martes, 2 de junio de 2015

LIBERTARIOS Y RANCHERÍOS



Por Rafael Ielpi
Algunos de aquellos pic-nics que eran recreación habitual en la ciudad finisecular, llevaban en cambio objetivos que iban bastante más allá de un paseo al campo y de un momento de música y baile. Eran los organizados por muchas de las colectividades extranjeras, que los realizaban a veces con fines benéficos, para sostener las acti­vidades de cada entidad o en conmemoración de fechas caras a la his­toria de sus países lejanos; o estaban marcados con la inconfundible impronta libertaria, bastante extendida en Rosario tanto como en Buenos Aires hasta el inicio de la "década infame". Aquellos pic-nics despertaban, pese a lo bucólico del paisaje, las naturales prevenciones que el anarquismo guardaba hacia el sistema. Claro que la reuniones, por razones obvias, no tenían como escenario lujosas quintas sino un espacio abierto que garantizara alguna mínima posibilidad de des­bande en caso necesario...


  Libertad Lamarque recordó en sus memorias aquellas lejanas reuniones campestres que siempre tenían la impronta solidaria de los libertarios: En los pic-nics que papá y sus colaboradores organizaban a total beneficio del Comité Pro Presos, mis padres se ocupaban de que todo estuviera en orden, que no faltaran los refrescos, los sándwichs y los kioscos con sus atrac­ciones: el tiro al blanco y sus premios, las marionetas, las golosinas y los chori­zos calientes. Se comenzaba con la tarea de alquilar la arboleda más cercana a la ciudad, la más frondosa y la más barata, además de los mejores medios de transporte. Se debían comprometer con tiempo dos carros, con un caballo cada uno, para transportar desde el amanecer del día fijado casi todos los enseres, seguido del segundo carro llevando el resto y a los organizadores. Más tarde lle­garía al lugar un pequeño conjunto de instrumentos de viento, especializado en los pasodobles y para turnarse con ellos, un reducido conjunto típico: bando­neón, guitarra, flauta y violín, para alegría de los bailarines
De pronto, sonaba una campana y la gente comenzaba a concen­trarse frente a un kiosco, ya adaptado con una pequeña mesa, una jarra de agua tapada con una servilleta, y un vaso. Por otro lado, yo me refres­caba la cara y trataba de alisar mi pelo, tieso de tierra. Nuevamente sonaba la campana y me dirigía al lugar indicado; esperaba allí en silen­cio un minuto, para que acudiera más gente y comenzaba mi actuación anunciando El batallón infantil de Ghiraldo: "Han pasado ante mi puerta al compás de sus tambores, / cuyas tristes notas dicen la canción de los dolores;/ avanzaban los pequeños en compacta formación, / y en sus frentes enfermizas, donde la anemia se advierte, / se diría que la idea de la guerra y de la muerte/ va invadiendo sus cerebros, anu­lando la razón". Al terminar los aplausos se hacía presente el orador de ese día, casi siempre proveniente de Buenos Aires, por intermedio del periódico "La Protesta". Anderson Pacheco, que era muy admi­rado por su palabra vibrante y de barricada, que estremecía a su audi­torio o Rodolfo González Pacheco, igualmente aplaudido por su pala­bra fácil, convincente. ..y prudente. Siempre la policía se hacía presente en esas reuniones.
(Libertad Lamarque: Autobiografía, Editorial Sudamericana, 1986)
 

Los pic-nics seguirían teniendo vigencia y escenarios diversos en esos primeros treinta años de la centuria. En enero de 1925, La Capital anuncia una reunión de esas características, bajo el auspicio del Centro Gallego en la que denomina como Quinta Ranchos deVélez, situada en Alberdi, consignando como servicio al lector, que el tranvía N" 5, en su punto terminal, deja a cuatro cuadras de la quinta, que se halla en la orilla del río Paraná.


La "Ranchada de Vélez", como se la denominara y conociera popularmente hasta ya bastante entrada la década del 60, no era otra cosa que una sucesión de ranchos, construcciones de adobes empla­zadas a unos metros una de otra, con sus paredes blanqueadas a la cal, con los clásicos techos de paja traída por lo general de las islas, a dos aguas y sostenidos por horcones de quebracho, con la presencia de un aljibe en el centro. Denominada originariamente "Villa Mangoré", pasó a ser conocida con el nombre definitivo al ser adquirido el con­junto de viviendas por Juan P. Vélez, un rosarino acomodado que la destinó a finca de descanso hasta que sus descalabros de fortuna lo obligaron a convertirla en su residencia habitual. El primitivo nom­bre respondía a la tradición que atribuyera la construcción de los ran­chos a un indio que se decía descendiente del jefe indígena cuya pasión por Lucía Miranda ingresó a la historia tanto como a la lite­ratura y decidió incluso, también de acuerdo a leyenda, la destruc­ción del fuerte de Sancti Spiritu erigido por Sebastián Gaboto.


En tanto duró la propiedad de Vélez, la ranchada fue escenario de continuas fiestas, sobre todo en el verano, al que concurrían muchas per­sonalidades del comercio, el periodismo, las letras y la política, no sólo de Rosario sino de otras partes del país. En ellas se daban cuenta de pan­tagruélicos asados y de cantidades fabulosas de empanadas y se bebían buenos vinos. Se jugaba a la taba y al monte, y al son de vihuelas se bai­laba el gato y el pericón y hábiles zapateadores se lucían en el malambo. Los payadores más famosos dirimían superioridades con agudeza retó­rica y rasguidos de guitarras. La tradición quiere que Gabino Ezeiza haya participado de estas justas y rendido a los asistentes el homenaje de sus improvisaciones...
(Weyland: Op. cit.)


    Los antiguos ranchos, por su condición de aislamiento, sobre todo en los finales del siglo XIX y comienzos del XX, sirvieron asimismo para reuniones de carácter mucho menos inofensivo y social, como que allí se guardó el secreto de algunas de las conspiraciones revolucionarias que, afines del siglo anterior, alteraron dramáticamente el apacible y laborioso vivir santafesino, como asevera Weyland en su hermoso libro de recuerdos El chalet de las ranas.
Sin embargo, la ranchada tenía un atractivo adicional (que el autor de este libro pudo constatar hacia 1960, cuando el cuidador y espontáneo cicerone del lugar era don José Ciro) que eran las pin­turas que cubrían prácticamente todas las paredes de las viviendas. Las mismas, que constituían un vasto y abigarrado muestrario de temas histórico-gauchescos, habían sido realizadas por un artista espontáneo y bastante rústico, a mitad de camino entre el pintores­quismo y lo náif (padre de Esteban Peyrano, quien fuera uno de los pioneros del cine en Rosario), lo que no quitaba sin embargo un in­terés curioso a ese insólito conjunto.


El interés turístico de este lugar residía en las pinturas que decoraban las paredes interiores de los ranchos, ejecutadas a principio de siglo por un tal Serafín Peyrano, pintor con más buena voluntad que arte, amigo del propietario de la ranchada. Había escenas de combates sugeridos por la historia patria que abarcaban todo un muro y retratos de próceres de la independencia, civiles y militares, de presidentes y de poetas: Echeverría, Hernández, Ascasubi, Gutiérrez, Guido Spano y otros, rodeados de lau­reles y frases alusivas. No faltaban los motivos populares y gauchescos: domas, duelos a facón, tabeadas, riñas de gallo y borracheras en la pul­pería, a menudo realizado con propósito grotesco o humorístico. Además, rebuscadas composiciones alegóricas tenían por tema tanto la libertad y la justicia como el mate y el asado, y apelaban de manera inverosímil a la fauna y la flora: jaguares, monos, yacarés, cóndores, serpientes, papaga­yos, ombúes, palmeras, ceibos, camalotes e irupés. A nosotros, de chicos, tales colorinches nos parecían obras magistrales...
                                                                                                                                (Weyland: Op. cit.)

Las pinturas de los ranchos de Vélez seguían siendo, superada ya la mitad del siglo XX y un poco antes de su demolición, dignas de ser fotografiadas como una nota pintoresca, y de seguro irrepetible, del Rosario de los primeros años de la centuria, que fueron los de su esplen­dor como sede de encuentros gastronómico-sociales que incluían la presencia de rosarinos notorios, ya lo fueran en el ámbito de la polí­tica lugareña o de la cultura.
    En plena década del 20, como se consignara, aquella ranchada que erguía su fisonomía campera sobre las barrancas del Paraná, fue lugar reiteradamente elegido para la concreción de muchos de los pic-nics y reuniones que eran parte de las obligadas recreaciones de los rosari­nos de entonces.


Fuente: extraído de libro rosario del 900 a la “década infame”  tomo III  editado 2005 por la Editorial homo Sapiens Ediciones



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