viernes, 23 de octubre de 2015

Una leyenda campera



Por Rafael Ielpi

Una versión de otro clásico gauchesco, Hormiga Negra, dirigida por Antonio Defranza en 1927, que no logró perduración por su cali­dad artística, antecedió a un intento de mayor suceso, también basado en temas gauchescos: La leyenda del mojón, cuyo argumento glosaba un largo poema narrativo del payador uruguayo Juan Pedro López, texto que gozaba de enorme popularidad entre el nutrido público adicto a la poesía nativista y que incluso llegara hasta nuestros días convertido en una parodia plagada de obscenidades sobre el texto ori-l'.mal que comenzaba con la conocida décima introductoria: Llovía torrencialmente / y en la estancia del Mojón, I como adorando al fogón/ estaba tinta ¡agente. I Dijo un viejo de repente: / Les voy a contar un cuento / aura que el agua y el viento/ tráin a la memoria mía/ cosas que naipes sabía/ y que yo diré al momento.
 La película tuvo como directora Camilo Zacarías Soprani, al que debe reconocerse con justicia entre los pioneros del cine en la ciu­dad, y como intérpretes, a una serie de noveles actores encabezados por Antonio Calabria, quien había fundado en Rosario la primera academia de actores cinematográficos, que funcionó primero en un local de Rioja entre Paraguay y Presidente Roca, luego en otro de Córdoba y Dorrego y finalmente en San Luis 3322. Allí llegó a matricularse la nada desdeñable cifra de 150 alumnos, que abonaban una inscrip­ción de 10 pesos, suma también importante para la época.
Superado un duro enfrentamiento con el payador López, que enterado de que se iba a utilizar su texto sin su consentimiento llegó a amenazar de muerte a Soprani, hasta acordar el pago de 1.500 pesos por derechos de autor, aquel dramón gauchesco (porque eso era) fue filmado con la precariedad que imponían la carencia de productores solventes y de equipamiento adecuado. Con una pesada cámara que cargaba 120 metros de película, cubriendo paneles de cartón con papel de estaño para aumentar la intensidad lumínica o filmando cuando había sol, Soprani se las ingenió sin embargo para avanzar en su obra.
La ya anteriormente mencionada "Ranchada de Vélez" en Alberdi fue utilizada como el escenario casi excluyente, aunque algunas es­cenas de la película fueron rodadas en una estancia cordobesa de Isla Verde, incluida una lluvia generada a fuerza de mangueras y regaderas, y otras en los terrenos del viejo Matadero municipal, como las escenas de una doma; mientras tanto las anécdotas y avatares del rodaje se ase­mejaban a las peripecias que debieron protagonizar Queirolo y su equi­po con su Moreira fílmico, tres años antes.
Lo cierto es que, superado el enojo de Juan Pedro López, que accedería incluso a presentarse "en vivo" en el estreno, las duras estre­checes presupuestarias y la inexperiencia de gran parte del elenco, Soprani pudo terminar la filmación y La leyenda del mojón estuvo lista para su exhibición. Antonio Calabria, que asumiría el nombre artís­tico de Armando Dix, encarnó al protagonista en su juventud y en la vejez mientras que Estela Bertana tuvo a su cargo el papel de la esposa, seducida por el malvado de turno a cargo de Juan Tenorio, que en este caso no era seudónimo sino nombre real. Norma Carretero, tiznada convenientemente para hacer de negra, y Alejandro Arguello, como el capataz de la estancia, se contarían entre los acto res principales.
El resto de los personajes estaría a cargo de los alumnos de la aca­demia de Calabria: un grupo de gente empeñosa entre los que había peones de albañil, pintores de brocha gorda, pantaloneras, ferrovia­rios, modistas, mecánicos, todos ilusionados con la posibilidad de entrar triunfalmente en el mundo mágico del cine. Poco antes del estreno, un parte de prensa daba un adelanto del tenor de la historia filmada, una mezcla de pintoresquismo gauchesco, con un drama que incluía dos asesinatos, traiciones y venganzas y música, bailes y destreza crio­lla en abundancia: Riñas de gallo, juegos de taba, carreras en pelo y a pura lonja; pericón nacional, el gato, el malambo, carreras de sortijas, doma de potros, etc., son las características pintorescas de esta película cuyo argumento dramá­tico tiene el tinte de una verdadera tragedia gaucha, doblemente impresionante por desarrollarse esos hechos en plena pampa y durante una noche tormentosa y de viento huracanado...
El estreno ocurriría el 16 de noviembre de 1929 en el "Gran Cine La Bolsa", luego devenido en cine "Broadway", en San Lorenzo 1223, ante una sala totalmente colmada por un público que a poco estuvo de provocar un escándalo mayúsculo en procura de las entra­das, que resultaron insuficientes para el gentío convocado por la nove­dad cinematográfica y por el agregado de una gran orquesta típica crio­lla compuesta de 10 bandoneones, con asistencia del autor Juan Pedro López, celebrado poeta y payador, como anunciaban los afiches publicitarios. López cantó e improvisó como parte del espectáculo y la velada se convirtió en todo un acontecimiento, aunque la película no entraría tampoco en la historia del cine argentino por sus méritos.
Sin embargo, se proyectó durante casi una semana en la aludida sala, un hecho inusual entonces, para comenzar después su periplo por distintos cines y locales de la ciudad y continuar luego por el interior, en especial en localidades de Santa Fe, Entre Ríos, sur de Córdoba y norte bonaerense. Más de un lustro después, todavía los rollos de La leyenda del mojón eran transportados de pueblo en pue­blo para ser exhibidos.
       El propio Soprani, después del estreno, recorrería kilómetros con su película bajo el brazo, presentándola durante varios meses con el aditamento de un cantor, que le ponía emoción en vivo a la historia filmada. El director recordaría esos avatares, mucho después, en una nota evocativa de La Capital, en noviembre de 1965, cuatro décadas más tarde: Concluida la función, a medianoche, ya todos tranquilos, venía la churrasqueada, en la que no faltaban nunca criollos que desafiaran a un con­trapunto a mi cantor y la reunión se transformaba en una fiesta que duraba hasta el amanecer...
También de 1927 es la aparición, en la programación del cine "San Martín", y siguiendo la moda de los temas gauchescos en el inci­piente cine nacional, de una versión nacional de Martín Fierro, con Nello Cosimi, el actor de las primeras películas mudas en el país, junto a El velorio del angelito, que pese a su dramático nombre era, según el programa, un divertido sainete.
    Un intento anterior, de 1918, iba a ser mucho más interesante y digno de atención: El último malón, dirigida y escrita por Alcides Greca, única experiencia cinematográfica del novelista, cuentista, abogado y político radical santafesino, cuyos Cuentos del comité constituyen un aporte valioso a la literatura costumbrista. Couselo ponderó objetiva­mente sus valores: Por el lado documental, se adelantó al cine-verdad, recons­truyendo la última rebeldía indígena, que fue la de los mocovíes en San Javier, en el norte de Santa Fe, en 1904. Del enfoque equidistante y la representa­ción de los hechos en los lugares donde habían ocurrido, hasta con algunos de sus personajes reales, quedó un pasmoso testimonio, que apenas merece el repro­che mínimo de una interpolación romántica.

Ya sobre 1930, el furor del teatro había decrecido en la ciudad, y los grandes espectáculos operísticos y las grandes compañías empe­zaban a ralear definitivamente. Sería el cine, entonces, en especial con la irrupción del sonoro, quien posibilitaría a hombres y mujeres un.i recreación regular y económica, a la vez que el acceso a un arte en per­manente superación estética y técnica.

Superado el primer momento de rechazo, el cine sonoro terminaría imponiéndose de manera absoluta y el mudo quedaría confinado a los archivos y colecciones de cinéfilos. Si bien muchos rasgos de la etapa inicial, la heroica, se mudaron al espectáculo que hoy conocemos, no menos cierto es que, con la retirada de circulación de aquellos filmes todo un mundo de múltiples amores desapareció.
(Pujol: op. cit)

La magia del cine seguiría siendo parte entrañable de la vida de varias generaciones y en algunos casos (para muchos rosarinos) una real pasión cotidiana, cuando ya sobre el filo de la década del 30 con la aparición del sonoro, muchos de los grandes actores y actrices del cine mudo entraban definitivamente en el ocaso, condenados por sus voces o por la falta de adaptación a aquella peligrosa novedad, que para algunos de ellos iba a ser todo lo contrario del "happy end" tan caro, a Hollywood.
Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo VI  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones