martes, 18 de agosto de 2020

LOS BAILES DE LA VIDA


Por Héctor N. Zinni 


Sin tantos apremios, otros bailes permiten a los jóvenes rosarinos sin blanca acudir al recurso de la contraseña vendida a mitad de precio por los que se van temprano, o simplemente regalada por quienes sufren estoicamente no estar en su día. La revancha para estos últimos se da sólo ante un remo con alfajores Tarragona en algún bar donde el dueño ya ha empezado a colocar los postigos, anunciando el cierre. 

Con los bailongos que se llevan a cabo en el Cruce Park, ubicado en la esquina SE de Salta y San Nicolás, en el mismo predio que ocupará años más tarde una empresa telefónica, la contraseña es harina de otro costal. La entrada cuesta muy poco, pero para ingresar a la pista de baile - circundada por una baranda rectangular— hay que abonar una suma mayor. Los bailarines tienen acceso a la pista por una especie de tranquera baja, donde el control abrocha en la solapa del bailarín un primoroso precinto de cartulina de color, y que los muchachos levantan del suelo a la salida para colocárselos ellos mismos en la solapa con mucho disimulo y de esta forma burlar el costo de la entrada y el control. Para mirar solamente, también hay un precio fijado, aunque no se puede estar mucho tiempo de pie, por exigirlo así el reglamento del lugar: es obligatorio ocupar alguna mesa y consumir algo. 

La temporada en el Cruce Park, se salva con recursos inverosímiles: durante la semana se ofrecen espectáculos de boxeo, bailes y, además, los rendidores concursos de cantores, a los que suele invitarse a alguna figura de paso por la ciudad, para prestigiar este sitio. Los jóvenes pueden ver al sólo precio de un peso con cincuenta centavos, los primeros pasos de El Chúcaro y La Dolores, en sus primeras salidas al interior del país, así como extasiarse frente a los gorjeos de un gordito rudicundo, que usa las puntas del cuello de la camisa sin ballenitas y será con el tiempo uno de los más grandes y queridos cantores de tango en Rosario: José Berón. 

También un lugar predilecto de los jóvenes y no tan jóvenes, es Instituto Tráfico, en San Lorenzo entre bulevar Oroño y Alvear. Dotado de excelentes instalaciones: escenario, piso de madera lustrado, limpieza, orden, pulcritud, el atildado salón no difiere de los demás en la costumbre inveterada: sillas de Viena arrimadas contra la pared, formando el consabido cordón donde pacientes madres hacen su vigilancia celosa. Los grupos de muchachas frente al cordón, y de varones a la entrada, se observan mientras, en el escenario, la orquesta del momento: Héctor Lincoln Garrot, José Sala o Luis Chera, desgrana los primeros acordes de los tangos Gricel o Mañana zarpa un barco. 

En la vereda, mientras tanto, los muchachos carentes del peso para la entrada, buscan desesperadamente la contraseña salvadora, mientras van entrando las probables "conquistas", acompañadas por el consabido cuarto vigilante, encarnado por una robusta matrona de croquignol, tapado negro con cuello de piel, pronunciado bozo y cartera negra, que por su tamaño, recuerda las valijitas obsequiadas algunos años antes por la zapatería 

Casals receptáculos en cuyo interior ruchas amas de casa guardan celosamente los carreteles y ovillos de hilo para bordar. 

Si bien los bailes de Instituto Tráfico resultan casi ceremoniosos, Sportsmen Unidos, en pleno apogeo, permite un culto más libre de la danza, en particular de nuestro llamado arte menor, con el aporte de parejas de baile experimentadas en los arabescos sobre el granito de la pista, que reciben la admiración callada de los circunstantes e inhiben a los corredores de baile para ensayar su técnica pobre en recursos. En Sportsmen, la condición esencial es saber bailar, es decir, con todas las de la ley, ya que se permiten lujosos floreos, gambetas, corridas, cortes, quebradas, sentadas, ochos, dieciséis y veinticuatros. 

También este club acude al recurso de incorporar números artísticos a sus reuniones danzantes, cuando el delirio no conoce todavía los nombres de Palito Ortega, Raphael, Sandro o Favio y sí en cambio los de Leo Marini, Daniel Adamo, Gregorio Barrios, Pedro Vargas y el tenor de la voz de seda: el mejicano Juan Arvizu. Quedarán para la anécdota y el recuerdo el tapial hecho escombros por la multitud en su afán por ver de cerca al cantor Hugo del Carril, los puñetazos de Reynaldo Mompel prodigados a los atrevidos que no dejaban llegar al escenario a una dama generosa de curvas, ataviada con un vestido amarillo y reluciente, luciendo una cabellera hirsuta y larga, que se mueve como las vedettes y que canta canciones de moda. Es, nada menos que su flamante esposa: Virginia Luque, o sea Violeta Mabel Domínguez en los papeles. 

También quedarán para la evocación, las contorsiones del flamante médico cantor Alberto Castillo, así como el desplazamiento por el escenario del amanerado y popularísimo divo flamenco Miguel de Molina, cantando con su voz cascada algunos de sus éxitos como La bien pagá. Angelillo, Wáshington Bertolín, Rodolfo Biaggi, Francisco Canaro, Alfredo Gobbi y muchos otros elevan prodigiosamente el cartel de este club, que está bajo la presidencia de un mánager fuera de serie: un sastre de apellido Caruso. Son épocas en que los contratos se pagan religiosamente, con lluvia o sin lluvia. Así pasa, por ejemplo, con Juan DArienzo y su orquesta, cuando suspendida su actuación por causa de una intensa precipitación pluvial, se le paga hasta el último peso al dejar de llover. D Arienzo se había tomado el tren desde Retiro con el sólo objeto de ir a cobrar. 

Mientras la grey porteña, en cumplimiento del 50 por ciento de música nacional, se reparte en sitios bailables donde celosos intérpretes del tango y jazz ejecutan por un lado, y aguerridos cultores del taragüí cinchan del otro (el salón Bompland, El Chamamé, el Palacio Urquiza), en Rosario, sin tanto problema, reina la milonga, entronizada en bailes y bailongos en los salones más caracterizados: La Cubana, ubicada donde después se instalará la Caja de Créditos Arroyito; Socorros Mutuos, donde más tarde funcionará el cine Lumiére; el Cosmopolita, en Mendoza y Fraga; El Luchador, en barrio Echesortu; Intercambio, en Córdoba al 4700; el Club Social Zona Sud, en Maipú al 2900 y Libertad, en Mendoza y Felipe Moré, a los que se agregarán después los bailes de los clubes Horizonte, Nueva Era, Leña y Leña, Sportivo Federal, Provincial, Gimnasia y Esgrima, BenHur, Unión y Progreso y muchos más entre ellos los infaltables rivales Newelt5 Oid Boys y Rosario Central, además de otros, perdidos en la infinitud de los calles de tierra de extramuros. 

Esta generación, crecida con tranvía y vino tinto, que ha hecho sus primeras armas en los bailes de carnaval o en los picnics de la Quinta La Nélida, el Centro Unión de Almaceneros, el Centro Castilla o el Prado Asturiano, nunca podrá imaginar que sus refocilos sabatinos o dominicales caerár heridos de muerte veinte años después, reemplazados por una pléyade juvenil, alegre, nuevaolera y desprejuiciada, que también habrá de escribir su historia. Juventud que, por otra parte, dará la medida exacta del tiempo, donde entre el descenso en la luna y otros sucesos similares, también las jóvenes cultoras de la minifalda y los hippies de pelo largo y barba más larga aún, verán llorar más que nunca, a la Biblia junto a un calefón4

NOTAS: 

4. Boom. Rosario. Id. Id. 

Fuente: Extraído Fragmento de segunda parte del Capitulo 1 “ el baile de la vida” de libro “ El Rosario de Satanas III- Editorial Fundación Ross.