martes, 22 de febrero de 2022

La leyenda de las peñas

Por Rafael Ielpi


Los santuarios del folklore

Las módicas diversiones y entretenimientos de los rosarinos entre 1940 y 1960 comenzarían a ostentar otras característicás a partir de esta última década y hasta el festejado final del tercer milenio y del siglo XX. De ese modo, por ejemplo, los bailes populares en los clubes de barrio iban a ir perdiendo poco a poco su relevancia para la juventud, atraída por otras ofertas, entre las que se destacarían en la ciudad el auge de las peñas, un fenómeno de convocatoria que llegaría hasta la década del 80.

Aquellos locales dedicados al resguardo del folklore se convertirían en reales santuarios, austeros en su escenografías pero capaces de encender el entusiasmo que despiertan las chacareras, el vino y la amistad; refugio de universitarios, de espontáneos del canto y la guitarra, y de mujeres jóvenes, que en muchas peñas formaban parte del atractivo de la misma. Una parafernalia casi inocente para los rosarinos de hoy que habitan, es cierto también, una ciudad muy distinta a la de hace apenas tres o cuatro décadas atrás.

Cantores y guitarreros

Como ocurriera ya en las postrimerías de la década del 50, la música folklórica y lo folklórico en general, iban a tener una presencia decisiva en Rosario, a través de las peñas, reductos exclusivos de aquellos para quienes esas formas musicales eran no sólo entrañablessino casi insustituibles.

Aquella verdadera "fiebre folklórica" despertada por la consolidación del Festival de Cosquín y por la aparición de distintos intérpretes, conjuntos, músicos y poetas de enorme popularidad y paralela calidad artística, hizo que hombres y mujeres, en especial los jóvenes -pero sin desdeñar a un público maduro tan enfervorizado como ellos por zambas y chacareras- sintieran que tocar la guitarra y cantar era casi obligatorio. Y de ese modo, los espontáneos, que lo hacían en casas y reuniones privadas, comenzaron a hacerlo también en aquellas peñas donde no escaseaban ni las empanadas ni el vino de damajuana.

De ese modo las peñas, en especial entre 1960 y finales de la década del 80, albergarían por igual a músicos y cantantes en muchos casos reconocidos y a anónimos cantores y guitarreros, intérpretes de un repertorio que iría de Los Chaichaleros o los temas de Falú con letras de Dávalos o Castilla, en los 60, a los temas del Nuevo Cancionero, las llamadas "de protesta".

Si bien la nómina de estos locales puede incluir cómodamente los nombres de más de un centenar de ellos, no pocas peñas tuvieron una transitoriedad temporal que las ha sepultado en el olvido, aunque no ocurra lo mismo con las que, por sus anécdotas, su programación o su éxito siguen mencionándose en toda cronología del tema. José Luis Torres, contemporáneo de ese furor peñero, las define, ya en el siglo XXI, en su condición de testigo: Por lo general las peñas eran abiertas por gente joven que disfrutaba del folklore y quería saber qué era eso de tener un local propio y compartir las noches con artistas conocidos, a veces, y la mayoría no tanto... Por supuesto que el ingrediente femenino despertaba considerables expectativas, pero la mayor parte de ellas duraba poco tiempo, el necesario para comprender que no era tan brillante negocio como creían antes de abrirlas. La mayoría de sus propietarios las recuerda con nostálgico cariño y coinciden en que ninguno hizo guita con esos boliches, pero fue una época hermosa..."

Ese apogeo folklórico tendría también sus pioneros, como la peña del Centro Correntino, en Buenos Aires al 1200, regenteada por "El Rengo" Maciel, que funcionó entre 1954 y 1968 y que según un concurrente habitual tenía piso de tierra y/os domingos a la tarde se armaban unas bailan tas terribles, aunque la terminaron cerrando porque cada tanto aparecía un cuchillo o un mamado y el ambiente era bastante bravo; o el Centro Paraguayo, que en el mismo período, en Buenos Aires 1558, reunía a dos músicos destacadados: el pianista Raúl Quintana y el guitarrista Raúl Maldonado, posteriormente radicado en Francia, y a un cantor -de los muchos recordables- que animaría con admirable fidelidad al folklore salteño, las innumerables peñas rosarinas: Jorge "El Mono" Imperiale.

Este sería propietario de otra de las fundadoras, la primigenia La Salamanca, en Mendoza e Italia, inaugurada en 1961. "El Mono" recuerda algunos avatares exclusivos de ese tipo de reductos: Era peña y parrilla, así que era bastante común que alguno entrara el viernes a la noche a la peña, se quedara amanecido hasta la mañana, se quedara a comer el asado del mediodía y siguiera la guitarreada. El "Petiso" Domínguez, por ejemplo, cuando se cansaba, se iba a dormir abajo de! mostrador. Y así nos sorprendía el domingo, aunque un poco más cansados, hasta que abandonábamos a la tarde...

De los años finales de los 50 y hasta mediados de los 60 serían asimismo La Trasnochada, en Necochea al 1600; El Arriero, de Adela González, en San Luis y Avenida Francia, y en especial La Tasca, en Pasaje Zavalla 1152, -donde era presencia inevitable el polifacético y talentoso Raúl Rasmussen, actor y cantante inolvidable- un sótano que entre 1960 y 1965 iba a ser uno de los más populares y concurridos por una clientela que incluía a músicos profesionales, universitarios y, en general, lo que hoy se llama un target de un nivel superior al de otras que, como El Fogón de los Amigos, en Nuevo Alberdi o Mi Estancia, en Sorrento 398, convocaban a un público mucho más popular y también más heterogéneo.

El 7 de Línea, en Cortada Ricardone 61 sería, tal vez, en 1959, la primera con las características distintivas de las peñas ulteriores y quizás por eso mismo una de las más recordadas, a la que se promocionaba como "Pulpería". El local seguiría cobijando entre 1967 y 1968 a otra peña, recordable por su pintoresco nombre de El Chancho Rengo, y cuyos dueños eran el por entonces popular "Querubín" y Osvaldo Invaldi. Afirman testimonios coincidentes que el lugar era famoso por los estofados de gato que se preparaban los días de semana, que al decir de algunos comensales eran exquisitos. Al dudar más de uno del pretendido origen de los manjares, la exhibición de los cueros todavía frescos despejaba cualquier incertidumbre... Al cerrar el "7 de Línea" gran parte de su clientela emigraría a "La Tasca" portando la antorcha del folklore.

Entre 1965 y 1970 eran otros los ámbitos donde se consideraban obli gados el vino de damajuana, las empanadas, los tamales, el locro, la carbonada, la humita en chala y otros tesoros de la gastronomía popular argentina. Era el caso de Yasí Yateré, en la actual Galería Melipal, cuyo dueño, "Neneco" Villalba, un misionero, tendría la fortuna de que la pared principal de la peña, que por lo demás tendría una existencia breve, fuese pintada por quien sería, en poco tiempo, uno de los grandes artistas plásticos de la ciudad, que aunque nacido en Pergamino se consideraba él mismo un pintor rosarino: Juan Pablo Renzi.

La Cabaña, en Córdoba al 500, a mitad de cuadra frente al Monumento a la Bandera, de Luis Corniero -uno de los fundadores e integrantes del grupo "Contracanto"- y Guillermo Peralta, tenía como cliente habitual a Arnoldo Ross, uno de los grandes libreros de la ciudad, amigo de Dávalos y de Manuel J. Castilla, que visitaban Rosario con frecuencia..

Al mismo período corresponden El Tío Pancho, en Freyre entre Bvard. Rondeau y Agrelo; La Rueda, en Salta y Vera Mujica, con una obvia rueda de carro presidiendo la entrada al local y El Chaná, en Tucumán entre Ovidio Lagos y Callao, donde entre los cantores se mezclaría, hacia 1968, un joven bonaerense llamado Víctor Heredia.

Ya en 1970, las que sobrevivirían pocos años de esa década serían otras peñas igualmente memorables como La Yerra, en Corrientes entre Salta y Jujuy, La Blanqueada, de Alvear 771, de "Ti-ti" Coria y Gregorio Zeballos, uno de los grandes dibujantes rosarinos, que entonces ilustraría las paredes de su peña, y La casa de la abuela, entre 1966 y 1969 instalada en 10 de Mayo y Río-bamba, propiedad de Carlos Franolich, y a partir de ese año y hasta 1972 en Santa Fe al 500 casi esquina Buenos Aires, frente a la Municipalidad.

Contemporánea estricta de la anterior y de mayores méritos por su programación, sería A los caños, en Laprida 553, en el subsuelo de un edificio de propiedad horizontal, donde al levantar la vista el espectador podía observar las gruesas cañerías de descarga sanitaria pertenecientes al inmueble, y a veces escuchar -en mitad de un recital de tono intimista de Los Trovadores o el Cuarteto Zupay- alguna imprevista perturbación sonora debido a la inoportuna descarga de un desagote trasnochado.

Luis Comiera y Guillermo Peralta, propietarios de A los caños - junto con "Susi" Costa- desovillan casi treinta años después parte de la cronología de uno de los locales más importantes del ciclo de las peñas en la ciudad: Cuando pusimos el local modificamos algunas cosas. En ese tiempo, en las peñas la guitarra circulaba de mano en mano; nosotros le pusimos micrófonos a los cantores y les dimos un escenario, y eso los obligaba a tener un cierto nivel de calidad, a la vez que desalentaba a los maletas. Por otro lado, comenzamos a traer artistas de primer nivel todos los fines de semana, lo que nos dio la oportunidad de conocer infinidad de gente talentosa. La parte más jugosa, sin embargo, era cuando terminaba el espectáculo y se iba la mayoría de la gente: se cerraba la puerta a eso de las 4 y nos quedábamos guitarreando con los artistas y los amigos...

La peña ofrecería además propuestas distintas, como proyectar películas mudas con la música de fondo provista por dos músicos rosarinos de alta. jerarquía como el pianista Abel Pizzicatti y el violista Oscar Costa, o la organización, los domingos por la tarde, de reñidos campeonatos de truco, amenizados por un hirviente chocolate. Un incompleto repaso a la programación de la peña en esos años incluye nombres ilustres del folklore y la música popular como Los Chalchaleros, Los Trovadores, Mercedes Sosa o Jorge Cafrune, entre otros muchos, además de servir de escenario para grupos y solistas vinculados a Canto Popular Rosario.

En los umbrales del 60 y hasta los inicios de los años 70, la Peña Municipal ocuparía la antigua y hoy demolida Casa Tiscornia, aledaña al edificio del Correo Central. En el inmueble, la actividad principal se centraba en la época veraniega en un gran patio poblado de mesas y sillas de hierro, al que daban las tradicionales grandes habitaciones de ese tipo de viviendas finiseculares, en este caso con gradas para el público y los infaltables cantores y guitarreros.

Ya en la década del 70 y cuando los gustos musicales habían corrido el eje del gusto por el folklore a otras expresiones musicales, todavía las peñas sostenían su enfervorizada batalla en pro del folklore y sus expresiones. El rancho de Arsenio Aguirre, en Corrientes 1174, tuvo su momento de éxito como escenario de actuación de artistas profesionales, en un ámbito donde la guitarra no llegaba a manos de los concurrentes. La figura convocante era el anfitrión y su esposa Blanca Chazarreta y allí harían su iniciación profesional Perla Argentina y el que luego sería su esposo, un músico "chamamecero" llamado Antonio Tarragó Ros, hijo de uno de los artistas fundamentales del género: Tarragó Ros.

A la anterior se sumarían, El Brigadier, en 10 de Mayo y La Paz; Coquena, en 3 de Febrero 1155; El Cacique, en el mismo sótano que ocupara "La Tasca", propiedad del "Cacique" Nelson Moyano, que retomara la línea de las primigenias peñas de guitarreadas desplazadas entonces por las que imponían los espectáculos con profesionales, y La Taberna del Repecho, en Rioja casi esquina 10 de Mayo, donde memora José Luis Torres, había dos o tres guitarras y a veces sucedía que un cantor entonaba su voz y desde otra mesa un cantor intentaba taparlo o ignorarlo cantando otro tema; como cada uno tenía su barra de adherentes estas disputas se terminaban en ocasiones resolviendo el pleito a trompada limpia, en la subida o repecho de calle Rioja casi esquina 1° de Mayo.

Entre 1973 y ya entrados los 80, estos reductos folklóricos, siguieron teniendo vigencia aun sin el fervoroso auditorio de dos décadas atrás. De ese período merece ser mencionada A los yuyos, en Montevideo casi esquina Alem, cuyos guitarreros fijos eran Abel Arredondo y "Papi" Zarza y cuyo encargado de la barra era un peruano de nombre Víctor, recalado en Rosario por el fervor futbolístico que le generara la presentación de Rosario Central en su patria, participando en la Copa Libertadores de América. Fueron los propios jugadores los que lo incitaron a venir a la ciudad y ampararon su viaje. Víctor vivía, despachaba y cantaba en la peña y cuando el dueño, de nombre Arnoldo, se retiraba, quedaba a cargo del local.

Uno de los concurrentes habituales de "A los yuyos" recuerda: Estábamos cantando y llegaron unos tipos armados. Nos palparon de armas, se llevaron a las mujeres a otra pieza, las revisaron, y después nos dijeron que nos fuéramos porque iban a poner una bomba. Por supuesto que nos fuimos todos y a las pocas cuadras estalló la bomba. Otra vez, una madrugada en que los clientes amanecidos tardaban en irse, Víctor se quedó dormido sobre la barra, como era habitual. Los muchachos sacaron a la vereda las mesas y sillas, con botellas, vasos y ceniceros incluidos, cantaron un rato más y se mandaron a mudar, dejando todo afuera ante la sorpresa de algunas vecinas que barrían la vereda y no entendían nada. Victor seguía durmiendo, quizás soñando con un gol del Flaco Landucci. Tardamos un tiempo en volver a aparecer...

También sus anécdotas acumularía Casapueblo, que en 1974 funcionaría en Moreno 298 casi esquina Catamarca, de la que un peñero memorioso recuerda: Una vez estaban cantando Eduardo Lores y Roli Barraza, santiagueños y buenos cantores, que venían embalados en la introducción de una chacarera. En el momeno en que Rofi se acerca al micrófono para dar la voz de ¡Adentro!, se abre la puerta de Casapueblo y aparece furibunda la novia del cantor que lo andaba rastreando por las peñas. Sorprendido y espontáneo el cantor pegó el grito al micrófono con total franqueza, pero en vez de "Adentro", pronunció una palabrota frreproducible que podemos reemplazar piadosamente por algo así como iSonamos!, y los dos siguieron cantando lo más campantes ante el jolgorio de todos y la bronca de la prometida...

A los finales de los 70 y principios de los 80 pertenecen otra La Salamanca, de Montevideo al 1400, en el mismo local que ocuparía poco antes la Peña de Mapuche; esta última, de Miguel Bovalli y Cevasco, no debía su nombre a la etnia sureña sino a un perro de gran tamaño así apodado, que con su presencia contribuía a calmar los intentos belicosos de algún exaltado y cuidaba la casona cuando cerraba.

Del mismo período son La Viruta, en Buenos Aires y La Paz, inaugurada en junio del 77, de Dante Licaussi y Jorge Ossorio, el primero de ellos un excelente cantor, de nutrida barba, muerto muy joven en un accidente de tránsito. La Nochera, en San Luis al 500, de Victor De Biassi y una de las recordadas: La Peña de Pepe, en Salta al 1800, de "Pepe" Eguía, primero en la vereda de los números pares y luego en la de enfrente, con el "Gordo" Battilana como presencia insustituible; La Reja, de Hugo Jáuregui y Fernando Valentini, en Mendoza 748; La Carreta, en los altos de una casa de 25 de Diciembre 1870 y La Posta del Rosario, de Rubén D'Assoro, en Santiago 655, una de cuyas particularidades era un desnivel en medio del salón, peligroso para algún concurrente afecto al vino "damajuanero".

Entre 1980 y ya entrada la década final del siglo XX, las peñas subsistirían sin el entusiasmo ni la concurrencia masiva de tres décadas atrás, con locales como La Criollita, de Oscar del Sauce, un constante cultor del nativismo, al comienzo en 1° de Mayo 1249 y luego, hacia 1986, en San Juan 979, aunque su público no se engrosaba con peñeros y gente joven sino con un auditorio maduro, más afecto a lo gauchesco que al folklore en boga. Mayor concurrencia y éxito tendría la peña Tafí Viejo, de D'Assoro, en Mendoza y Rodríguez. Recuerda su dueño: Solíamos freír habitualmente 1000 empanadas la noche del viernes y600 los sábados, y se consumían 25 damajuanas de vino -20 de blanco, que era el que tomaban las mujeres, que solían ser mayoría y 5 de tinto-; en esa época fuimos una de las más concurridas y traíamos números artísticos importantes como el Dúo Salteño, que produjo un lleno completo la noche de su presentación.

Añoranza, una coqueta peña regenteada por tres mujeres, en Tucumán al 1000, entre 1980 y 1982 y La Taba, en 3 de Febrero 1665, de la que fuera concurrente Carlos Menem, antes de ser Presidente de la Nación, integrarían la lista de los 80, al igual que La Delfina, de Sira Miranda y Carlos Mariscal, en San Luis 1767, donde el "guitarrero" oficial era Mario "El Negro" Rivero. El local se llamaría luego Nuestro

Tiempo, aunque a pesar del cambio de nombre y de propuesta siguió siendo "La Delfina" para los incondicionales, ahora con Henry Altamira como guitarrista estable.

Sira Miranda recuerda el lugar y sus características: De otras peñas, como la de Ricardo Centurión, venían a la nuestra cuando cerraban; a veces caían visitas como Enrique Llopis o Raúl Carnota. En "La Delfina" se retomaron, después de 1983, las viejas canciones del 60 y 70 que habían sido barridas por el Proceso, como El cautivo de Ti¡-Ti¡, los temas de Los Olimareños, las canciones de la Guerra Civil Española. Fue la única peña de esas características en la que se bailaba los domingos a instancias de los más jóvenes...

Parte de la misma nómina son Atahualpa, de Oscar Ruiz, en Mendoza casi esquina San Martín; La bordona, en 3 de Febrero y Maipú; otra llamada ¡nuevamente! La Salamanca, de Ricardo Centurión, uno de los impenitentes peñeros del período, en Mendoza 748, que entre 1981 y 1987 fue tal vez la última peña importante, en la que se mezclaban los viejos habitués con las nuevas generaciones; La Grieta, de Daniel Díaz, integrante y fundador de Los Khorus, cuyo nombre provenía de la importante rajadura de una de sus paredes.

Ya de la contemporaneidad más estricta son las últimas peñas: Las Ruinas del Pehuén, en Mendoza 1173; La Viola, en Montevideo 2084; Balderrama, en Ricchieri 667, luego emplazada en Mitre al 500; La Casa del Limonero en Santa Fe casi esquina Callao, donde entre 1996 y 1997 funcionaría Sobre-muros-de Marcelo Nocetti-, cuyo nombre conllevaba una aspiración: ser el lugar donde los artistas locales pudieran expresarse; de ahí el juego de palabras de su denominación (Sobre Músicos Rosarinos); Corrales Viejos, en Rioja 2365; La Viña, en San Martín al 1500, que tuvo en 1999 una duración de pocos meses, para convertirse en el "Centro Cultural Leopoldo Lugones" fundado por residentes cordobeses radicados en Rosario. Siguen vigentes en cambio, peñas como Los de Ahora, en Viamonte 941, ya en los inicios del año 2000 y Los Bajos de Alvarado en Ricchieri al 900, cuyo desnivel central de casi un metro de profundidad, esta ocupado por largas mesas con sus respectivos bancos.

Aquel clima de camaradería nacida del amor al folklore posibilitaba momentos hoy tal vez irrepetibles como el ocurrido en una las tantas peñas efímeras, ésta en la esquina de Pueyrredón y Tucumán, que Carlos Castro rememora con justificable nostalgia: Una noche eramos unos pocos y apareció sorpresivamente Eduardo Falú. Nos preguntó: Tienen vino? y nosotros justo recién habíamos comprado una damajuana. Tocó la guitarra, nos contó cosas y entre todos nos la fuimos tomando. En un momento nos pregunta, con la misma sencillez: ¿Se terminó el vino? Entonces ya me voy. Y agarró su valijita en fi-16 para Rosario Norte, que estaba muy cerca y se fue: maravilloso...

El memorioso testigo deja una coda que cierra ese capítulo entrañablemente unido al auge del folklore de los 60 en adelante, con un toque de humor: La esposa de Falú era rosarina, Néfer Fidélibus y esto me lo contó ella misma. Acababan de grabar una de las tantas cosas que Falú compuso con Jaime Dávalos y que había tenido un éxito fantástico en un disco que se acababa de editar. Lo invitaron a cenar a Jaime para festejar el suceso y en un momento el poeta levantó una de las finísímas copas de cristal de Néfery después de decir: Brindo por nuestra zamba la revoleó contra una de las paredes. Las dueña de casa se enojó muchísimo: Usted no pisa nunca más esta casa. A partir de ese momento, Dávalos y Falú componían en el bar de la esquina.

Tanto Falú, como los también salteños Dávalos y el gran Manuel J. Castilla, serían presencias regulares en la ciudad, traídos a veces por sus compromisos artísticos y otras por la amistad y el amor al folklore de un amigo rosarino común: Arnoldo Ross, uno de los libreros legendarios, en cuyo local no era extraño encontrarlos, tanto como a Los Chaichaleros. Aún las paredes d la librería de calle Córdoba al 1300 ostentan enmarcados retratos, autógrafos y poemas de aquellos inolvidables poetas del fervor folklórico de los 60.

Ya en el año 2000, el folklore parece recuperar cierta adhesión en los jóvenes a partir de la aparición de propuestas de gente de su misma generación como la santafesina Soledad, el grupo Los Nocheros o el misionero "Chango" Spasiuk, aunque las peñas han pasado a ser parte del recuerdo.

No lo son, sin duda, para algunos de los sobrevivientes de ese furor de los 60, como el santiagueño José "Oveja" Montoya, integrante del valioso núcleo de músicos y cantores santiagueños residentes en Rosario desde los años 50, animador de cientos de esas peñas y notable compositor, que mantiene su vigencia como tal en la actualidad, cuando sus gatos y chacareras son grabados por destacados colegas. Ni para Ramón Puka" Ruiz (ex integrante de "Las Voces del Sacha") ni para otros que como José "El Turco" Schpeir o el desaparecido Sonkoy Pérez, fueron presencias valiosas en aquellos lejanos recintos.

En muchos de ellos, junto a cientos de "espontáneos" y alguno que otro profesional que con sus voces y guitarras poblaron de zambas, chacareras, chamamé y bailecitos las noches de la ciudad, Emilio "El Gordo" Battilana dejaría rotunda e inolvidable memoria de su amor al folklore.

Fuente: Extraído de la Revista del diario La Capital “ La Vida Continua “ ( 1960-2000)