidades que hoy serían inocentes, y por su convocatoria, que lo ubicaba entre los actores más taquilleras del teatro nacional.


Tuve a Parravicini en el Teatro Colón en 1924 y por dieciséis días defunción le pagué 24 mil pesos, a razón de 1.500 pesos por día, el mayor cachet que se le ha pagado a un artista de teatro argentino. Es inexplicable que Parravicini, artista de sensibilidad tan fina, de educación tan esmerada y de instrucción poco común, tuviera una propensión tan acentuada por lo grosero, principalmente en escena. ¡Las recomendaciones y ruegos que tenía que hacerle incesantemente para que no se pasase! Pero él me decía: ¿Qué quiere? Yo soy así: en cuanto me descuido, me salen sin darme cuenta. No puedo remediarlo... En escena, no nece­sitaba hablar para caer en lo pornográfico: un gesto, una mirada, un sim­ple mutis bastaban para que diera a entender una situación escabrosa. El público captaba enseguida el doble sentido, y propenso como es a todo lo que sabe a picardía, se desternillaba de risa... ¿Ysus monólogos? Eran su especialidad: cuando decía menos palabras era cuando el público se reía más. Recuerdo siempre cómo festejaba la gente su explicación de cómo hacía el aviador para poner en marcha el aeroplano. Se agachaba, miraba alrededor para ver si alguien lo estaba observando, y luego hacía el famoso gesto de tirar la cadena...


No faltan tampoco los testimonios de sus largas tenidas noctur­nas con amigos rosarinos, donde el inefable artista contaba sus actua­ciones en los tablados parisinos a comienzos del siglo, o en la Costa Azul. Allí, recordaba, se había codeado con Frégoli, otro célebre de los dos siglos y hasta con Cléo de Merode, la artista-cortesana de lujo que enamoraría a más de un monarca de aquella Europa de imperios que no soñaba aún con la guerra. Aquella temporada de "Parra" de 1911 en el Politeama rosarino fue resonante, al punto de que más de un crí­tico no vaciló en afirmar, y quizás no exageraba, que el cómico hacía reír a la ciudad...

Paraba en el "Hotel Italia" y todas las noches, después de la función, varios amigos solíamos acompañarlo caminando desde el Colón hasta allí. Para recorrer las diez o doce cuadras empleábamos horas porque Parravicini, que era un trasnochador empedernido como todo artista e incomparable causeur, empezaba a contarnos los chistes y cuentos de su inagotable y especial repertorio, parándose en la vereda en los momentos más impor­tantes del relato. Cuántas veces hemos visto llegar el amanecer sentados en los cordones de la esquina de Sarmiento y San Luis, escuchando a Parravicini que nos entretenía con sus ocurrencias mientras de ¡a "Europea" salían los repartidores con sus cargamentos de pan fresco...
(Carpentiero: op. cit.)




Monos y Monadas, cuya sección de crítica teatral era muy leída y considerada tanto por el público como por los propios artistas (que temían sus sarcasmos tanto como los de la otra revista de esa época, Aplausos y silbidos, que repartía ambas cosas por igual, según fuera el Caso), comentaba en 1911 la temporada de Parravicini y su despareja compañía: Dejemos de lado si Parra es o no es un artista, puesto que ya le declaramos genio. Parra es un buen muchacho que sabe divertir al público y atraerlo y que, por ende, sabe su negocio. En materia de compañía, se trajo lo que pudo recoger en Buenos Aires sin grave perjuicio para el bolsillo, salvo algu­nas excepciones, y trajo esta compañía y no otra porque no había nada peor... Pero Parra sabe llenar la escena. Cuando él aparece se puede creer que habrá de qué reír, a pesar de sus chabacanerías. En sus monólogos, especialmente, el hombre tiene chispa. Y se nos ocurre una idea: ¿por qué no elimina todas las partes y se queda trabajando solo? Aseguramos que no habrá una unidad de menos en los espectadores...
Apenas una semana después, la revista se vuelve a ocupar del gran "Fio": Parravicini se ríe. Parravicini hace reír. Retratando el pibe o dando lecciones de moral y urbanidad es algo estupendo. Hipocondríacos, melancólicos y cansados de la vida van a reír con Parra y se curan. El Consejo de Higiene, justamente alarmado, lo va a llamar al orden, porque cura tan descaradamente en público las enfermedades incurables. Parravicini se ríe y nosotros también...
Iris, otra de las publicaciones contemporáneas, es asimismo pro­pensa a definir al cómico como un real actor, más allá de sus salidas de tono: En el Politeama hemos visto "La Ribera" de Palacios y hemos admi­rado a Parra. Su capitán inglés es perfecto. Pocas veces se retrata un tipo con tal verdad, tan tanta profusión de detalles. ¡Bravo, Parra! Ese inglés le absuelve de pecadillos veniales, condesciende el cronista

En el proscenio fue mal ejemplo para otros actores y un espectáculo pro­pio y ajeno, ya que comenzaba por divertirse con lo que hacía y extendía ese estado de ánimo al público. Apenas alcanzó a disciplinarlo el cine, que lo aficionó cuando el film mudo y le ofrendó éxitos resonantes en el sonoro, sobre todo al lado del director Manuel Romero. A qué dudarlo, era un actor extraordinario. Los desbordes redondearon su unívoca personalidad. Casi rabelesianamente, dibujó también una carátula de la chacotonería porteña con ribetes legendarios que sobreviven en historias díscolas o perversas Pero Parra (como se lo motejó) era en ¡a intimidad un burgués culto, de refinados gustos y tuvo otra máscara:gozador de la vida le temía a la muerte. Cuando la enfermedad se le anunciaba optó, a los 65 años, por disiparla en el suicidio.
("Los derroches de arlequín", en revista Panorama,
23 de marzo de 1971)

Pujol define certeramente el lugar de actor en la evolución del espectáculo en la Argentina y algunas de las claves de su éxito perdu­rable: Con Parravicini se perfila el actor cómico moderno y se pone en funcio­namiento el sistema estelar del espectáculo en la Argentina. Por lo pronto, Parra cumple con un requisito básico para ser una verdadera estrella: construye con su vida un personaje, borroneando así las fronteras que separan la vida del arte. Parra rueda su propio film (él, que se anima ante las cámaras cuando sus cole­gas las consideran bastardas) con secuencias que deslumbrarán a los observado­res de la época. Como los personajes que le toca vivir, Parra es el actor de los desbordes. Así como derrocha su fortuna cortando amarras sociales, su paso por la vida teatral está signado por los excesos. Parra es sorpresa y escándalo: seduce, en primer término porque el despliegue escénico promete continuar la fiesta fuera del escenario, en la vida real. Si no teme transgredir género y tutearse con el futuro, tampoco se detiene en su vida privada.
Edmundo Guibourg resumiría, al filo de sus 90 años, su opinión de Fio: Hubo un modelo que sirvió para todos los actores cómicos que existie­ron en el país, influidos directa o indirectamente por él, que fue Parravicini. Confieso que me divertía, para mí era encontrar la carcajada, encontrar la ale­gría en una bufonería que no tenía nada de pornográfica. Alguna vez lo acu­saron de tener algunos gestos que eran resabios de su vida en los tabladillos. Pero era mentira. Parravicini nunca dijo una mala palabra y si hizo alguna alusión, con gestos, eran cosas que hoy parecerían tan inocentes que a nadie le llamarían la atención. Hoy en día, con el destape, Parravicini sería la inocen­cia en persona...
Unos meses antes del debut del cómico, el Politeama había alber­gado una curiosidad: la compañía francesa de Caralt estrenando un Conan Doyle de escalofriante título, que parecía inventado por el pro­pio "Fio": El vendedor de cadáveres, mientras poco después una española olvidada, Angelina Caparó, se le animaba nada menos que a Electra de Sófocles. Menos suerte había tenido, también en agosto de 1911, la respetada Comedia de Madrid, que traía a Pepe Salerno como cabeza del elenco y que concitó unánimes comentarios elogiosos de la mayo­ría de los críticos de la ciudad, pero poca presencia de espectadores. Monos y Monadas tendría una explicación contundente para ese injusto fracaso: Parravicini se lo lleva todo...

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones

jueves, 24 de octubre de 2013

UN MATRIMONIO SINGULAR



Los esposos actuaron en el Teatro Colón y se hospedaron en el "Hotel Italia" de Pagliano, con la dispendiosidad que caracterizó siempre a ambos pero en especial a Díaz de Mendoza, que tenía no sólo el porte distinguido sino el rancio linaje de generaciones de reconocidos nobles e hidalgos caballeros del reino. Ocupaban con sus acompañantes todo el primer piso del hotel, mientras el resto de las personas a su servicio colmaban otro, pagando sólo en alojamiento 200 pesos diarios, una cifra más que importante 


Sus giras se desenvolvían con una organización tan perfecta y tan equi­librada que no dejaba lugar a incidencias anecdóticas. Era la compañía más cara que he conocido pero también la que dejaba siempre mayores uti­lidades. Era generalmente numerosa, con los actores, los tres secretarios, un sacerdote, la institutriz y la nurse de los niños Fernandito y Carlitos y hasta el chofer, porque traían su automóvil. En total, 57 personas y 40 toneladas de material escénico y equipaje. La generosidad de doña María y don Fernando no tenía límites. En el personal de la compañía seguían figurando y cobrando sueldo varios artistas que, por su avanzada edad o por estar enfermos, habían tenido que quedarse en España o habían sido pensionados.
(Carpentiero: op. cíf.)

De que eran generosos tuvieron pruebas los rosarinos en aque­llos días de 1910, con Fernando Díaz de Mendoza regalando pródi­gamente los exclusivos habanos cubanos, cuya marca "Monterrey-María Guerrero" había sido creada y registrada en su homenaje y le llegaban directamente desde La Habana, o dando monedas y billetes a los pequeños vendedores de diarios y a los lustrabotas que se cruza­ban en su camino. En realidad su relación con la Argentina y sus tea­tros tenía algunos hitos perdurables: en 1897, el matrimonio había actuado por primera en el país en el Teatro Odeón porteño con uno de sus caballitos de batalla: La niña boba, de Lope de Vega. Once años después, la pareja inauguró el Teatro Avenida, inicialmente conocido como "de la Avenida", esta vez con otra obra del "Fénix de los inge­nios": El castigo sin venganza.
Mucho mayor rédito obtendrían los porteños y la cultura argentina toda, en realidad, con un último regalo de ese dadivoso e irrepetible matrimonio de artistas: el Teatro Cervantes, proyectado por el arquitecto español Fernando Aranda y donado por ellos en 1921 como gesto de gratitud al país que los recibiera y aplaudiera como a hijos dilectos. La obra inaugural sería una vez más La niña boba, antecedida por el discurso de otro español entonces famoso: el poeta y dramaturgo Eduardo Marquina. Las dificultades económicas les impedirían, pocos años después, continuar con el sostenimiento de la hermosa sala, hasta que en 1926 el presidente Marcelo T. de Alvear decide su adquisición por el Estado, y se le otorga el nombre de Teatro Nacional Cervantes.
Otro artista español, Mariano Galé, que actuó en Rosario en el siglo XIX, iba a tener asimismo una vinculación histórica con los tea­tros argentinos: en 1891 inaugura en Buenos Aires el Teatro de la  Comedia, catedral del género chico, emplazado en el N° 248 de la calle Artes (hoy Carlos Pellegrini), y en 1893 hace lo propio con el Teatro Mayo de Avenida Corrientes y Lima, reducto de la zarzuela en la capi­tal argentina. Un año más tarde, el 20 de abril de 1894, apenas a dos meses de su estreno en Madrid, Galé representa en Buenos Aires La verbena de la Paloma en el Teatro Rivadavia, luego Liceo, inaugurado como "Teatro El Dorado" en 1876.
Las actuaciones de María Guerrero y Díaz de Mendoza en Ro­sario, en 1910, fueron a salas llenas y sus tertulias en el hotel, concu­rridas como ninguna; en alguna de ellas hasta fue posible detectar la figura barbada y pintoresca de uno de sus acompañantes en esa gira su­damericana, un escritor tan notable como su aspecto y a quien la gene­rosidad proverbial de los dos artistas albergaba también bajo sus mag­nánimas alas: don Ramón del Valle Inclán, el autor de Tirano Banderas y Divinas palabras.
Los viejos operarios del Colón rosarino, por su parte, recordarían siempre a Fernando Díaz de Mendoza (un ajedrecista impenitente) absorto en una partida en su camarín o en los pasillos detrás del esce­nario, en los entreactos, sin que nadie se atreviera a interrumpirlo para el llamado a escena de rigor. Ni siquiera la propia María Guerrero.
La pareja de artistas españoles fue condecorada en muchos paí­ses y tratada como se trata a verdaderos príncipes de la escena, ganando a la vez millones que se fueron esfumando en una debacle económica precipitada que tuvo ribetes de dramática injusticia. María Guerrero murió en 1928, a los 61 años, cuando aún quedaban en ella chispas y llamaradas del antiguo fulgor escénico, pero el cortés y generoso don Fernando tuvo que soportar en los últimos tramos de su vida —cuenta Carpentiero— la amargura de la indigencia más cruda y la indife­rencia dolorosa de muchos de sus antiguos huéspedes. Sus recuerdos del Rosario de 1910 no eran ciertamente de los más tristes, todo lo contrario, y sus triunfos rosarinos quedarían unidos en el tiempo al suceso que, por igual, alcanzaran en Buenos Aires o en el Teatro Solís montevideano en los años del 900, más allá de uno que otro crítico demasiado exigente 



El récord de los grandes llenos teatrales correspondió en el Rio de la Plata a la compañía Guerrero. ¡ Vaya uno a saber el verdadero motivo de esta preferencia! ¿Porque se representaba en castellano? ¿Porque se opi­naba que los artistas españoles eran superiores a los italianos? ¡Vamos! Con todo el talento que tiene la señora Guerrero, no hay posibilidad de destruir el efecto desagradable que produce, hasta que al final se habitúe la gente, el acento, ese tono peculiar de su voz, adquirido, dicen algunos, a fuerza de estudiar la interpretación de La niña boba, cosa que se está por averiguar y que averiguada no nos satisfaría quizás. Díaz de Mendoza, aparte de ese tic que le obliga a tener la cabeza siempre enhiesta, como amenazada de ser guillotinada por los indefectibles cue­llos a la Lord Palmerston, es un actor de alta distinción y de él reflecta sobre su consorte ejemplar uno que otro destello de esa beneficiosa idio­sincrasia de hombre de vuelo social y artístico, como de ella sobre él los efluvios de la gracia que le baila en los ojos y en los labios... En fin, dejemos todas esas consideraciones a un lado y concordemos en estas dos cosas muy probadas: i") que los esposos Guerrero-Mendoza han domi­nado en Buenos Aires y Montevideo y 2°) que si hicieron buen negocio, hicieron también arte.
(Adalberto Soff: "Arte teatral en Montevideo", en revista Vida Moderna, Año I, citado en "Color del 900", Capítulo Oriental, Centro Editor de América Latina, 1968)


Si de españoles se trataba nadie quiso quedarse sin contratar a alguna gran figura hispana en ese año de festejos e infantas. La Opera volvió a apostar a una carta ganadora con Sagi-Barba, que en abril hizo una breve pasada de cuatro funciones a $ 130 los palcos "avant scene". Lo seguiría otro legendario, el eminente actor, según rezaban los afiches, José Kellan, quien ya había estado en los primeros años del siglo.
El Politeama, para no ser menos, optó por una compañía de tea­tro cómico, dirigida por Pepe Alfonso, que debutó con un título que hubiera provocado una segura chuscada de Parravicini: El tocador de flauta. El Politeama, por su misma condición de teatro popular, era propenso a albergar con generosidad a elencos y compañías cuyos méritos artísticos eran muchas veces por lo menos discutibles. La implacable Monos y Monadas comentaba, a propósito, en una nota de 1910: El día 2 de noviembre se cometió un crimen en el Politeama, que ha quedado impune. Las autoridades no han intervenido en el asunto. Me refiero al degüello de que fue víctima "Don Juan Tenorio". Los personajes de la literatura universal debieran tener defensores como la previsora ley les asigna a los discapacitados por razón de edad. La revista agrega una coda en verso sobre la ignota protagonista de la obra de Zorrilla: ¡Qué doña Inés! En justicia/ y perdone su persona,  aquello no era novicia:/era aquello una jamona...
En julio, los aires ibéricos alcanzaron otro pico alto con uno de los llamados "monstruos" de la escena teatral de ambos siglos, Enrique Horras, que llegó trayendo como director artístico del elenco al entones famoso pintor y escritor catalán Santiago Rusiñol, a quien la colec­tividad agasajó tanto como al actor, con el inevitable banquete y la admiración que despertaba por entonces aquel barcelonés impresio­nista en pintura y modernista en literatura, una de cuyas obras, hoy más que cotizadas en España, forma parte del patrimonio del Centre (Catalá rosarino, al que la donara en su visita.
Rusiñol iba a dejar una perdurable impresión en los círculos artísticos rosarinos por su condición de protagonista y partícipe de las experiencias del modernismo y el nacionalismo catalán (el "catalanismo") generadas entre 1880 y los primeros años del siglo XX; por las nove­dades que tenían como escenario el Cau Ferrat. su residencia-museo en Sitges donde en 1894 el pintor y otras personalidades celebraron un "Homenaje a El Greco" que iba a significar la definitiva valoración de críticos y público de un artista prácticamente desconocido y olvidado por tres siglos; por su presencia en las tertulias del café "Els qua-ne gats" (Los cuatro gatos), fundado por Pere Romeu en los bajos de ll (lasa Martí en el casco antiguo de Barcelona.
Allí, Rusiñol había expuesto en 1897 junto a pintores como Ramón Casas, Isidre Nonell, Miquel Utrillo, Joaquín Mir, Ricard, Casals Ramón Pitxot, Mariano Fortuny el mismo año en que lo haría en el local el joven Pablo Picasso. El pintor dio además noticias en Rosario de la obra de arquitectos como Antonio Gaudí.Josep Puig y I luis Domenech, y de la existencia de notables artesanos como Gaspar I lomar,Joan Busquets, Alejo Clapséjosep Pey, Antoni Serra, Luis iVt.isriera, Antonio Oriol y otros exponentes del modernismo catalán, que marcaría de modo indeleble la cultura de los primeros años del siglo XX
De aquel viaje a la Argentina (incluyendo a Rosario) queda-1,111 testimonios en Del Born al Plata, uno de los tantos frutos de la producción del Rusiñol escritor, que incluye, entre otras, obras como Desde mi molino (1894), Impresiones de arte (1897),Hojas de vida (1889), Andando por el mundo (1896), pero sobre todo sus novelas modernis­tas, de fuerte crítica a la sociedad de su tiempo: El hombre gris (1902), Va auca del senyor Esteve (1907), El catalán de la Mancha (1914), La isla kk calma y Gente bien (1924).
En el año del Centenario, el que afrontaría sus problemas frente al poderío económico y las influencias de algunos de sus competido­res sería el Politeama, si nos atenemos a un suelto de Rosario Industrial, que en abril de 1910 señalaba al pasar lo arbitrario de las resoluciones que no permitieron funcionar al Teatro Politeama mientras existía el trust, agre­gando: porque alguno de los concejales formaba parte de él. La cita de la revista remite a lo ocurrido en diciembre de 1906, cuando el Concejo Deliberante decide impedir el funcionamiento de la sala como tea­tro, pero no lo inhabilita para funciones circenses. El nombre y la influencia de Emilio Schiffher, concejal entonces y dueño de La Opera, parece sobrevolar sobre el comentario...
El diario El Nacional, fundado por Felipe Carreras, dedica el 22 de ese mismo mes y año un suelto titulado "Trust teatral", que no tiene desperdicio, y en el que se reivindica asimismo al Politeama: Lo que sucede con el único teatro popular que cuenta el Rosario, que puede ofre­cer al público compañías de ópera a mitad de precio de los demás teatros y con mejores conjuntos y al que el Concejo Deliberante reunido con seis de sus miembros acaba de mandar clausurar (como teatro únicamente) es pura­mente el resultado de un trust. El público, con su sano y recto criterio, habrá comprendido, perfectamente y como siempre, que cuanto han dicho esos seño­res ediles sobre seguridad para el público, cuanto inciso y ordenanzas han atado para disfrazar su pensamiento, todo es pura espuma y artificio.
En realidad, afirma el matutino aludido, lo que siempre se ha pretendido y buscado por los sostenedores del trust, sin omitir sacrificio de cháchara, cuñas de toda clase y hasta amenazas, ha sido, no clausurar el teatro sino que ate no trabajara como teatro. Es decir: nada les importa a los del trust teatral el público que fuera al Politeama se quemara o desapareciera; eso nada significaría con tal que no estuviera presenciando una ópera, opereta, drama o comedia. Lo cierto es que la competencia del Politeama molestaba a salas que, como el Colón o La Ópera contaban con palcos y plateas fe tienen ya enajenadas, lo que los obliga a doblar el precio real de la entrada y localidad para salvar sus gastos, dice la nota de El Nacional.
Lo cierto es que algunos concejales de ese tiempo tenían serios intereses en las sociedades propietarias de los teatros de la ciudad, lo que hace creíble la maniobra que, bajo el argumento de falta de seguridad, etc., determinara que la sala de calle Progreso, levantada por k aleteo, pudiera ser escenario de espectáculos de circo pero no de tea­tro, eli minando de ese modo a un competidor irritante. Aquel mismo ido del Centenario, aparece otro Politeama, el bautizado como "1 “Politeama Alemán", en San Martín 1564, entre Montevideo y General I opez,que anunciaba a una compañía ecuestre, gimnástica, acrobática, cómico-bufa con agregación zoológica y de novedades, cuyos empresarios giraban bajo el rubro de Roscksthul Hermanos.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones
 

martes, 22 de octubre de 2013

LA LÍRICA DEL CENTENARIO



El Centenario de la Revolución de Mayo sería también un año fastuoso para los teatros de la ciudad. Al calor de una celebración que el gobierno conservador de Figueroa Alcorta quiso llevar a la categoría de acontecimiento mundial, empresarios, artistas y público convirtieron a Rosario, aún más que hasta entonces, lo que no en poco, en una continua verbena escénica, cambiante y diversa como ninguna.
Las fiestas conmemorativas de la gesta de Mayo tuvieron tanta solemnidad como en Buenos Aires y en ese ambiente jubiloso, un poco rastacuero, la ópera alcanzó una vez más lucimiento singular. Entre mayo y julio de 1910 se alternaron compañías casi prodigiosas. En el Colón, con cantantes de primer nivel para ese tiempo y en algunos casos incluso para éste: la Bevignani, la Bellincioni, Constantino, Gala/li, Schiavizzi, un predilecto de Mascagni, y un repertorio que incluía tres inevitables: Rigoletto, La Traviata y La Boheme y el estreno de Salomé, de Richard Strauss, todo de la mano de Walter Mocchi, siempre a la cabeza de los grandes hechos de la lírica en la Argentina.
Un mes antes de las grandes celebraciones, la sala de la calle Corrientes reincidía con el "bel canto", con Bianca Morello, otra de las famosas sopranos de las dos primeras décadas del siglo XX, que cantaría Zaza, y con la música clásica, con el violinista bohemio Rafael Kubelik, también un eximio que entraría en la historia de su instrumento. La Capital incitaba a sus lectores a no perderse la oportunidad de escuchar a un gran artista: Esperemos que el Colón luzca esta noche con el brillo esplendoroso de sus llenos completos.
La Opera no quedaría a la zaga de su rival en esa puja que enfrentara a ambos teatros rosarinos durante las tres primeras décadas del siglo XX hasta el decaimiento del furor de la ópera por un lado y las estrecheces económicas de los empresarios por el otro. Durante el Centenario, la sala se colmó con Loreley y el debut de una soprano que luego sería más que célebre: Amelita Galli-Curci, y luego con Aída y otra vez Rigoletto, y hasta fue escenario de un estreno local, la ópera del maestro rosarino Rissone 25 de mayo de 18Í0, homenaje a los fastos del momento. Que los méritos de la obra (totalmente olvidada a partir de ese mismo debut) no eran mucho, lo señala Horacio Sanguinetti al recordar: Rissone, muy estimado en los círculos sociales de la , ciudad, hizo cantar ese engendro a los discípulos de su conservatorio, auspiciado por la Comisión de Fomento de Bellas Artes. Eran todos jóvenes conocidos y el  acto resultó una brillante muestra mundana. Por lo menos eso...
El 30 de junio de 1910, se anuncia el estreno de Salomé, con  Gemma Bellincioni que, de acuerdo a la promoción de rigor, desde 1886 ha recorrido el mundo cosechando a su paso admiración y entusiasmo, por las bellezas creadoras de su talento. Desde hace dos o tres años se ha dedicado casi únicamente a la interpretación de la tan discutida "Salomé" de Strauss, é l,t que ha hecho una verdadera creación. La expectativa despertada fue enorme , sobre todo por la novedad que significaba una obra precedida di elogios tanto como de diatribas provenientes de los sectores más conservadores de los amantes de la lírica.
Buen reflejo de ese ambiente de interés y curiosidad, aunque bajo  el  ropaje humorístico que caracterizaba a la publicación, es la columna fija que en Monos y Monadas aparecía firmada con el seudónimo de “Angelita"y que a una semana de la representación de la ópera decía un estilo que se parecía mucho, sobre el final, a alguno de los monólogo de Niní Marshall:

La próxima semana se inaugura la temporada del Colón y con motivo de las funciones que deben darse se ha originado una polémica entre madres e hijas. Concreto: entre las obras a representarse figura una nueva "Salomé" y tanto se ha hablado de su argumento que la empresa ha anunciado que la dará fuera de abono. Esta resolución nos ha puesto furiosas porque esta­mos seguras de que no nos llevarán esa noche. Te diré que en resumidas cuentas, el argumento no es cosa del otro mundo: se trata de una mucha­cha, Salomé, que se enamora de un pobre diablo, pero éste no le lleva el apunte, teniendo compromiso con otra, en lo que hace muy bien. La picara Salomé, que es hija de un rey, manda degollar a su adorado y le presen­tan la cabeza de este último en un plato de oro. Entonces viene el arre­pentimiento, Salomé agarra la cabeza y la besa con delirio.
(Monos y Monadas, julio de 1910)


La ópera de Richard Strauss venía a terciar en una larga competencia entre óperas italianas, la mayoría de ellas archiconocidas, y a su mérito musicales se sumaba, como interés adicional para cierta mentalidad conservadora, un libreto que incluía la famosa "danza de los velos", que la Bellincioni, por entonces una dama de 46 años, llevó a cabo airosamente: Cuando bailar se la ve/ a esta hermosa Salomé/ en la danza de los velos, / se cree en los siete cielos/ de la musulmana jé, decía Monos y Monadas al publicar una caricatura de la cantante.
La crítica rosarina fue benigna con la obra y encomiástica con la cantante: La labor artística de Gemma Bellincioni fue sencillamente sorpren­dente. Sus gestos, sus miradas, demostraron cabalmente la fama universal que la coloca entre las grandes sopranos del mundo, decía La Capital, y la revista de Elisagaray no era menos elocuente: ¿Que cómo interpreta Gemma Bellincioni "Salomé"? Como lo siente su temperamento y su experiencia de las almas... Encarna el tipo femenino de Salomé, sentimental y ardiente, apa­sionado y frenético de odio y amor. No tiene el vehemente gesto impúdico, no expresa en sus ojos lascivia. La Salomé de Gemma Bellincioni es la que ins­piró su autor. Siente la música de Strauss, expresándola en sus movimientos y en su voz poderosa y admirable.
No eran de extrañar los elogios si se piensa que la Bellincioni había sido elegida por el célebre Tamberlick, en la década de 1880 para una gira internacional y que su fama de intérprete y de cantante vigo­rosa ha perdurado hasta nuestros días. No serían los suyos los furores desatados por la Tetrazzini pero tampoco fueron escasos, tratándose, eso sí, también en este caso, de una diva de verdad. Lo cierto es que la representación de Salomé hizo hablar a la ciudad y la soprano pasó por ella como una revelación, dejando casi una estela tan brillante como la del fantástico cometa que la precediera en unos meses.
El Centenario potenció aquella fiebre del teatro, que venía sucediéndose desde el inicio mismo del siglo XX. La incorporación de nuevos públicos (inmigrantes en su mayoría, criollos de clase media) no sería sin embargo demasiado bien vista por quienes habían acce­dido antes a status social y poderío económico a la vez. Otra nota de Monos y Monadas de ese año sirve para ejemplificar esa sensación de "invasión de terrenos propios", que embargaba a más de un miembro de la burguesía local, aunque llegara teñida de humor.

¡Cuánto lujo, querida mía y también cuántas cachis! En verdad este Rosario se está haciendo muy grande, surgiendo cada día nuevas familias. ¿Te acuerdas que antes íbamos a los teatros y conocíamos a todo el mundo? Pues bien: ahora no conocerías la quinta parte de los concurrentes. Hasta en los palcos te encuentras con caras desconocidas. Nada más fastidioso en los teatros que los eternos comentarios cuando son ignorantes. La pri­mera noche me tocó estar sentada delante de dos jóvenes que, te garanto, me han hecho pasar ratos muy desagradables. Hablaban de todo y uno, que repitió treinta veces que había estado en Europa, hablaba de música como de los canes. Imagínate que después de haber oído al tenor dijo: Creía que tenía más voz, siendo su boca tan grande, y lo dijo muy seriamente, pues enseguida habló de los tenores que dijo haber oído, confundiendo lastimosamente tenores, barítonos, bajos y hasta acto­res dramáticos...
(Monos y Monadas: julio de 1910)


Algunos hechos, además de los festejos del Centenario, que desatara entre otras cosas un fortalecimiento de los lazos tradicionales con España, contribuyeron a una especie de regreso al teatro hispano en el Dais y también en Rosario, más allá de la zarzuela y el género chico, ya establecidos desde principios de siglo.
Uno de ellos fue el arribo a la Argentina, como embajadora de su sobrino, el rey Alfonso XIII, de la Infanta Isabel (a la que sus entusiasmados connacionales llamaban sin ningún reparo y con confianzuda familiaridad "La Chata"), que con su figura rolliza y su disposición a asistir a cuanto homenaje se le tributara, y fueron muchos, se Uñaría el afecto de la colectividad y el interés de los argentinos. Otro,  la llegada de una pareja de actores que hoy forman parte de la historia
del género en su patria: el matrimonio María Guerrero – Fernando Díazaz de Mendoza.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones