martes, 22 de octubre de 2013

LA LÍRICA DEL CENTENARIO



El Centenario de la Revolución de Mayo sería también un año fastuoso para los teatros de la ciudad. Al calor de una celebración que el gobierno conservador de Figueroa Alcorta quiso llevar a la categoría de acontecimiento mundial, empresarios, artistas y público convirtieron a Rosario, aún más que hasta entonces, lo que no en poco, en una continua verbena escénica, cambiante y diversa como ninguna.
Las fiestas conmemorativas de la gesta de Mayo tuvieron tanta solemnidad como en Buenos Aires y en ese ambiente jubiloso, un poco rastacuero, la ópera alcanzó una vez más lucimiento singular. Entre mayo y julio de 1910 se alternaron compañías casi prodigiosas. En el Colón, con cantantes de primer nivel para ese tiempo y en algunos casos incluso para éste: la Bevignani, la Bellincioni, Constantino, Gala/li, Schiavizzi, un predilecto de Mascagni, y un repertorio que incluía tres inevitables: Rigoletto, La Traviata y La Boheme y el estreno de Salomé, de Richard Strauss, todo de la mano de Walter Mocchi, siempre a la cabeza de los grandes hechos de la lírica en la Argentina.
Un mes antes de las grandes celebraciones, la sala de la calle Corrientes reincidía con el "bel canto", con Bianca Morello, otra de las famosas sopranos de las dos primeras décadas del siglo XX, que cantaría Zaza, y con la música clásica, con el violinista bohemio Rafael Kubelik, también un eximio que entraría en la historia de su instrumento. La Capital incitaba a sus lectores a no perderse la oportunidad de escuchar a un gran artista: Esperemos que el Colón luzca esta noche con el brillo esplendoroso de sus llenos completos.
La Opera no quedaría a la zaga de su rival en esa puja que enfrentara a ambos teatros rosarinos durante las tres primeras décadas del siglo XX hasta el decaimiento del furor de la ópera por un lado y las estrecheces económicas de los empresarios por el otro. Durante el Centenario, la sala se colmó con Loreley y el debut de una soprano que luego sería más que célebre: Amelita Galli-Curci, y luego con Aída y otra vez Rigoletto, y hasta fue escenario de un estreno local, la ópera del maestro rosarino Rissone 25 de mayo de 18Í0, homenaje a los fastos del momento. Que los méritos de la obra (totalmente olvidada a partir de ese mismo debut) no eran mucho, lo señala Horacio Sanguinetti al recordar: Rissone, muy estimado en los círculos sociales de la , ciudad, hizo cantar ese engendro a los discípulos de su conservatorio, auspiciado por la Comisión de Fomento de Bellas Artes. Eran todos jóvenes conocidos y el  acto resultó una brillante muestra mundana. Por lo menos eso...
El 30 de junio de 1910, se anuncia el estreno de Salomé, con  Gemma Bellincioni que, de acuerdo a la promoción de rigor, desde 1886 ha recorrido el mundo cosechando a su paso admiración y entusiasmo, por las bellezas creadoras de su talento. Desde hace dos o tres años se ha dedicado casi únicamente a la interpretación de la tan discutida "Salomé" de Strauss, é l,t que ha hecho una verdadera creación. La expectativa despertada fue enorme , sobre todo por la novedad que significaba una obra precedida di elogios tanto como de diatribas provenientes de los sectores más conservadores de los amantes de la lírica.
Buen reflejo de ese ambiente de interés y curiosidad, aunque bajo  el  ropaje humorístico que caracterizaba a la publicación, es la columna fija que en Monos y Monadas aparecía firmada con el seudónimo de “Angelita"y que a una semana de la representación de la ópera decía un estilo que se parecía mucho, sobre el final, a alguno de los monólogo de Niní Marshall:

La próxima semana se inaugura la temporada del Colón y con motivo de las funciones que deben darse se ha originado una polémica entre madres e hijas. Concreto: entre las obras a representarse figura una nueva "Salomé" y tanto se ha hablado de su argumento que la empresa ha anunciado que la dará fuera de abono. Esta resolución nos ha puesto furiosas porque esta­mos seguras de que no nos llevarán esa noche. Te diré que en resumidas cuentas, el argumento no es cosa del otro mundo: se trata de una mucha­cha, Salomé, que se enamora de un pobre diablo, pero éste no le lleva el apunte, teniendo compromiso con otra, en lo que hace muy bien. La picara Salomé, que es hija de un rey, manda degollar a su adorado y le presen­tan la cabeza de este último en un plato de oro. Entonces viene el arre­pentimiento, Salomé agarra la cabeza y la besa con delirio.
(Monos y Monadas, julio de 1910)


La ópera de Richard Strauss venía a terciar en una larga competencia entre óperas italianas, la mayoría de ellas archiconocidas, y a su mérito musicales se sumaba, como interés adicional para cierta mentalidad conservadora, un libreto que incluía la famosa "danza de los velos", que la Bellincioni, por entonces una dama de 46 años, llevó a cabo airosamente: Cuando bailar se la ve/ a esta hermosa Salomé/ en la danza de los velos, / se cree en los siete cielos/ de la musulmana jé, decía Monos y Monadas al publicar una caricatura de la cantante.
La crítica rosarina fue benigna con la obra y encomiástica con la cantante: La labor artística de Gemma Bellincioni fue sencillamente sorpren­dente. Sus gestos, sus miradas, demostraron cabalmente la fama universal que la coloca entre las grandes sopranos del mundo, decía La Capital, y la revista de Elisagaray no era menos elocuente: ¿Que cómo interpreta Gemma Bellincioni "Salomé"? Como lo siente su temperamento y su experiencia de las almas... Encarna el tipo femenino de Salomé, sentimental y ardiente, apa­sionado y frenético de odio y amor. No tiene el vehemente gesto impúdico, no expresa en sus ojos lascivia. La Salomé de Gemma Bellincioni es la que ins­piró su autor. Siente la música de Strauss, expresándola en sus movimientos y en su voz poderosa y admirable.
No eran de extrañar los elogios si se piensa que la Bellincioni había sido elegida por el célebre Tamberlick, en la década de 1880 para una gira internacional y que su fama de intérprete y de cantante vigo­rosa ha perdurado hasta nuestros días. No serían los suyos los furores desatados por la Tetrazzini pero tampoco fueron escasos, tratándose, eso sí, también en este caso, de una diva de verdad. Lo cierto es que la representación de Salomé hizo hablar a la ciudad y la soprano pasó por ella como una revelación, dejando casi una estela tan brillante como la del fantástico cometa que la precediera en unos meses.
El Centenario potenció aquella fiebre del teatro, que venía sucediéndose desde el inicio mismo del siglo XX. La incorporación de nuevos públicos (inmigrantes en su mayoría, criollos de clase media) no sería sin embargo demasiado bien vista por quienes habían acce­dido antes a status social y poderío económico a la vez. Otra nota de Monos y Monadas de ese año sirve para ejemplificar esa sensación de "invasión de terrenos propios", que embargaba a más de un miembro de la burguesía local, aunque llegara teñida de humor.

¡Cuánto lujo, querida mía y también cuántas cachis! En verdad este Rosario se está haciendo muy grande, surgiendo cada día nuevas familias. ¿Te acuerdas que antes íbamos a los teatros y conocíamos a todo el mundo? Pues bien: ahora no conocerías la quinta parte de los concurrentes. Hasta en los palcos te encuentras con caras desconocidas. Nada más fastidioso en los teatros que los eternos comentarios cuando son ignorantes. La pri­mera noche me tocó estar sentada delante de dos jóvenes que, te garanto, me han hecho pasar ratos muy desagradables. Hablaban de todo y uno, que repitió treinta veces que había estado en Europa, hablaba de música como de los canes. Imagínate que después de haber oído al tenor dijo: Creía que tenía más voz, siendo su boca tan grande, y lo dijo muy seriamente, pues enseguida habló de los tenores que dijo haber oído, confundiendo lastimosamente tenores, barítonos, bajos y hasta acto­res dramáticos...
(Monos y Monadas: julio de 1910)


Algunos hechos, además de los festejos del Centenario, que desatara entre otras cosas un fortalecimiento de los lazos tradicionales con España, contribuyeron a una especie de regreso al teatro hispano en el Dais y también en Rosario, más allá de la zarzuela y el género chico, ya establecidos desde principios de siglo.
Uno de ellos fue el arribo a la Argentina, como embajadora de su sobrino, el rey Alfonso XIII, de la Infanta Isabel (a la que sus entusiasmados connacionales llamaban sin ningún reparo y con confianzuda familiaridad "La Chata"), que con su figura rolliza y su disposición a asistir a cuanto homenaje se le tributara, y fueron muchos, se Uñaría el afecto de la colectividad y el interés de los argentinos. Otro,  la llegada de una pareja de actores que hoy forman parte de la historia
del género en su patria: el matrimonio María Guerrero – Fernando Díazaz de Mendoza.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones