martes, 29 de octubre de 2013

EL MAGNETISMO DEL GRAN "FIO"



"Parra" o "Fio", como se rebautizara a sí mismo en su época de eximio tirador en espectáculos de variedades en todo el mundo, actuó en 1911 integrando una compañía que se estacionó en el viejo tea­tro de Rafetto, para estrenar una serie de piezas tan breves como efí­meras: El lobo de mar, Sherlock Holmes en Buenos Aires, Los Peñaflor, El doctor Franz y Los baños de Saladillo, esta última sin duda una conce­sión al "color local".

Parravicini conmociona a la ciudad y en especial a los sectores más conservadores en cuanto a la moral y costumbres vigentes con sui salidas, sus "morcillas" salvadoras, sus cuentos subidos de tono y sus monólogos, una especialidad, entre los que causaban regocijo y daban comentario para toda la semana algunos como El descubrimiento de  América y Lección de moral y urbanidad, que como es de suponer tenía poco de ambas cosas.

El éxito es resonante y las ocurrencias del cómico forman parte de la charla cotidiana de los rosarinos, sobre todo los de las clases popu­lares que son sus incondicionales, aunque no faltan las familias dis­tinguidas que, vestidas con la etiqueta que demandaba el teatro (aun­que fuera un teatro tan sui generis como el Politeama, que no había perdido su original condición "galponera"), también se reían a car­cajadas de las obscenidades de "Parra", que era un auténtico maestro para eso. Todo ello teniendo en cuenta que muchas de sus salidas, a la luz de lo que ven y oyen hoy los espectadores, sonarían a inocentadas mayúsculas.

En el Politeama, ya entonces, aquel actor de aspecto diabólico, hijo de una familia distinguida, de enorgullecedora genealogía, daba razón a las muchas historias y tal vez leyendas que se cuentan sobre sus recursos y extravagancias en el escenario, donde cada noche podía ocurrir con él algo novedoso, en busca de lo cual iba un auditorio siempre nutrido, que mermaba las posibilidades de las otras salas rosarinas.


Algunas veces, llevado por su entusiasmo, dejaba las cosas tan enre­vesadas que había que seguirle la corriente para salvar el descalabro escénico. En cierto saínete, habiendo subido a actuar la noche del estreno sin haber asistido a un solo ensayo, hizo su aparición en escena. El apuntador alcanzó a darle el pie: ¿Dónde está Núñez? Parravicini lo repitió, agregando su infaltable morcilla: Me tenía que esperar... Los que estaban en escena por poco largan la carcajada. Parra se puso entonces a buscar a Núñez hasta debajo de los muebles, y como los actores seguían tentados por la risa, terminó exclamando mientras hacía mutis: Se debe haber emborrachado y estará en el altillo.Voy a buscarlo... Pero resultó que, según el libreto de la obra, su personaje preguntaba en realidad por la estación Núñez, ya que caracterizaba a un provinciano recién llegado a Buenos Aires. Hubo que seguir el equívoco. Al final de la pieza, Parravicini se presentó con el propio apuntador del brazo: ¡Por fin encontré a Núñez! ¡Estaba preso! Había inventado un personaje
César Tiempo: Florencio Parravicini, Centro Editor de América Latina, 1971)

Las andanzas rosarinas de Parravicini estuvieron signadas por el aplauso y el afecto popular, aunque no faltaron ingredientes pintorescos, más allá de la propia condición del personaje, como en la tempo­rada del verano de 1915 en el mismo Politeama. "Parra" era protago­nista entonces de una cabalgata teatral que incluía nada menos que cinco piezas por día: a las 3 de la tarde Los dos Pérez, Los Peñaflor y El doctor Franz, y por la noche, El Intendente y Loco lindo.

La jornada del 31 de diciembre de 1914, por su parte, fue movida para el elenco más allá del ajetreo de actuar en cinco obras diferen­tes, ya que esa noche nutridas descargas al aire provocaron diversos acciden­ten; una bala perdida cayó en el Teatro Politeama en momentos en que la sala estaba repleta. Hubo alarmas pero no desgracias de ninguna especie, infor­maba La Capital. A "Fio", que era un tirador extraordinario, el inci­dente de aquel proyectil sin destino debe haberle dado argumento para alguna de sus proverbiales salidas de libreto...


Parra tenía una simpatía desbordante: era una máquina de inventar. Y no sólo en el escenario. En la vida diaria vivía imaginando cosas a cada momento. En el Teatro Argentino, cruzando el escenario, tenía su camarín, un camarín muy grande, muy lujoso y muy cómodo. Después de ¡a función, y a veces antes, venían a visitarlo las cocottes de aque­llos tiempos. Pierina Dealessi y yo, desde nuestro pequeño camarín, escu­chábamos el taconeo de sus chapines lujosos y el frufrú de sus amplias polleras de seda y salíamos a espiarlas porque sabíamos que iban al camarín de Parra. Escuchábamos las risas y el ruido de los corchos de las botellas de champagne que se destapaban en su honor. Y nos imagi­nábamos cosas... Después volvíamos a nuestra realidad: sandwiches de queso y pan francés. Parra no venía casi nunca a ensayar. Llegaba al ensayo general de la tarde y por la noche debutaba... ¿Cómo podía rea­lizar tal milagro? Muy sencillo: tenía un apuntador llamado Goycoechea que era su sombra y lazarillo. Desde la escotilla lo iba llevando: Don Florencio, siéntese, don Florencio, vaya para la izquierda, mire para el costado derecho... Ocurría que en esa época los actores no estábamos obligados a memorizarnos la letra como ahora. Habría tiéé imposible. A veces se estrenaban dos y hasta tres piezas por semana, •!< modo que los apuntadores eran indispensables.

(Bozán: op. di )



Mientras la prensa de Rosario era concluyente en los primeroi días de aquel 1915: Se reitera el éxito de Florencio Parravicini en ti Politeama, otra noticia comenzaba a entusiasmar a la ciudad: el anunció de la temporada oficial de La Opera, que prometía cinco funcio­nes de abono para la mitad de año —la primera función sería el 9 de julio— con un elenco completo del Teatro La Scala de Milán, que incluía 70 profesores de orquesta, 20 profesores de banda, 60 coristas, 24 bailarinas, con un repertorio que iba de Ipagliacci a L'africana. Si lo anterior pareciera poco, se agregaban en los anuncios los nombres de los cantantes: Enrico Caruso, Titea Ruffo y Bernardo del Muro.

Por su parte, "Parra" retornaría nuevamente, pero a La Ópera, en 1918, con la compañía Muiño-Alippi, con Vittone-Pomar y Roberto Casaux, y en 1924 y 1926 al Colón, y en cada una de aque­llas temporadas se reiteraba el romance (jocoso, es cierto) entre el público rosarino, buena parte del cual era de origen inmigrante, y ese cómico particularisimo, de aspecto faunesco, educado en los mejores colegios de la Argentina, tirador excepcional, piloto de la incipiente aviación nacional, pero que había elegido el teatro como oficio y vocación y, dentro de él, ese género casi indescriptible entre gracioso y chabacano, que después derivaría en la llamada "revista porteña".

Fue en Rosario, en esa temporada en el Politeama, cuando "Parra" pudo leer la noticia de su muerte en muchos diarios nacionales. Poco antes de una de sus actuaciones tuvo un vómito de sangre que obligó a su traslado al Hotel Italia donde se alojaba regularmente, y allí se repi­tió el cuadro con una abundante hemorragia. Sin pulso y sin conoci­miento, fue dado por muerto a las 3 de la madrugada. Los cronistas de varios de los diarios rosarinos se adelantaron a la confirmación de la noticia y la publicaron sin más averiguaciones, en aras de ganar la pri­micia a los vespertinos. Incluso telegrafiaron el suceso a Buenos Aires, donde algunos diarios alcanzaron a incluirlo en sus ediciones. A la mañana siguiente, más de una necrológica daba cuenta de la vida y de las idas y venidas del fallecido artista, tan querido por el público. El artista, convaleciente de su dolencia, se enteró del caso una semana después, ya recuperado, al leer los diarios de aquellos días. Seguramente ni el mismo hubiera inventado una ocurrencia semejante, aunque algu­nos años más tarde le volvería a ocurrir algo similar en Mar del Plata, donde solía veranear y donde era propietario de un espléndido cha­let, acorde con los tiempos de la "belle époque" de la ciudad de Pedro Luro y Peralta Ramos.

El 24 de abril de 1914, Parra publica en la popular revista porteña Fray Mocho una jocosa página que, bajo el título de "Mis memoria de ultratumba", pasa revista al inusual episodio en Rosario: Lo hago con gusto porque supongo que no existe en la tierra nada tan bonito y agradable como reírse de la propia agonía, sobre todo cuando gozamos de per­fecta salud y especialmente cuando esa agonía sirvió para probarnos que aún tenemos en este mundo amigos capaces de llorar por nosotros, que pasamos la vida haciéndoles reír...

Después de agradecer a los médicos, sin cuya idoneidad, afirma Parravicini, este artículo lo hubiera escrito, sin duda, mi cadáver, relata lo que él supuso eran sus momentos finales: Entraron mis amigos, los más íntimos. Me estrecharon la mano, me besaron, me empaparon en lágrimas sala­das o salerosas. Yo trataba de animarlos, pero quien más ánimo precisaba era yo, que veía, en realidad, que me moría. Los médicos me habían puesto en la cabeza una bolsa de hielo y al divisarme en el espejo que hay frente a mi cama, rodeado de aquellos hombres jóvenes y viejos que sufrían por mí y al contem­plarme con aquel monumento polar en la sesera, juro que me sentí un sultán, un Nabucodonosor, un Sardanápalo. Y entonces comencé a repartir todos mis bienes, muebles e inmuebles.

El "fracaso" de aquella muerte lo impulsaría, días después, a requerir la devolución de sus legados "postumos", y a prepararse para reiniciar una rutina teatral que lo iba a tener como rey indiscutido hasta su muerte, por su histrionismo y talento para la improvisación, más allá de zafadurías y procacidades que hoy serían inocentes, y por su convocatoria, que lo ubicaba entre los actores más taquilleras del teatro nacional.


Tuve a Parravicini en el Teatro Colón en 1924 y por dieciséis días defunción le pagué 24 mil pesos, a razón de 1.500 pesos por día, el mayor cachet que se le ha pagado a un artista de teatro argentino. Es inexplicable que Parravicini, artista de sensibilidad tan fina, de educación tan esmerada y de instrucción poco común, tuviera una propensión tan acentuada por lo grosero, principalmente en escena. ¡Las recomendaciones y ruegos que tenía que hacerle incesantemente para que no se pasase! Pero él me decía: ¿Qué quiere? Yo soy así: en cuanto me descuido, me salen sin darme cuenta. No puedo remediarlo... En escena, no nece­sitaba hablar para caer en lo pornográfico: un gesto, una mirada, un sim­ple mutis bastaban para que diera a entender una situación escabrosa. El público captaba enseguida el doble sentido, y propenso como es a todo lo que sabe a picardía, se desternillaba de risa... ¿Ysus monólogos? Eran su especialidad: cuando decía menos palabras era cuando el público se reía más. Recuerdo siempre cómo festejaba la gente su explicación de cómo hacía el aviador para poner en marcha el aeroplano. Se agachaba, miraba alrededor para ver si alguien lo estaba observando, y luego hacía el famoso gesto de tirar la cadena...


No faltan tampoco los testimonios de sus largas tenidas noctur­nas con amigos rosarinos, donde el inefable artista contaba sus actua­ciones en los tablados parisinos a comienzos del siglo, o en la Costa Azul. Allí, recordaba, se había codeado con Frégoli, otro célebre de los dos siglos y hasta con Cléo de Merode, la artista-cortesana de lujo que enamoraría a más de un monarca de aquella Europa de imperios que no soñaba aún con la guerra. Aquella temporada de "Parra" de 1911 en el Politeama rosarino fue resonante, al punto de que más de un crí­tico no vaciló en afirmar, y quizás no exageraba, que el cómico hacía reír a la ciudad...

Paraba en el "Hotel Italia" y todas las noches, después de la función, varios amigos solíamos acompañarlo caminando desde el Colón hasta allí. Para recorrer las diez o doce cuadras empleábamos horas porque Parravicini, que era un trasnochador empedernido como todo artista e incomparable causeur, empezaba a contarnos los chistes y cuentos de su inagotable y especial repertorio, parándose en la vereda en los momentos más impor­tantes del relato. Cuántas veces hemos visto llegar el amanecer sentados en los cordones de la esquina de Sarmiento y San Luis, escuchando a Parravicini que nos entretenía con sus ocurrencias mientras de ¡a "Europea" salían los repartidores con sus cargamentos de pan fresco...
(Carpentiero: op. cit.)




Monos y Monadas, cuya sección de crítica teatral era muy leída y considerada tanto por el público como por los propios artistas (que temían sus sarcasmos tanto como los de la otra revista de esa época, Aplausos y silbidos, que repartía ambas cosas por igual, según fuera el Caso), comentaba en 1911 la temporada de Parravicini y su despareja compañía: Dejemos de lado si Parra es o no es un artista, puesto que ya le declaramos genio. Parra es un buen muchacho que sabe divertir al público y atraerlo y que, por ende, sabe su negocio. En materia de compañía, se trajo lo que pudo recoger en Buenos Aires sin grave perjuicio para el bolsillo, salvo algu­nas excepciones, y trajo esta compañía y no otra porque no había nada peor... Pero Parra sabe llenar la escena. Cuando él aparece se puede creer que habrá de qué reír, a pesar de sus chabacanerías. En sus monólogos, especialmente, el hombre tiene chispa. Y se nos ocurre una idea: ¿por qué no elimina todas las partes y se queda trabajando solo? Aseguramos que no habrá una unidad de menos en los espectadores...
Apenas una semana después, la revista se vuelve a ocupar del gran "Fio": Parravicini se ríe. Parravicini hace reír. Retratando el pibe o dando lecciones de moral y urbanidad es algo estupendo. Hipocondríacos, melancólicos y cansados de la vida van a reír con Parra y se curan. El Consejo de Higiene, justamente alarmado, lo va a llamar al orden, porque cura tan descaradamente en público las enfermedades incurables. Parravicini se ríe y nosotros también...
Iris, otra de las publicaciones contemporáneas, es asimismo pro­pensa a definir al cómico como un real actor, más allá de sus salidas de tono: En el Politeama hemos visto "La Ribera" de Palacios y hemos admi­rado a Parra. Su capitán inglés es perfecto. Pocas veces se retrata un tipo con tal verdad, tan tanta profusión de detalles. ¡Bravo, Parra! Ese inglés le absuelve de pecadillos veniales, condesciende el cronista

En el proscenio fue mal ejemplo para otros actores y un espectáculo pro­pio y ajeno, ya que comenzaba por divertirse con lo que hacía y extendía ese estado de ánimo al público. Apenas alcanzó a disciplinarlo el cine, que lo aficionó cuando el film mudo y le ofrendó éxitos resonantes en el sonoro, sobre todo al lado del director Manuel Romero. A qué dudarlo, era un actor extraordinario. Los desbordes redondearon su unívoca personalidad. Casi rabelesianamente, dibujó también una carátula de la chacotonería porteña con ribetes legendarios que sobreviven en historias díscolas o perversas Pero Parra (como se lo motejó) era en ¡a intimidad un burgués culto, de refinados gustos y tuvo otra máscara:gozador de la vida le temía a la muerte. Cuando la enfermedad se le anunciaba optó, a los 65 años, por disiparla en el suicidio.
("Los derroches de arlequín", en revista Panorama,
23 de marzo de 1971)

Pujol define certeramente el lugar de actor en la evolución del espectáculo en la Argentina y algunas de las claves de su éxito perdu­rable: Con Parravicini se perfila el actor cómico moderno y se pone en funcio­namiento el sistema estelar del espectáculo en la Argentina. Por lo pronto, Parra cumple con un requisito básico para ser una verdadera estrella: construye con su vida un personaje, borroneando así las fronteras que separan la vida del arte. Parra rueda su propio film (él, que se anima ante las cámaras cuando sus cole­gas las consideran bastardas) con secuencias que deslumbrarán a los observado­res de la época. Como los personajes que le toca vivir, Parra es el actor de los desbordes. Así como derrocha su fortuna cortando amarras sociales, su paso por la vida teatral está signado por los excesos. Parra es sorpresa y escándalo: seduce, en primer término porque el despliegue escénico promete continuar la fiesta fuera del escenario, en la vida real. Si no teme transgredir género y tutearse con el futuro, tampoco se detiene en su vida privada.
Edmundo Guibourg resumiría, al filo de sus 90 años, su opinión de Fio: Hubo un modelo que sirvió para todos los actores cómicos que existie­ron en el país, influidos directa o indirectamente por él, que fue Parravicini. Confieso que me divertía, para mí era encontrar la carcajada, encontrar la ale­gría en una bufonería que no tenía nada de pornográfica. Alguna vez lo acu­saron de tener algunos gestos que eran resabios de su vida en los tabladillos. Pero era mentira. Parravicini nunca dijo una mala palabra y si hizo alguna alusión, con gestos, eran cosas que hoy parecerían tan inocentes que a nadie le llamarían la atención. Hoy en día, con el destape, Parravicini sería la inocen­cia en persona...
Unos meses antes del debut del cómico, el Politeama había alber­gado una curiosidad: la compañía francesa de Caralt estrenando un Conan Doyle de escalofriante título, que parecía inventado por el pro­pio "Fio": El vendedor de cadáveres, mientras poco después una española olvidada, Angelina Caparó, se le animaba nada menos que a Electra de Sófocles. Menos suerte había tenido, también en agosto de 1911, la respetada Comedia de Madrid, que traía a Pepe Salerno como cabeza del elenco y que concitó unánimes comentarios elogiosos de la mayo­ría de los críticos de la ciudad, pero poca presencia de espectadores. Monos y Monadas tendría una explicación contundente para ese injusto fracaso: Parravicini se lo lleva todo...

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones