jueves, 1 de noviembre de 2012

UN AGRESTE OLOR A ESTABLO


En tanto el progreso se asomaba sin timideces, la ciudad mantenía vigentes algunas costumbres del siglo anterior, que perdurarían aún muchos años pese a una que otra reglamentación municipal en contrario. La presencia de vacas recorriendo las calles rosarinas, por ejemplo, para su ordeñe a domicilio, era una de ellas, como lo eran los tambos y las tropas de animales arreados sin problemas ante el alboroto de los chicos y la indignación de las mujeres por la suciedad que dejaban a su paso.
 
Estaban los que yo les llamo los tambos ambulantes: iba el lechero con tres o cuatro pacas por la calle y vendía leche al pie de la vaca. Y había tambos: yo recuerdo varios. Había uno en la calle Mendoza (de ése me acuerdo bien) que estaba en la casa de los dueños, en Mendoza entre Sarmiento y Mitre, en la vereda de los pares. Había otro donde yo pasaba todos los días, 9 de Julio e Italia y había otro en 3 de Febrero y Balcarce. Eran casas donde había un pesebre, en el que estaban las vacas bajo techo... Después, me acuerdo del ganado que venía del norte, por el Ferrocarril Santa Fe, y que era descargado donde ahora está el Patio de la Madera. Junto con el ganado venían los peones y sus cabalgaduras. Ahí descargaban los animales y después los llevaban por Avenida Francia, arreando. Una vez, en 1913 o 1914, cuando yo era muy pibe, una de las vacas se escapó de la manada y se metió en una ranchada que había en 3 de Febrero, en los números impares y por Francia, en los pares. Bueno: la vaca se cayó de cabeza en un pozo de agua, y yo oí que mi abuelo comentaba que la habían sacado los bomberos, que la hablan carneado y repartieron la carne entre los vecinos...
(Smaldone: Testimonio citado)
Mientras la presencia del caballo era una imagen habitual arras­trando los "tramways",los coches de tracción a sangre o simplemente transportando sobre su lomo a jinetes de toda condición social, que muchas veces no tenían empacho en atar al animal a un improvisado palenque en pleno centro, sobre todo en la zona aledaña al Mercado Central, las tropas de vacunos eran un espectáculo que, si bien no se repetía a diario, solía reiterarse con peligrosa frecuencia.
 
Muchas mañanas nos despertaba un barullo de mugidos y gritos. Pasaban las vacas, quizás más de un centenar, arreadas por hombres a caballo, de chambergo y pañuelo al cuello. Las vacas venían desde la estación del ferrocarril que aún se conserva en el Parque Urquiza, e iban a un embarcadero de hacienda, en la calle Montevideo casi Vera Mujica. Las bestias se atropellaban, subían a las veredas, dejaban en el aire un olor áspero, salvaje y los gruesos adoquines del empedrado salpicados de manchas verdes...
(Amelia Foresto de Segovia: Testimonio personal recogido en julio de 1995)

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Aquel ajetreo de las tropas de vacas por las calles iba a constatarse incluso hasta la década del 20, y su recuerdo perduraría en la memoria tanto de anónimos vecinos, testigos de aquel animado desfile, como de lúcidos testigos como el periodista y escritor Raúl N. Gardelli, capaz de comparar con fina ironía las diferencias entre el pasado y el presente.
 
La escuela Cabral, increíble; las cintas mudas en el nada dorado Doré primero, después en el Plata (con el tiempo llamaríase Gardel); el lechero pasando, junto con el cansancio de la vaca y el ternero macilento, frente a nuestra casa de la calle España para que los chicos ¡tomasen leche recién sacada! ¿A quién le importaba en esa época la misteriosa bromatología? ¿se pensaba acaso en leche descremada, en leche en polvo, en leche cultivada? ¿se hablaría de la cadena de frío cuando no todos compraban el cuarto de barra de hielo cotidiana? No eran prohibidos el pan, alimento esencial, ni el azúcar ni la ingestión de la piel del pollo, sustanciosa; ni había café sin cafeína, cerveza sin alcohol, milanesas de soja... "
 
(Raúl N. Gardelli: "La página en blanco colmada", en La Capital, 22 de febrero de 1996)

El asunto del ganado ambulante provocaría, en enero de 1913, un decreto del intendente prohibiendo la circulación de vacas lecheras en la zona comprendida por el Bvard. Oroño, la Avda. Pellegrini y el río Paraná, comprendiendo el Boulevard y la Avenida, bajo la multa de 1 a 5 pesos moneda nacional por cada infracción, atendiendo a la extensión que tiene ya el buen pavimento y el aumento de la circulación.
Desde los últimos años del siglo XIX y hasta los primeros veinte del siguiente, los tambos eran también una realidad ciudadana insoslayable, mal que les pesara a los que preconizaban que un mayor y rápido progreso debería obligarlos a retirarse hacia los suburbios. Sobre 1896, por ejemplo, podían contabilizarse, aun sin precisar alguno que otro que escapa al recuento, casi 50 tambos emplazados en el Rosario, la mayor parte de ellos en lo que era estrictamente, por ese entonces, la zona céntrica, situación que no se alteraría en los primeros años del siglo XX.
Era el caso, entre muchos otros, de los de Juan Abade, en 9 de Julio al 500; Andrés Arregui, en San Lorenzo 170; Pedro Arrióla, en Entre Ríos al 800; Antonio Sugasti, en Mendoza al 1000; Ignacio Orbea, en San Luis 991; José Garayar, en San Lorenzo y Dorrego; Luis Cucino, en Rioja al 300 o J. M. Guiíasola, en Rioja al 1200. La imagen hoy impensable de aquellos recintos olorosos a alfalfa y a boñiga, de los que salía diariamente un hombre arreando una o dos vacas para el expendio callejero de la espumosa leche, era parte entonces de una escenografía que a algunos parecía entrañable y a otros decididamente anticuada, más allá de los graves problemas de higiene que implicaba aquella práctica.

 
Juan Álvarez recuerda, en una de las tantas atractivas páginas de su historia de Rosario, una escenografía urbana que se vincula estrechamente con plantas y animales en las calles: La estrechez de las aceras admitía pocos árboles, pero el inconveniente se obviaba con la flora de los fondos donde sobraba sitio para las higueras, naranjos, jacarandas, amén del habitual tendedero de ropa y la cría de gallinas. Jardines interiores, así hubiera que formárselos con tinas, macetas o tiestos, produjeron diamelas, jazmines y helio-tropos que, con su perfume, contribuían a disipar los olores a establo de la calzada, siempre sucia por el trajín de los caballos o por las vacas conducidas de puerta en puerta para el suministro de la leche.

 
Otro tema, muy diferente al anterior, que preocupaba a los rosarinos por entonces era el auge prostibulario en la ciudad, al que se aludirá luego más extensamente. El 10 de junio de 1900, dice La Capital refiriéndose al proyecto de ordenanza que reglamentaría la actividad: En él, según tenemos entendido, se prevén innumerables casos que la práctica ha demostrado que deben reglamentarse, tendientes a impedir la prostitución llamada clandestina, los robos que se cometen en las casas de esa naturaleza y en general, evitar los espectáculos inmorales que la aglomeración de casas de tolerancia en un punto dado ofrece diariamente.
 
El diario, que al parecer tenía acceso al proyecto, adelantaba algunos detalles: Se derogará el radio de esos establecimientos y se prohibirá usar distintivo alguno en las mencionadas casas, que se podrán situar donde lo permita la Intendencia, la que deberá cuidar que no invadan el centro de la población, no sin dejar una postdata cuyo contenido se prestaba a interpre­taciones diversas: Tratándose de un asunto tan escandaloso, confiamos en que el Concejo Deliberante sancionará una reglamentación que, siendo previsora en absoluto, no se preste a abusos de ningún género...
 

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo I  Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones