miércoles, 5 de junio de 2013

PARQUE Y BULEVAR A LOS OJOS DE UN FRANCES


Jules Huret, que ostentaba el cargo de grand repórter del Le Fígaro parisino, recorrió la Ar­gentina en 1906 y 1912, y com­piló sus notas e impresiones en un libro de viaje que también in­cluye su paso por Rosario y las opiniones que le merecieran los nuevos paseos y obras que iban transformando el todavía inde­finido perfil de la ciudad.
'Rosario -dice Huret-, ciudad rica y comerciante, la más diná­mica de la Argentina después de Buenos Aires, de la cual se en­cuentra a 300 kms. tiene hoy 150 mil habitantes. Ocupados hasta ahora en enriquecerse, a los rosarinos se les dio de pron­to por sentirse orgullosos de su ciudad, que tratan de embelle­cer, al ejemplo de la Capital. El viajero se encuentra encantado de encontrar en estas ciudades nuevas y utilitarias, sin ningún sentido artístico, sin historia y sin cultura, la necesidad desin­teresada de crear obras de arte.

La desgracia, hasta el presen­te, es que el elemento italiano domina -para beneficio de la agri­cultura- y las municipalidades se ven obligadas a encargar sus   a arquitectos y artis­tas italianos que están llenando el país de horrores.
"Entre otras cosas, en el nuevo parque creado recientemente pa­ra competir con el de Palermo, se encuentra una increíble estatua de Garibaldi, al que el artista ha dado un aire de Barba Azul áspe­ro y rudo. Cubierto con un som­brero de ala ancha, ornado de una pluma de gallo, envuelto en una capa, el héroe está sentado sobre una especie de alcaucil, que no impide a su brazo mos­trar, sin vigor, un sable curvo. Al pie del zócalo un ser desgreña­do, despechugado, brazos desnudos. pies descalzos, trata de simbolizar algo. Falso sentimen­talismo crispado: de lo peor en cuento italiano.
"Se ha querido corregir la mo­notonía del paisaje y embellecer el parque creando, con tierra traída de otra parte, un pequeño montículo, que llaman la montañita; allí cavaron una gruta arti­ficial llena de estalactitas ama­rillentas, donde instalaron un bar. Al tope del montículo, un mi­rador iluminado por una lámpa­ra de arco; sobre las pendientes que nos llevan allí, grandes jun­cos y árboles tropicales.
"Un encantador lagüito artifi­cial rodeado de sauces refresca el paseo. Un ejército de ranas de­ja escuchar sus canciones. Es aquí donde termina el corso bise­manal, comenzado en la ciudad en la calle Córdoba. Los carrua­jes pasan al trote por la calle an­gosta; los hombres en la vereda de un metro de ancho, escrutan, de aire fatuo, a las mujeres de los carruajes y a las que van a pié. En los balcones, señoritas sin sombrero, el abanico a la ma­no, miran desfilar el corso".
"Después de una serie de idas y venidas, los carruajes se dirigen hacia cuatro hileras de árboles, palmares, pinos, magnolias, plátanos jóve­nes todavía. Hermosas "villas" y ricas mansiones burguesas se alinean sobre los dos costados de la avenida.
"Los vigilantes, montados en extraordinarios caballos, vesti­dos de blanco, con cascos blan­cos adornados de plumas de lan­cero, acompañan al trote la pro­cesión de carruajes que dan una vuelta o dos a la avenida central para después venir a estacionar­se en las anchas alamedas, co­mo en una estación. Y los que es­tán adentro, miran pasar a los que están ajuera…

Fuente: extraído de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta  Fascículo N• 10 .  De Marzo 1991. Autora: Raquel García Ortúzar..