miércoles, 3 de octubre de 2012

ROSARIO EN 1917 ( anécdota de Héctor Nicolás Zinni)


          "Algunos meses antes de finalizar la primera guerra mundial, mis padres, que vivían con sus ocho hijos en Justiniano Posse (Córdoba), decidieron venirse a Rosario, movidos por el declarado propósito de proporcionar una regular educación a su numerosa descendencia.
"Mi primera profunda impresión la tuve al contemplar embelesado los numerosos focos eléctricos aledaños a la estación del ferrocarril - llegamos a Rosario de noche - pues veía alumbrado eléctrico por primera vez en mi vida. Mi segunda emoción de la jornada la constituyó el mateo que nos condujo a nuestro nuevo hogar y el seco batir de los cascos del caballo sobre el empedrado.
"Fuimos a parar a la cortada Espora, flanqueada de este a oeste por las calles Presidente Roca y España y de norte a sur por las de 3 de Febrero y 9 de Julio. He visitado el pasaje hará cosa de un año y me sorprendió encontrar aún algunas viviendas en el mismo estado de entonces, obviamente más viejas, linderas con construcciones nuevas de aspecto modesto. De todas maneras, el impacto emocional fue intenso.
"Recuerdo que allá por los años que evocamos, cada familia acostumbraba salir por las noches a sentarse en la vereda, como en una gigantesca tertulia, intercambiando frases con los vecinos más próximos. Allá en la cortada se respiraba en el verano un airecillo perfumado a glicinas, de las que había muchas que bajaban en racimos hacia el exterior desde las altas cercas de los jardincillos delanteros, pues todas las casas de la cuadra tenían la misma sencilla arquitectura: jardín al frente, cerca y puerta-cancel. Cada noche, a eso de las nueve, pasaba a caballo el vendedor de lupines, esperado con impaciencia por los chiquilines. Una medida de los sabrosos lupines, alrededor de cien gramos, diez centavos. Eso, algún que otro helado - también de diez centavos - y el cuaderno semanal de la novela por entregas, precursora de su hermana radial y de las actuales series televisivas, constituían, poco más o menos, el rubro "extras" de cada presupuesto familiar.
"Los chicos jugábamos a la mancha o a la rayuela bajo la luz del alto foco encendido a mitad de cuadra y las niñas formaban rondas y cantaban las letras infantiles de la época. Por la calle 9 de Julio, cada pocos minutos, la campanilla del tranvía de la línea 15 anunciaba la proximidad del chirriante vehículo. Espaciadamente, los cascos del caballejo uncido a algún mateo trashumante agregaban su repiqueteo característico a los escasos rumores de "afuera".
"Yo tenía entonces nueve años y me inscribieron en el segundo grado de la escuela "Bartolomé Mitre", situada en la vereda par de la calle homónima, entre las de San Juan y San Luis. Mi aula estaba situada en altos, con vista al ancho patio central de la escuela. En cierta ocasión, formando en el patio un cuarto grado, pude observar al niño colocado a la cabeza de la fila. Era menudo y bajito, más bajo que yo entonces. ¡Y estaba en cuarto! Sentí admiración y celos, unos celos casi angustiosos. Yo venía de una escuelita mixta de provincias, atendida por su directora y única docente. Debí decir: desatendida, pues allí, remedando al personaje de Blasco Ibáñez "el pasto intelectual era escaso y valia poco." Apenas si aprendíamos a leer, sumar y restar, con ayuda de familiares de los educandos. (Más tarde vine a saber que mi señorita, venida de Córdoba, sólo tenia una preocupación, escasamente didáctica: pescar para marido a algún estanciero de la zona). De ahí mi atraso.
"Un vecinito de la cortada, llamado, como el historiador homónimo, César Cantú, asistía, también, al segundo grado de mi escuela. Era mi rival en el estudio y los demás muchachos se encargaban de que lo fuésemos en otra esfera, azuzándonos para hacernos pelear no bien salíamos de clases. Era como una fatalidad, aceptada por ambos, porque otra cosa nos hubiera concitado el desprecio y las pullas de nuestros condiscípulos. Entregábamos los útiles a los más próximos, nos colocábamos en guardia y dale a amagar sin pegar, retrocediendo paso a paso mientras nos íbamos en inofensivas fintas, hasta llegar a la cortada Espora. Allí se disolvía el grupo de espectadores y los heroicos gladiadores nos marchábamos, aliviados, a casita, para recomenzar la justa al día siguiente. Debo confesar que mi carácter era pacífico, soñador y contemplativo, nada inclinado a la violencia. Por eso, yo retrocedía y César avanzaba, aunque, digámoslo también, cauteloso. Parece que aún a mí podía escapárseme un coscorrón...
"Después de almorzar me iba a "recorrer la ciudad". Por el momento, dichas expediciones raramente me alejaban más de siete u ocho cuadras de mi domicilio. Más tarde, ya canchero, incursioné por General López (Estanislao Zeballos) - calle poco transitada entre cuyas piedras crecía sin amenazas la gramilla - hasta San Martín. Solía hacer cuadras y cuadras sin cruzarme con alma viviente. Nada hacía adivinar entonces en ese sector a la pujante, rumorosa y moderna ciudad de hoy, con sus rascacielos, sus monumento, su tránsito activo.
"No puedo soslayar en esta corta evocación a la Plaza Sarmiento. Allí se levanta en nuestro días la misma estatua del formidable sanjuanino que le presta su ilustre nombre. La he vuelto a ver hace cosa de un año, con un poco de tristeza. La vieja plaza, ahora remozada, con su sector que da a San Luis convertido en plaza de estacionamiento de automotores, ha perdido su clima familiar, su personalidad, su encanto provinciano. Es el precio del progreso...
"¿Qué decir de los cines? Aún sigue en la brecha el antiguo "Sol de Mayo", en la esquina de la avenida Pellegrini y calle Corrientes, sin que su exterior haya sufrido cambio alguno. Y el "Esmeralda", su vecino, y el recreo Edén Park, en el que Libertad Lamarque, relevante rosarina, hizo sus primeras armas. Las secciones diurnas de los cines de entonces eran tres: sección café, matinée y familiar. Con derecho a un café express, diez y veinte centavos la entrada. (Algo ha encarecido, desde entonces, el costo de la vida...)
"Acude a mis recuerdos el viejo Mercado Central, en cuyo primer piso funcionaba la redacción y administración de la revista "Plumazos". Todo el personal consistía en el redactor y a la vez jefe de oficina - un irlandés jugador y amigo del trago - y un cadete, que lo era yo, por las tardes, mediante un estipendio de veinte pesos mensuales. En esa revista publiqué, a los trece años, mi primer cuento.
"Volvamos a mi calle cortada.
"A derecha e izquierda de nuestra casa vivían dos familias de origen dispar - una italiana, la otra israelita - que tenían en común el cabello rojo, más pronunciado en las mujeres, tres de las cuales integraban el grupo israelita, polacos por más señas, y cinco en la familia italiana. Un verdadero ramillete de cabelleras ígneas. Se las conocía por Juanita la pelirroja, Tota la pelirroja, Hinde la pelirroja, Sprintze la pelirroja, y así las demás. Enfrente vivía otra familia israelita cuyo jefe traficaba con la compra-venta de bolsas vacías usadas de maíz y trigo. Ocupaban otras dos viviendas sendas familias cuyo signo común en los muchachos de una y otra era el apelativo: Pepe. Llamaban a uno Pepe el grande y al otro Pepe el chico. Ambos salían todas las mañanas con sus padres portadores - rara coincidencia -de canastas con piezas de queso que luego ofrecían de puerta en puerta. En la esquina del pasaje y la calle 9 de julio campeaba por sus fueros el almacén de los Picabea, gallegos ellos, cuya hija primogénita era la orgullosa poseedora del único piano de la vecindad.
"Los domingos, una nutrida barra de pibes del pasaje salían provistos de palos a luchar con otro grupo de la calle Italia o España, previo desafío, regresando contusos y con la sangre bullente. Luego las madres, empuñando correas y látigos, ponían el broche de oro a la jornada heroica, desbandando a los esforzados guerreros. Estos se reagrupaban en un baldío donde hoy se levanta un gran edificio de concesionarios de la Ford, sobre 3 de Febrero, y allí se entretenían peloteando hasta que el grito: ¡araca la cana! tornaba a producir el desbande... Esta vez, definitivo para la jornada.
"Cruzando la calle, en el número 57, habitaba una familia de apellido Torres. Había allí una chiquilla de mi edad, la que me causó - ¡a los nueve años! - viva impresión. Ni corto ni perezoso, le envié una esquela con nuestra fámula, invitándola a ir conmigo... ¡a la calesita! "No hubo respuesta. Al menos, de la chica. Pero si la hubo de parte de un hermano al que yo respetaba y admiraba porque se decía de él que practicaba esgrima, quien me atajó un día en la calle y me propinó un par de soplamocos bien dados.
"Así tuvo fin, poco airosamente, el primer romance de mi vida."

Fuente: Extraído del libro “ Barrios de Tango y otras yerbas”(es la Introducción  del mencionado libro del Autor: Héctor Nicolás Zinni. Ediciones del Viejo Almacén  Año 1997.-