viernes, 5 de julio de 2013

Barrio Mataderos


por Rosa Wernicke *

 El ciruja caminaba lo más rápidamente que podía. Iba hacia su barrio, hacia su mundo escondido allá, al otro lado del puente del ferrocarril Rosario a Puerto Belgrano. Primero el asfal­to: Urquiza, Córdoba, Maipú, Avenida Pellegrini, luego el adoqui­nado: Necochea, Ayolas, Esmeralda, Berruti, Convención y, final­mente, vendría el callejón sin pavimentar hacia el vaciadero. Iba hacia su mundo situado entre un puerto activo, una elegante ave­nida de circunvalación, todavía en proyecto, una calle con nom­bre de piedra preciosa y otra con nombre de procer o balneario.
La Avenida Belgrano se estiraba, rodeando, enlazando coque­tamente la verja que delimitaba los terrenos portuarios. No esta­ba concluida; las obras se habían paralizado y no se sabía cuándo se les daría fin. Pero de todos modos, era bueno saber que el pro­yecto incluía su extensión hasta el barrio Saladillo.
En el límite donde terminaba aquella y empezaba la desidia ur­bana, una hilera de arbolitos incipientes comenzaba a echar ra­mas y hojas. Pronto se convertiría en una elegante cortina impene­trable para el ojo humano. Era demasiado hermosa la Avenida Belgrano para que se permitiera, ni en sueños, que la fealdad del vaciadero municipal malograra su belleza, para que los despreocu­pados paseantes percibieran la pestilencia que emanaba de él y menos que nada, para que se permitiera poner en tela de juicio, el inexplicable olvido en que vegetaba.
La ciudad parecía avergonzarse de aquel pulmón enfermo del barrio Mataderos, en donde pululaban millares de criaturas hu­manas con su miseria y su orfandad. Estaban allí, olvidados en me­dio del febril progreso. Era verdad que el vaciadero quedaba al fin, encajonado, que ni Siquiera Se le advertía desde la Avenida, pero también era verdad que, deliberadamente, habíase corrido el telón frente a las destartaladas casuchas, cuevas, escondrijos y ranchos que poblaban buena parte de las barrancas, de aquellas históri­cas barrancas en donde flameó, por primera vez, el pabellón azul y blanco de la nación argentina. Quedaba arrinconado, oculto, des­preciado, ¡como si se pudiera amar a la patria sin amar todo lo que existe en ella! Era lo mismo que intentar cubrir una úlcera con un ri­co guante de piel, o esconder tras de un abanico "pompadour", unos dientes cariados y sucios. Pero la ciudad, como la mujer de César, tiene que parecer antes que ser y esto era por el momento, lo más importante.


*Rosa Wemidce sitúa en 1937 la primera novela argentina cuyo tema es la "villa mise­ria". Su título. Las cotínas dé hambre, alude a los montí­culos de basura que confor­maban el paisaje del vacia­dero municipal de la época, donde vivían "los olvidados del progreso".

Extraído de Revista Rosario Ilustrada Guía literaria de la ciudad Editada por la Editorial de la Municipalidad de Rosario en 2004