jueves, 22 de noviembre de 2012

OTRA VEZ UN CENTENARIO


El segundo Centenario iba a culminar esa etapa inicial del siglo XX con otra ola de festejos en todo el país, iniciados en San Miguel de Tucumán, pero que alcanzarían mayor relieve en Buenos Aires y en Rosario. Ninguno de ellos tendría, sin embargo, los fulgores patrioteros del de 1910, cuando el gobierno conservador de Figueroa Alcorta intentara darle al acontecimiento una dimensión interna­cional que, si bien merecida, no alcanzaría a disimular ante cualquier visitante avisado el abismo que mediaba entre la clase gobernante y las grandes mayorías populares excluidas todavía entonces de la vida nacional.
La inminencia de la elección para presidente de la Nación había hecho de 1916 un año de especiales características, sobre todo atendiendo al crecimiento del radicalismo que, en definitiva, iba a acceder por primera vez al gobierno con Hipólito Yrigoyen y que, además, triunfaría en forma abrumadora en todo el país. A comienzos de abril, los demócrata-progresistas, empeñados en la ilusión del triunfo de la fórmula De laTorre-Carbó, se animan a través de su vocero periodístico que era La Capital, a pronosticar a ambos candidatos como futuros presidente y vice, a la vez que se denuncia la existencia de carteles agraviantes de muy mal gusto contra la fórmula del PDP. Seguramente generados por "la chusma radical", como les gustaba definir a los radicales a los hombres de la ex Liga del Sur.
Entretanto, ese mismo año, en una publicación oficial —La Provincia de Santa Fe en el primer centenario de la independencia argentina 1816-1916— se incluía una tajante opinión sobre la ciudad: Además de gringos enriquecidos en la venta de cereales y ganados, hay un buen número que justiprecian el valor de un soneto por su belleza y del maíz por su industrialización...
Ligado a esos sectores que originarían la Liga del Sur, la Bolsa de Comercio y otras instituciones nacidas por impulso de la poderosa burguesía rosarina, Gregorio J. Machain, que muere sobre fines de junio, fue de uno de los rosarinos poderosos que merecería encendidas necrológicas como la del diario de los Lagos: Es visible aún en nuestros círculos más distinguidos el pesar de su fallecimiento. Hombre progresista, había dedicado sus mejores energías al progreso de la ciudad, trabajando con eficaz empeño en la instalación de la empresa de cloacas y aguas corrientes, por la construcción del puerto, etc. Con él desaparecía, en rigor de verdad, un arquetipo del sector socioeconómico que, entre 1860 y 1920, iba a dar fisonomía peculiar a la ciudad tendida a orillas del Paraná.
Casi un mes después, la muerte inesperada de Ovidio A. Lagos, hijo del fundador del diario y diputado nacional en funciones, vuelve a impactar al mismo sector, en momentos en que La Capital, de la que había sido director, se aprestaba a celebrar sus bodas de oro. Su entie­rro, con los honores dispuestos por las autoridades nacionales y provinciales y los homenajes del PDP, al que pertenecía el legislador, fue también una ceremonia de nutrida concurrencia.
Pero la llegada de la semana del 9 de Julio iba a movilizar a la ciudad en espera de los actos principales, a cien años del Congreso de Tucumán. La Municipalidad dispuso, a partir del 5 y hasta el 10 de ese mes, la prohibición del tránsito vehicular por la calle Córdoba, la más tradicional de la ciudad, desde el Bvard. Oroño a Laprida, en el comienzo de la Plaza 25 de Mayo, entre las 4 de la tarde y las 10 de la noche, para no entorpecer los festejos.
El día 9, la celebración no tuvo demasiadas novedades respecto de los fastos usuales en la época: espectacular desfile militar y fiesta popular en la Exposición Rural, como comenta La Capital, que vaticina: Todo parece anunciar que estos festejos serán esplendorosos. En realidad, la cosa se limitó, con entusiasmo pero sin demasiada originalidad, a ese tipo de actividades entre deportivas y de entretenimiento que era habitual en la época: un concurso nacional de tiro, un certamen de sociedades recreativas, bailes populares, función de gala en los teatros, etc. Mucho más revuelo alcanzarían los fastos porteños, sobre todo por un hecho que no figuraba en el protocolo oficial: el atentado contra el presidente Victorino de la Plaza, que se sumaría a varios otros igualmente fallidos contra primeros magistrados argentinos.

El presidente se hallaba en un balcón de la Casa Rosada cuando un hombre estacionado en la vereda, levantó un revólver y al grito de ¡Autócrata!, al decir de algunos testigos, disparó sobre de la Plaza. Este, sin inmutarse, dijo: Ha tirado con pólvora sola... El secreta­rio de Guerra, general Rodríguez, se apresuró a detener al asesino, que intentaba nuevos disparos. Se produjo un forcejeo y el hombre se defen­dió tenazmente. Cuando el público se dio cuenta, quiso atacar al cri­minal mientras se proferían amenazas de muerte y le daban "bastona­zos y puñadas" que le produjeron dos heridas. Se llegó al colmo cuando —al decir del cronista— una dama se sacó el pincho de su sombrero y acometió al criminal pretendiendo herirlo.
(jimena sáenz: "el centenario de la independencia", en revista todo es historia, n° 27)


El autor del fallido magnicidio, un joven de 24 años llamado Juan Mandrini, que provenía de la ciudad bonaerense de Azul, era uno de los tantos hombres enrolados, aún inorgánicamente, en las huestes del anarquismo. En su caso, el atentado no tenía otras connotaciones que las de una decisión individual adoptada por quien había escrito (se hallaron en la casa de sus padres, modestos inmigrantes italianos, manuscritos de poemas y narraciones de decidido tinte libertario y tremen-dista) encendidos párrafos contra el orden capitalista.
Mientras tanto, la dolorosa impresión pública provocada cuatro meses antes por el naufragio en las costas brasileñas del "Príncipe de Asturias", en el que murieron muchos inmigrantes que viajaban en tercera clase rumbo a Argentina, había comenzado a diluirse con la fanfarria de las bandas militares, con el estruendo de las bombas y alguno que otro módico fuego de artificio, que formaban parte de los festejos del segundo centenario.
En 1916 había ocurrido otro hecho trascendente, vinculado con una necesidad ciudadana: se inicia la construcción del nuevo edificio de la Jefatura dé Policía, que se concluye ese mismo año. El imponente edificio se emplazó en la manzana comprendida entre las calles Santa Fe, San Lorenzo, Dorrego y Moreno, frente a la Plaza San Martín, sobre proyecto de los arquitectos Pero y Torres Armengol, y reemplazó a la vieja Jefatura Política que miraba también hacia otra plaza, la 25 de Mayo.
La sólida construcción, coronada en su frente por una cuadriga monumental, sería, en épocas de la dictadura militar de 1976/83, esce­nario de aberrantes violaciones a los derechos humanos, mientras en los finales del 2002 (trasladadas ya las distintas dependencias de la Jefatura a su nuevo emplazamiento) el edificio mostraba los mismos signos de deterioro y desidia del vecino Palacio de Tribunales; hechos habituales en una provincia donde la preservación del patrimonio arquitectónico no contó casi nunca con apoyo y presupuesto. Dos años más tarde, sin embargo, el imponente edificio comenzó a ser restaurado para dar albergue al Museo de Ciencias Naturales "Ángel Gallardo" (víctima del incendio del viejo y aledaño Palacio de Justicia) y convertirse en un Centro Cívico.
La ciudad iba a tener un nuevo impacto en lo que quedaba de 1916: en los últimos días de noviembre, la visita de José Ortega y Gasset, aunque poco conocido entonces, vino a sacudir mentalidades provincianas. Con sus agudezas y su estudiada elegancia oratoria que no afectaba la brillantez de su pensamiento, el español —que sólo había publicado hasta aquella visita a la Argentina sus Meditaciones del Quijote— habló en el Colón ante una platea absorta, y el 22 fue agasajado con el ritual banquete de la colectividad, en la "Rotisserie Cifré", acto al que son numerosas las personas que han adherido, figu­rando entre éstas distinguidos miembros de nuestros círculos sociales.
EL entonces aún joven filósofo de 33 años había arribado al país en julio de ese año para ocupar una cátedra creada por la "Institución Cultural Española", en la Universidad de Buenos Aires: la de Cultura Hispánica, que había sido inaugurada poco antes por otro español ilus­tre, Ramón Menéndez Pidal.
Su conferencia rosarina (que en principio iba a dictarse en la Biblioteca Argentina, organizada por El Círculo de la misma, y fue suspendida por un malestar de Ortega en Buenos Aires, que había tenido un sofocón al desmayarse en el teatro Odeón, repleto por un auditorio que superó toda previsión) no sería otra cosa que un resumen del ciclo de diez clases que bajo el título de "Introducción a los problemas actuales de la filosofía" dictara en la Capital Federal y una ratificación de lo que el mismo Ortega confesara antes de emprender viaje a la Argentina: Quisiera presentar el panorama de las investigaciones filosóficas según éstas se hallaban en el momento en que la guerra vino a interrumpirlas. Intentaré transmitir una impresión de la fecunda renovación en que la filosofía ha entrado. Haré notar en este ciclo que para la filosofía, la fecha 1899 significa un pasado absoluto. Ortega volvería al país en 1929 y sus reflexiones de entonces sobre la Argentina y los argentinos siguen siendo dignas de ser, si no compartidas, por lo menos recordadas.
Años después, casi veinte, un notable español contribuiría a que los argentinos se conocieran mejor: los llamó hombres a la defensiva. Halló en el pueblo una suerte de vocación imperial, lo vinculó con su paisaje (la pampa) y se encontró con que acaso lo esencial de la vida argentina fuera ser... promesa, porque el argentino —escribía— tiende a resbalar sobre toda ocupación o destino concreto. Se le antojaba un frenético idealista, incluso un narcisista, un preocupado por su imagen ideal, por su role. Hasta en el guarango advirtió, junto a un enorme apetito de ser algo admirable, una agresividad que denunciaba inseguridad: El guarango iniciará la conversación con una impertinencia pera romper la brecha en el prójimo y sentirse seguro sobre sus ruinas. De alguna manera, el argentino corría siempre el peligro de la gua-ranguería, en cuanto forma desmesurada y gruesa de la propensión a vivir absorto en la idea de sí mismo. En una nota, el español que tan bien conoció y resumió tantos rasgos del argentino casi veinte años después del Centenario, formulaba esta definición concentrada:guarango es todo lo que anticipa su triunfo... La Argentina del Centenario era una mixtura extraña y singular de heroísmo cotidiano, vanidad, tensa belicosidad, inteligencia y guaranguería.
(Floria-García Belsunce: Op. cit.)

La facilidad de exposición del disertante, la resonancia que habían tenido en Rosario sus clases porteñas, la reciente aparición de su libro Meditaciones del Quijote, la repercusión que su venida produjo en la colectividad española, la expectativa con que se aguardaban sus reflexiones sobre la guerra, convirtieron la estadía del creador de la Revista de Occidente en un hecho cultural de relevancia, aun en una ciudad donde —como se quejaban los propios rosarinos vinculados a lo cultural— importaban al parecer más los bienes materiales que la filosofía...
A Ortega, a juzgar por la adustez de su rostro en todas las fotografías conservadas de su visita a la ciudad, no debe haberle causado mucha gracia la insistencia de los argentinos (y de los rosarinos) en los agasajos exagerados y en la manía de extraer de todo visitante ilustre o prestigioso sus impresiones sobre cada lugar que visitara y sus pro­nósticos sobre el futuro que esperaba a los habitantes de un país que creía estar avanzando hacia una eterna prosperidad.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo II  Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones