jueves, 5 de septiembre de 2013

LOS ADELANTOS URBANOS


Por Rafael Ielpi

Por su lado, la ciudad asistiría aquel primer año del siglo XX a una serie de transformaciones, algunas menudas, otras trascenden­tes, que tendrían que ver, a veces, con un simple pero importante cam­bio de su escenografía urbana, como a mediados de agosto, cuando comienzan a ser plantados los nuevos árboles que sustituyen a los añosos paraísos de la Plaza 25 de Mayo, y que no eran otra cosa que los plá­tanos que después inundarían plazas y calles. O en diciembre, cuando el Departamento de Obras Públicas concluye los trabajos de transfor­mación de la "placita" General Paz, ubicada en Córdoba, Paraguay e Independencia (Presidente Roca), dejándola convertida en un precioso y elegante paseo que armoniza perfectamente con la suntuosidad que va adquiriendo la calle Córdoba, con su pavimento de madera, dice La Capital.
El Rosario contaba con calles pavimentadas, en realidad, desde comienzos de 1865, cuando se consolidan una treintena de ellas con "macadam", un material que pese a pensarse lo contrario terminó dete­riorándose al tiempo como consecuencia del pesado tránsito de carros, coches de plaza y otros vehículos similares. Veinticinco años más tarde, los empresarios López y Arias proponen (y obtienen) la pavimenta­ción de otras treinta cuadras con materiales de buena calidad y en 1881, es la propia Municipalidad la que toma a su cargo pavimentar, gracias a un empréstito, unas 480 cuadras con adoquines de piedra y piedra bruta, según las calles.
El adoquinado de madera sería impulsado notoriamente por el intendente Alberto J. Paz, realizándose en espacial en la zona céntrica sobre una base de hormigón que, se suponía, garantizaba su adheren­cia y duración. En 1910, el censo contabilizaba 239 cuadras adoquina­das con madera, 419 con adoquines comunes, 5 calles empedradas y 83 con cubierta de macadam. Sería el adoquinado, sin embargo, el que más se identificaría con la ciudad de las primeras tres décadas del siglo XX, e incluso de las dos subsiguientes (como ocurriría, por ejemplo, con Montevideo), hasta su paulatino reemplazo por el pavimento y el asfalto.

El empedrado era la vida de la calle. Sobre él, la jardinera del pana­dero repiqueteaba como un timbre de alegría. Pasaban los percherones, siempre pensando en otra cosa, y pisaban fuego y hacían estallar chispas doradas. Todos nosotros conocíamos cada una de las piedras de la cuadra y cada uno poseía sus minas, sus piedras flojas, bajo las cuales guardar tuercas, ratones muertos, alambres y otros objetos preciosos. Después de una lluvia resplandecía de limpieza. Cobraba un brillo entero y saluda­ble, se cubría de ríos, canales y lagunas y los conservaba todo el largo tiempo de las incansables navegaciones de papel... El empedrado era algo de uno, se vivía cerca de él, formaba parte de la casa. El empedrado era tierno y doméstico, era como si las madres hubieran comprado un gran choclo y lo hubieran tendido entre las casas, para que los chiquilines jugáramos sobre él sin lastimarnos.
(Maggi: Op. cit.)


Aquella "placita" General Paz, por su parte, se convertiría con el tiempo en la actual Plaza Pringles (media plaza en realidad), enmar­cada por altos edificios. No era igual entonces el entorno, aunque en octubre de 1900 se leyera en uno de los diarios rosarinos: Hay en la actualidad 20 edificios de importancia en construcción en la zona más poblada de la ciudad y se proyecta construir otros de tanta o mayor importancia, lo que ha de contribuir eficazmente a dar movimiento a las artes e industrias locales aplicables a la construcción.
Mucho que ver en todo aquello tendría el intendente Luis Lamas, preocupado tanto por el progreso edilicio como por la higiene en una ciudad que demandaba obras de saneamiento que llegarían poco a poco. En enero del 900, por ejemplo, manda a inspeccionar, en un solo operativo, 122 viviendas para vigilar la higiene domiciliaria, encon­trando a poco más de la mitad en estado poco satisfactorio, por lo que se multa a sus residentes.
También de principios de año es la puesta en marcha de otra ini­ciativa similar: la instauración de las llamadas "casas de baños públicos gratuitos", establecidos por la Intendencia a fin de que puedan bañarse todas las personas que lo deseen y especialmente las de la clase obrera.
El primero de estos establecimientos, para hombres y niños, se instaló en la casa de remates de Lamas y Villariño, que fue cedida espe­cialmente para ese fin, mientras que las mujeres que lo desearan podían bañarse en el corralón del Departamento de Obras Públicas, en la lla­mada Cortada de la Plaza General Paz (hoy Pasaje Juan Álvarez). En procura de nuevos locales para aumentar el número de baños públi­cos, el entusiasta Lamas se moviliza y puede anunciar el 9 de febrero: El próximo lunes a más tardar se librará al público la casa de baños gratuita que la Intendencia hizo preparar en San Lorenzo entre Libertad y General Mitre. No faltaba tampoco la promoción de la saludable práctica de la ducha y el jabón que la Municipalidad insertaba en los diarios, indi­cando: El pueblo debe acudir a esos baños; no se necesita ninguna clase de requisitos. No hay más que presentarse y manifestar al encargado el deseo de tomar un baño y nada más.
En realidad, más de un rosarino optaba en esos mismos años por otro tipo de baños, los conocidos "baños turcos", que podían tomarse en el establecimiento balneario de Juan Romano, en San Martín 930, que garantizaba además baños romanos y rusos; ducha a vapor y escocesa, baño eléctrico y masajes, con departamentos independientes para damas. El men­cionado local sería antecedente de algunos posteriores como por ejem­plo la casa de baños "La Cosmopolita", de Moisés Zacks, instalada a la moderna, según decía su publicidad, en Corrientes 1281, hacia 1915, y sucesora de la que en 1895 funcionaba en 25 de Diciembre 264.
La ciudad, a los pocos días de la habilitación de aquellos "baños municipales", iba a preocuparse sin embargo por otras noticias: las que llegaban desde el norte de la provincia, más despoblado aún, que daban cuenta de lo que después se daría en llamar "los últimos malones". Los relatos de entonces ubicaban el hecho en la zona de San Cristóbal, donde 70 salvajes entraron por el punto llamado Cachiyuyos, después de atravesar las vías del ferrocarril nacional de San Cristóbal a Tucumán, por un punto cercano a la estación Bandera. Los indios costearon la margen izquierda del río Salado, arreando a su paso las caballadas que encontraban, hasta llegar a la madrugada a la estanzuela Punta de la Isla, donde fueron asesinados el propietario Pérez y dos de sus peones; a las 5 am. llegaron al puesto, matando al estanciero Ramón Acosta, que salía a recorrer el campo con su hijo Pedro, según la información periodística.
El episodio incluiría otras secuencias, como la odisea del vecino Benigno Basilio y de los jóvenes Segundo y Eraclio Gorosito, más tres peones, que se atrincheraron en un almacén de ramos generales de las orillas de la población y salvaron sus vidas, mientras los indios robaban en la población y asesinaron a un hijo del estanciero Teodoro Cejas. Las razo­nes del comisario, ante su inacción, suenan entre patéticas y grotes­cas: Declaró que no los persiguió por no tener siquiera un sable viejo, dice La Capital el 8 de marzo de 1900. Los "salvajes" por su parte no eran otra cosa que una banda de desarrapados y empobrecidos aborígenes, condenados a la miseria y el hambre y empujados cada vez más hacia el norte por el avance de las colonias de inmigrantes y, antes, por las operaciones militares que buscaban ese objetivo.
Las malas noticias, como las buenas, ya podían conocerse en el Rosario mediante la comunicación telefónica, que venía del siglo anterior, provista por dos empresas: la "Compañía Telefónica Siemens” y la "Compañía Telefónica del Rosario", que habían instalado, para mediados de la década del 80, unos 700 aparatos. Una pronta fusión de las dos daría origen a la "Compañía de Teléfonos Unidos de Rosario", la que en breve lapso sería absorbida por una sociedad de capitales británicos, la Unión Telefónica del Río de la Plata, que denomina­ría a su empresa rosarina "Compañía de Teléfonos del Rosario" y por último, en 1890, "Unión Telefónica", como se la conocería hasta décadas después.
Un intento local motorizado entre otros por Augusto Wernicke y Esteban Frugoni, en 1905, bajo el nombre de "Sociedad Cooperativa Telefónica Rosario", no pudo concretarse pese a contar con el apoyo de algunos poderosos empresarios de la ciudad (siempre atentos a incursionar en negocios que garantizaran réditos más o menos inte­resantes), seguramente por la innegable influencia que detentaba la aún más poderosa Unión Telefónica inglesa.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo I Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones