martes, 11 de marzo de 2014

EL GRAN ENRICO



Por Rafael Ielpi

Este no era ciertamente un desconocido en la Argentina, ya que había cantado en Buenos Aires en 1889, 1900, 1901 y 1903, en la Ópera porteña. En 1901, por ejemplo, dirigido por Arturo Toscarini, cantó Rigoletto coincidentemente con la celebración de los 80 años del general Mitre, en un función que tuvo a “don Bartolo”, ya convertido en u prócer en vida, más allá de los muchos enconos que se ganara, sobre todo por sus manejos políticos, entre los espectadores que aplaudieron con entusiasmo al tenor napolitano.
Cuando llegó a Rosario estaba en su plenitud y era conocido y admirado por sus grabaciones que se sucedían a un ritmo inusual. Caruso fue consecuente con el disco y el primer gran artista en aceptarlo y poner su arte al servicio de esa nueva y maravillosa técnica, de llegaría demasiado tarde, como en el caso de Julián Gayarre.
El debut se produjo el 9 de julio de 1915 con la obra Manón Lescaut, en la Gilda Dalla Rizza era coprotagonista. Con ella Hipólito Lázaro y  Mario Sanmarco, a los que sumaron en una escala Fleta y la Galli-Curci, hacia viajado Caruso hacia la Argentina en el “ Príncipe de Udine”, con una compañía que traía consigo hasta un experto en “claque”, que seguramente no necesitó aquí incentivar el aplauso.
Después de una rápida gira a Córdoba y Tucumán, con triunfos similares, Caruso volvió a La Ópera a cantar uno de sus grandes papeles: el de Ipagliacci. El suceso fue esta vez impresionante y es difundida anécdota del grupo de una cincuentena de mandolinas pulsadas en entusiastas músicos italianos que lo siguieron hasta el hotel, como homenaje a su arte, al son de canzonetas y temas de la patria común y lejana.
El comentario crítico no mezquinaba ditirambos, aunque bien ganados: Su voz es sonora, vigorosa, a la vez que delicada, de una asombrosa homogeneidad. Su canto es siempre de un sentimiento profundo y viril y lo que justamente ha colocado a Casuro en el más alto pedestal del arte lírico es el exquisito buen gusto con que canta, muy personal y característico, esa dicción perfecta y la verdad con que encarna al personaje, escribió La Capital.
El auditorio tampoco se anduvo con medias tintas y el tenor debió responder once llamadas a escena para el saludo de rigor. El calor de imborrable impresión sobre el lugar. Antes de abandonar esta ciudad, le escribiría antes de partir a José Mecca, administrador de La Ópera, me es grato manifestar que las condiciones acústicas de este gran teatro son tan completas que nada tienen que envidiarle a los más importantes coliseos del mundo que he visitado durante mi carrera artística, y  en tal sentido es parecido al Metropolitan de Nueva York. Lo saluda muy afectuosamente, su atento, Enrico Caruso. Un agregado, entre paréntesis, revela su gentuza: Ya que ello ha de enorgullecer al propietario de La Ópera, don Emilio Schiffner. Éste debe haber recibido el elogio con mejor talante que el que tuviera al enterarse del estreno de La gente honesta, que le “dedicara” Florencio Sánchez trece años antes…
Lo cierto es que Caruso, que había dejado un recuerdo imborrable en todos los que lo escuchaban, desde los inmigrantes ( los “paesanos” arracimados en el gallinero de La Ópera) a la próspera burguesía, en gran parte del mismo origen itálico, que ocupaba los costosos palcos y las plateas, no volvería a Rosario. Aquel a quien su amigo Walter Mocchi definiera como el más caro de los artistas, cantaría de nuevo en Buenos Aires dos años después, en 1917, y a pesar de ser anunciado tanto en Rosario como en el Teatro Argentino de la Plata, sólo se trató, en ambos casos de buenas pero frustradas intenciones.
Aquellos de dos viajes finales a la Argentina, en de 1915 y el de 1917, lo vincularon ( de modo directo en un caso y de manera poco demostrable pero creíble, en el otro) con dos nombres importantes de la música popular argentina. En 1915, uno de los integrantes de la nutrida comparsa de demanda toda ópera que se precie de tal, era un joven aspirante a tenor, que abandonaría luego la lírica para  triunfar en otro género en el que también había dramas, perfidia, traiciones y muertes violentas como en la ópera. Se llamaba Agustín Magaldi.
En 1917, terminada su temporada en Buenos Aires, Caruso viajó a Montevideo. Allí según diversos testimonios que quizá no sean otra cosa que leyenda, o no, lo visitó un joven admirador que ya andaba por escenarios de poca monta cantando estilos y milongas. El tenor había encontrado grata la voz de aquel desconocido y condescendió a dejarle algunas recomendaciones, fruto de su propia y consagrada experiencia, como no forzar la extensión y volumen de la voz. El Joven cantor debió tenerlas en cuenta seguramente porque incluso tomó lecciones luego de un tiempo con un maestro de canto lírico, aunque triunfaría, y mucho, como Magaldi, en el tango. Este otro de historia montevideana se llamaba Carlos Gardel.
Los días rosarinos de Caruso le sirvieron para acumular aún más fama que adicionar a la que había logrado en Europa y, especialmente, en los Estados Unidos, sobre todo en el “Mer”, y a la vez para permitir, como ocurría siempre, que los empresarios salvaran con él cualquier temporada adversa.

Actuó en Julio 1915 en una función extraordinaria de 35 pesos
la platea, que marcó el record de recaudación por la entradas teatrales: 33
mil pesos. Como paraba en el Hotel Savoy y ocupaba todo el segundo
piso. Hubo que desconectar toda la instalación eléctrica de las campani-
llas para que no lo molestara el ruido mientras dormía. Durante su breve
estadía en Rosario, una tarde salimos a dar un paseo. Como era un gran
coleccionista de monedas y medallas ( su colección valía una fortuna) quiso
recorrer las agencias de cambio de la calle San Martín, donde compró
varias monedas antiguas… Caruso ganaba en esa gira 5 mil pesos oro
por función que cantaba, que al cambio de $2.20 cada peso oro que regía
entonces, eran 11 mil pesos papel. Y como por contrato debía cantar en
Buenos Aires, Rosario, Montevideo, Río Janeiro y San Pablo un
Mínimo de 45 funciones, cobraba casi medio millón de pesos por los cua
Tros meses y medio de temporada, aparte de los pasajes de ida y vuelta
Desde Italia en clase de lujo para él, en primera para el maestro de canto
y los dos secretarios que lo acompañaban y de segunda clase para sus dos
personas de servicios. Pero aunque era el cantante más cotizado de la época,
para las empresas resultaba el más conveniente por el margen de utilidad
que dejaban las temporadas líricas encabezadas por su nombre, ya que en
las funciones en que cantaba Caruso – a pesar de los precios altos que se
cobraran- era infaltable en la boletería el clásico cartelito No ya más
localidades.
                                                                                    ( Carpentiero: op.cit)

Walter Mocchi, el empresario que lo trajera a la Argentina, seguiría por su parte ligado a Rosario, afortunadamente para los incontables amantes del “bel canto”. En 1919 dejó de traer espectáculos a la Ópera y se dedicó a programar el Colón con su amigo Carpentiero, y entre ese año y 1922 sacudió a la ciudad. Primero, con la trilogía pucciniana de Mefistófeles, Moisés y Tabarre, con la soprano Dalla Rizza. Después con la gran María Barrientos en Lucía…, y en 1922 con el duelo proverbial de Fleta-Lázaro, dirigidos por Mascagni e integrando una compañía que incluía a otro tercero de grandes : Giácomo Lauri-Volpi ( al que Lázaro también dedicó sus dardos cada vez que pudo), Gabriela Besanzoni y Elvira de Hidalgo.
Es por aquellos años arribo permanente de grandes nombres de la lírica cuando un rosarino hoy injustamente olvidado comienza a perfilarse como uno de ellos, por lo menos en su época: el barítono Felipe Romito, que en 1919 es contratado por el Teatro Coliseo porteño para actuar con una de las compañías europeas, iniciando de ese modo una carrera tan brillante como intensa, que lo llevaría a cantar en los grandes escenarios del mundo, sin excluir no el Colón argentino ni la Scala de Milán, verdadero templo del “bel canto”.
Todavía al año siguiente, el dinámico Mocchi juega carta ganadoras al desembarcar en el teatro de la calle Corrientes a un elenco en el que brillaban Richard Strauss y Gino Marinuzzi como directores de orquestas, nada menos; el barítono Mario Sanmarco, pero como “regisseur”, que lo era y muy bueno y cantantes que pertenecen a la historia de la lírica como Aureliano Pertile, Ninón Vallin, Toti dal Monte, Fleta nuevamente y otros.
En 1924, el ex político izquierdista devenido en empresario, que se casaría también con la gran soprano brasileña Bidú Sayao, muerta a avanzada edad en el año 2000, retorna a la Ópera y reincide con nombres conocidos pero no por eso menos importantes: Dalla- Rizza, Damiani, Claudia Muzzio, la Besanzoni, Fleta, Vitulli, todos al servicio de la Traviata, La forza del destino, y Loreley. Ya crea del fin de la década, la Ópera tendría sus cuasi postreros esplendores operísticos con Norma de Bellini, con la exquisita Muzzio y Pedro Mirassou.
Después, llegaría no sólo el final de las grandes temporadas, las grandes óperas y las grandes divas y divos. Llegaría también el golpe militar del 6 de septiembre de 1930 y el comienzo de la “década infame”y de los períodos autoritarios y de las dictaduras sangrientas en la Argentina…
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo I Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones