viernes, 20 de julio de 2012

EL PASEO DEL BULEVAR


Por Rafael Ielpi
Pero así como calle Córdoba era el paseo vespertino obligado, las "tardes del Bulevar" congregaban también a las familias conocidas, y por el actual Bvard. Oroño traqueteaban entonces, entre 1900 y 1920, los carruajes de la época -con caballos lustrosos, enjaezados para la ocasión-, y las señoras vestidas con profusión de vestidos, muselinas, sombrillas y sombreros de pluma, mientras la banda de policía amenizaba ese ajetreo social con música adecuada a ese disentido clima de recreación. Del que el resto de la ciudad -la incipiente clase media, las clases populares-eran espectadores entre asombrados y divertidos, según el caso.
No faltan testimonios valiosos sobre la costumbre del paseo por el bulevar, que culminaba en el Parque Independencia que concretaría el tesonero intendente Luis Lamas: "Cuando el paseo ha transcurrido durante una hora, los peatones ocupan las mesitas de la confitería del Parque, ese bello lugar en el que cómodamente observamos todo lo que pasa a nuestro alrededor. Entre sorbo y sorbo de los deliciosos refrescos, se inicia entre ellos y ellas un flirt de miradas incendiarias", se entusiasma una crónica de "Monos y Monadas"
Aquel bulevar elegido por la clase alta para construir sus residencias ha­bía tenido origen en un proyecto del siglo XIX, que en 1887 determinaba la iniciación de las obras de construcción ele dos bulevares y una plaza de cuatro manzanas en la intersección de los mismos: el Bvard. Santafesino, luego Oroño, y el Bvard. Argentino, que nunca se convertiría en tal y resultaría la actual Avda. Pellegrini. por el medio de la que corrían entonces las vías del Ferrocarril Oeste Santafesino, reemplazadas luego por las vías del tranvía, y la Plaza Independencia, que sería englobada por el parque homónimo en 1902.
Aquella concurrida vía, imaginada a semejanza de las francesas, en un proyecto que tenía como referencias ideales al Bois de Boulogne y los Campos Elíseos, iba a ser pronto integrada a otras cuatro, cada vez más alejadas del centro (los bulevares 27 de Febrero, Seguí, Avellaneda y Timbúes, después Avenida Francia), constituyendo la traza de los que se llamarían bulevares de ronda, que delimitarían la cada vez más notoria expansión territorial del Rosario de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Aquellos corsos bisemanales, pero especialmente el del domingo, eran en esencia la gran recreación social de las familias distinguidas: una versión con tracción a sangre de la "vuelta del perro", que tenía como destino final, antes de 1902, la zona del bulevar Santafesino, que incluía la entonces Plaza Independencia y, luego de ese año, al Parque. Allí recalaba el tropel de carruajes -a los que se sumarían luego los primeros automóviles, tan ruidosos como estrafalarios- y se arracimaban los grupos de curiosos, para quienes observar y comentar lo que veían era también un esperado esparcimiento semanal, mientras eran a su vez contemplados por las señoras y caballeros desde sus vehículos. No faltaba tampoco la policía, con sus atuendos de gala, todo en un clima casi parisino, con mucho de impresionista.
 El francés Jules Huret, que estuvo en la ciudad en esos años, lo describe muy bien: "Los vigilantes, jinetes en soberbios caballos, se dirigen al trote hacia el parque nuevo, donde se aglomera la procesión de carruajes. Estos dan una o dos vueltas por la avenida central y luego van a colocarse a través de la amplia vía, deteniéndose como en un punto  de parada: los que están dentro, ven pasar a los demás..."
En el inicio del siglo, antes de la construcción del Parque, ya la zona tenía su atractivo para los rosarinos de todas las clases sociales: el primitivo Jardín Zoológico, inaugurado el 6 de enero de 1900.
El proyecto del intendente Lamas se uniría al poco tiempo a su otro sueño visionario: un paseo público que fuera orgullo de la ciudad.
Lamas tuvo que embestir contra prejuicios urbanísticos e intereses creados, que le negaron primero la expropiación de los terrenos necesarios para el parque, lo que lo obligó a promulgar una ordenanza que obtuvo rápidamente el respaldo de una ley provincial y permitió sumar a las cuatro manzanas originales que ocupaba la Plaza Independencia otros lotes que, en conjunto, conforman el actual trazado.
Don Luis se dio el gusto de inaugurar lo que bien podía considerar "su" parque el ls de enero de 1902, a las ocho y media de la noche, en el marco de lo que quiso ser (y lo fue de verdad) una fiesta popular, presidida por ese hombre delgado, de apariencia delicada y extrema urbanidad que era el intendente rosarino. Desde los barrios más alejados, aprovechando los tramways que extendían su recorrido hasta el nuevo paseo; llegando en coches de plaza, en carros, en tilburys, como se podía, gentes de los barrios de la ciudad, de los entonces pueblitos suburbanos, se acercaban curiosas para asistir a una celebración inusual que festejaba un hecho también inédito: el nacimiento de un parque que -aunque ellos no podían sospecharlo- se convertiría con el paso del tiempo en uno de los símbolos de la ciudad, más allá de la desidia de muchos intendentes posteriores y de los propios rosarinos, poco afectos a preservar su patrimonio.
El mismo año se llevaría a cabo la primera Exposición Rural, en el predio cedido a la Sociedad Rural dentro del parque, y se concretaría la primera "Fiesta del árbol", que Lamas instituyera como aliciente para la forestación del nuevo paseo pero también de la ciudad toda. Durante la construcción del parque, los rosarinos asistieron absortos al incesante trajinar de obreros y operarios, empeñados en generar movimientos de tierra en la excavación del lago artificial, que sería una de las atracciones, y para la erección de la Montañita, que identificaría al lugar desde gran distancia. En esas tareas trabajarían, seguramente de no muy buen grado, los presos de la vecina cárcel rosarina.
Antes y después de la inauguración del paseo, el ir y venir de carruajes y familias los domingos por el bulevar tenía otros alicientes de cuando en cuando, como los llamados corsos de flores, especie de melancólica reminiscencia de costumbres cortesanas en una ciudad sin blasones nobiliarios. Esos juegos ocupaban sobre todo a los jóvenes de ambos sexos, para los que ese entrecruzamiento de flores arrojadas desde un vehículo a otro, de un carruaje a la vereda o desde un balcón, tenía significados más profundos e inquietantes.
En realidad, para la extensión espacial y el número de habitantes, el Rosario de esos primeros años del siglo podía darse el gusto de encontrar excusas bastante frecuentes para la reunión social de la clase distinguida, desde la inauguración de alguna de las mansiones que se hacían construir para residencia de las familias adineradas, a casamientos, viajes, tertulias o beneficios, además de los banquetes, los tés y las recreaciones de las clases populares.
Los domingos eran, además, día de salida de todos los rosarinos, sin distinción de clases. Cada uno con su atuendo, cada uno con sus posibilidades económicas, desde las familias burguesas a los grupos familiares de obreros y empleados; para algunos, un espectáculo lleno de dinamismo y bullicio, para otros, la visión de un día como todos...
Fuente: Extraído de la colección  “Vida Cotidiana – Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital