jueves, 15 de octubre de 2015

Emilia Bertolé



Por Julio Chiappini


1- Una benemérita iniciativa
En 2006 la municipalidad de Ro­sario editó un bello volumen sobre Emilia Bertolé: excelen­tes artes gráficas y reproducciones de sus obras. Y elaborados textos de Nora Avaro, Rafael Sendra y Raúl D'Amelio. Se trascriben también 51 poesías de Emilia (a quien ahora llamamos así de puro confianzudos que somos). Patenti­zan a la mujer superior: gran pintora y poetisa cuyos versos no delatan ningún esfuerzo de su parte. Tersas líneas que incluso acaso deriven más que del es­tro poético espontáneo de impresiones acerca de su propia vida. De ser así, lleva razón Proust en el libro XV de "En búsqueda del tiempo perdi­do": "Yo había llegado a la conclusión de que para nada somos libres frente a la obra de arte; que no la hacemos a nuestro albedrío sino que, preexistente en noso­tros, debemos descubrirla; puesto que es necesaria y, a la vez, está escondida, tal como una ley de la naturaleza".

2- Sumarios datos
Emilia Isabel Bertolé nació en El Trébol el 21 de junio de 1896. Diego A. de Santillán, que en realidad se llamaba Sinesio García Fernández, por discreción de caballero omite consignar la techa de nacimien­to. José León Pagano ("El arte de los argentinos", edic. 1981, p. 193) habla de 1898. Y lo mismo Slullitel en su "Cronología". La copiosa y hasta oceá­nica Enciclopedia Espasa también tiró sus dados: 1900. Y tanto Lily Sosa de Newton como Gloria de Bertero la re­montan a 1901. Cuando la exposición "50 años de pintura argentina" que el Museo Castagnino hizo en 1980, Ber­tolé, que en realidad debiera escribirse con acento grave, de izquierda a dere­cha, típico de Italia del sur, aparece en el catálogo, de vuelta, como nacida en 1898. Otros historiadores, en cambio, la prescinden. Abstención que justifica el gracejo de María Elena Walsh: "antojo-lías". Una demostración de que no todo retruécano es un idiotismo. Bertolé murió en Rosario el 25 de julio de 1949. Según Manuel Gálvez, en "Re­cuerdos de la vida literaria", de tubercu­losis. Según su familia, de un derrame cerebral. Según otra versión, de cáncer: estaba completamente desmejorada y pesaba 48 kilos. Como vemos, dispari­dad de datos. Lo cual no significa que las crónicas resulten un acertijo. Y después de todo están sujetas a que el error sea posible, probable y hasta inevitable. Y si no existiera, tendríamos que inventarlo. Antonio Francesco Marino, su padre, era italiano de Cazal Monferrato, pro­vincia de Alessandria; y llegó a la Ar­gentina en 1870. En 1887 se casó con Rita Enriqueta Gilli. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales Emilia la menor. En 1891 el matrimonio se instaló en El Trébol. El Trébol derivó de ventas de fracciones a colonos que en 1889 hizo la Argentine Land Investiment Company Limited. En 1890 se inauguró su primer servicio ferroviario: las arterias del país que con los años desmantelamos. Lo cierto es que Antonio atendía en un despacho de bebidas. Luego se progre­só lo consabido en la incipiente villa: juez de paz, comisario, telégrafo y hasta elecciones comunales en 1913. Los Bertolé vivieron en distintos lu­gares seguramente que en búsqueda de mejor supervivencia. A fin de siglo en Rosario; a la que volvieron en 1905 enseguida domiciliados en Córdoba 3745. Emilia estudió dibujo y pintura con Matteo Casella. En cuya escuela expusieron, en 1912, Alfredo Guido, Caggiano, Musto, Cochet, Herminio Blotta y, con cierto revuelo, la joven-císima Emilia. Que en 1919 se radicó en Buenos Aires sobre todo para pintar retratos encargados por la "burguesía". Palabra que a veces se usa despectiva­mente pese a que es un lecho de rosas si es que ahí accedemos; tras los codazos, garrochismos y ocasionalmente méri­tos de rigor. En tanto, los retratos que decíamos eran una moda, y la moda no incomoda, en las clases medias y altas. Un símbolo de prestigio social y una manera metafórica de perpetuarse. Es que ya de entrada alerta y hasta alarma Heidegger: "el hombre es un ser hacia la muerte".
Emilia también tenía anhelos intelec­tuales ajenos a la pintura de caballete. De manera que se incorporó al grupo Anaconda, más tertulias que otra cosa, comandado por Horacio Quiroga. Que se enamoró de ella. Lo cual resulta bien previsible pues era muy atractiva y Qui­roga, como Borges, un enamorado del amor. Desoyéndose así cierto proverbio hindú: "Quien va en busca del amor, se pierde a sí mismo".
En 1927, de Emilia y con tapa del rosarino Alfredo Guido (1892-1967), se edi­tó su único libro de poesías: "Espejo en sombra". Título ya insinuamos que algo autobiográfico. No obstante, por suerte quedaron sueltos muchos otros versos. Publicó además notas periodísticas va­rias en revistas de actualidad. Incluso tapas de El Hogar, cuyo ciclo fue 1904-1962, y Sintonía. Julio de Caro, Libertad Lamarque, Ignacio Corsini, Hugo del Carril y Ada Falcón fueron algunos de los favorecidos por su moderadamente abigarrada paleta. Apareció incluso en propagandas en esas revistas. Por ejem­plo con el esmalte Cutex y ella que de­cía: "No importa lo que haga: mis uñas son más brillantes más tiempo". Digo al pasar que "Sintonía" era de 1933; "Radiolandia" de 1927 y "Ante­na" de 1930. El semanario "La canción moderna", de 1928; y "Micrófono" de 1935. Eran tiempos en los que la farán­dula (radio, teatro, cantantes, la revista porteña, el cine y la discografía iniciáticos, los escándalos y pecadillos de "los famosos") convocaba casi hasta la locu­ra. Casi tanto como ahora. En los años veinte habían principiado los radioteatros con grandes protestas de los adustos en cuanto a la broadcasting. Bien que, seguramente, estos fiscales los escuchaban a hurtadillas: la fascinación por lo prohibido. Además la radiotelefonía crecía de lo lindo: de 1000 recepto­res en 1922 a 1.500.000 en 1936.
Radios Belgrano, Splendid, El Mundo, Porteña. En 1937 una radio por ejemplo Ethersone o Superb valía $ 150, bastante plata, una buena revista costaba 20 centavos. Eran radios a válvula en general llama­das, por su forma, "capillitas". Demo­raban en oírse pues las válvulas tenían que calentarse un poco. ¡Paciencia, mis amigos! Y os prometo que habrá más no­ticias para este boletín. Retomamos ahora, y ojalá que sin haber perdido demasiado la ilación: en 1944, con apremios económicos, Emilia vol­vió a Rosario. Muertos sus padres, ella, que era muy familiera, se desbarranca. Primero alojada en el hotel Palace, de Corrientes y Córdoba, y luego en casa de su prima Chona Gilli, Córdoba 3969. Ya había presagiado que "Estoy desga­nada. Vivo descontenta. No creo ha­berlo dado todo. Y a pesar de ello, me siento superior a mi obra. Tal vez eso sea fatiga. He sido precoz y de aquí pro­bablemente mi cansancio... Presiento que voy a morir joven... Quisiera morir en posesión de la belleza y estar sola en ese instante".
Fue enterrada en el cementerio de La Piedad. En 1954, sus restos trasladados a El Salvador: la municipalidad donó un nicho a perpetuidad en su memoria. Desperdigada, queda su prolífica obra. Uno se pregunta, incurriendo en la ucronía de la historia o historia contra fáctica: ¿adonde hubiera llegado de vi­vir diez años más y haber podido pintar lo que quería y sin apuros de dineros? A nada, clamarán los que emplazan en la desdicha la mejor fuente de la creación. Sería algo así como el precio que paga la felicidad. Esto es como el honor aje­no: el que lo compra, siempre paga más de lo que vale.
En Rosario, el Centro municipal suroes­te, que está en Francia al 4400, se llama "Emilia Bertolé". Y en Ovidio Lagos al 6.900 desemboca una calle con doble nombre: 2133 o Bertolé. Estampillas que la conmemoren, en cambio, ningu­na. Algo inexplicable.

3- "Yo no me quiero casar. ¿Y usted?"

De joven, hacia 1918, Emilia tuvo un novio, Nito Cairola, oriundo de Máximo Paz. Siempre re­sultó muy guapa, casualmente porque lo era, para los hombres; por lo cual candidatos y pretendientes no le falta­ron. Pero prefirió quedarse soltera; por destino o por inteligencia; ya que los hombres somos desagradables (cierto que en distintas escalas zoológicas). Probablemente escapaba a los halagos. Y, entonces, a la consagradas reglas: los hombres aman con los ojos y las muje­res con los oídos. Y las mujeres quieren que las quieran y los hombres quieren -queremos- que nos admiren. De allí el fenomenal éxito que lucen todas las parejas en este rumboso mundo.

Como sea, ella comenta así su celiba­to, que a veces mal equiparamos a la castidad: "A menudo la soltería es una casualidad como la inapetencia. En mí se produce un definitivo horror a los formalismos... Ya estaría casada si hu­biera encontrado el hombre que me to­mara de improviso; que, por ejemplo, al salir de mi casa me sujetara de un brazo llevándome sin trámites al registro ci­vil. Quedarían salvados numerosos e inconcebibles detalles del aparato nup­cial. .. Todos esos conocidos momentos del noviazgo me parecen un antídoto del amor... ¿El amor? Creo en el amor: lo veo pasar fatal y magnífico desde el rincón de mi indolencia -de mi infinita indolencia-, y mis ojos que aman las cosas indecisas y lejanas, más de una vez lo han seguido curiosamente hasta verlo desaparecer más allá de todos los caminos".
Por lo que cuenta al principio, se ve que quería un casamiento exprés. Tal vez ninguno como el de Stephen Robert Koek Koek: caminando en Rosario y por la calle vio a una mujer en un din­tel y le preguntó si quería casarse con él. La mujer le contestó que sí. Más ce­leridad imposible. Pero Oscar Wilde: "En el amor hay una pequeña tragedia y una gran tragedia. La pequeña trage­dia consiste en que te digan que no. La gran tragedia consiste en que te digan que sí".
Recordemos que en tiempos de Emilia regenteaba la frase de la madre de Bor-ges: "La carrera de la mujer es el ma­trimonio". Pasa que Emilia había em­prendido su propio camino que era su refugio. Además probablemente sabía, o al menos intuía, que detrás de toda gran mujer hay un hombre que la quiere detener. Y entonces capaz que pensó: "conmigo no".
4- La obra artística

Bertolé creo que fue, y ¿me atreveré a opinarlo?, la mejor pintora que dio el país. Juicio desde luego falible y apelable. Porque muchos se embelesan, verbigracia, con los astroseres de Raquel Forner; y con tantas otras sublimes obras surgidas de las aristocráticas manos femeninas. Siempre con poco dinero (mantenía a parte de su familia), lo que más pintó Emilia fueron pasteles, su caballito de batalla. El pastel, como la tempera, es una técnica intermedia entre el óleo y la acuarela.
El pastel, que encontró en Degas su cumbrera (por ejemplo, cantidad de sus bailarinas y desnudos son pasteles) y que entre nosotros fatigó Victorica, se hace más rápido y con materiales menos onerosos: tiza blanca molida y colores en polvo. Se presta mucho a traducir la luz. Y lo mismo los crayones y "ceritas", que hacen las veces. El asunto es que Emilia dejó óleos es­pléndidos: fue al pastel lo que Uriarte fue a la acuarela. Su modus vivendi. Por ingresos o por la súbita impacien­cia de los talentos. De todos modos hay que medirlos por sus mejores obras que son, y no queda otra, los óleos. Y vaya que fueron pintores. Juan Carlos Lier, en "Breve evocación de Emilia Bertolé" ("La Capital", 20 de enero de 1963), asesta que sus cua­dros "parecen haber sido pintados a la luz de la luna. Sus caras de mujeres y entre ellas, destacándose, su autorre­trato, parecen imágenes de ensueño, hechas con humo coloreado, capaz de disolverse a la primera ráfaga de vien­to. Ejercen con ello la sugestión de lo sobrenatural". Al margen de alguna hipérbole, que uno también hubiera suscripto máxime tratándose de da­mas, una manera de describir su pin­tura. Que se repartió entre retratística (su fuerte), naturalezas muertas, flores y no muchos más motivos. De manera que no abarcó tanto pero apretó mu­cho. Tuvo un gran futuro en el pasado. Por sus apuros, su arte tuvo que con­descender con el oficio y, como todos los pintores pues todos se repiten en temáticas, con la artesanía. Con lo de­corativo pues había que vender, y con lo que Slullitel le endilgó: "soluciones académicas". Que son, uno supone, el principio y el fin de la pintura figurati­va convencional.
Lo cierto es que, a diferencia por ejem­plo de Musto o Schiavoni, se negó a los colores estridentes. Gustaba más a veces, sobre todo en los pasteles, de cierta languidez, de veladuras, de la luz vaga de alguno de los dos crepúsculos del día.
Que Bertolé fue también una eximia dibujante lo acreditan su miríada de carbonillas. Firmaba sus obras pero no fechaba todas. Y entonces el críti­co de arte, que suele ser un pobre que indica a los ricos dónde están los teso­ros, ha de reconstruir aunque sea a los ponchazos. Acerca de una mujer que demostró con creces que la pintura no cuenta con un monopolio de varones. Por algo Cochet le impuso fronteras: "No se puede exagerar la trascenden­cia de su obra de pintora". No contento, agregó que elevó "un poco" a las gen­tes "por sobre su craso materialismo". Un poco. No olvidaba comentar que el Museo Castagnino cuenta con varias obras de Bertolé. Y creo que debería deslizar algunas en la llamada "expo­sición permanente". Bien que, y como me retó Vanzo una vez, "El gusto no es un juicio estético".
FUENTE: Extraído de la Revista “ Rosario, su Historia y Región. Fascículo Nº 135 de Noviembre de 2014