miércoles, 24 de octubre de 2012

LOS "FALSOS TURCOS"


La colectividad de origen árabe, por su parte, comenzaría a arri­bar al país y luego consecuentemente a Rosario, sobre los finales del siglo XIX y los años iniciales del XX, cuando se produce la llegada a Buenos Aires de pequeños contingentes de inmigrantes oriundos del Magreb. Pero serían los provenientes de los países que conformaban el Imperio Otomano (por ello llamados genéricamente "turcos"), quienes integrarían la corriente más numerosa.
 
Expulsados por el hambre, las persecuciones étnicas y religiosas de las tierras bajo el dominio del otrora poderoso Imperio Turco, que por exten­der el pasaporte dio forma a la cariñosa denominación con que todavía se llama a los descendientes de árabes entre nosotros, fue que recibimos a una numerosa colectividad árabe, fundamentalmente de sirio-libaneses. De una increíble adaptación por lo rápida, dada las diferencias culturales origina­les, se los vio deambular por las calles, los caminos y las chacras, con su valija al hombro o una canasta en el brazo, vendiendo de todo, facilitando las formas de intercambio, otorgando crédito hasta la fecha de pago del sueldo en los barrios, o hasta la próxima cosecha en los campos...
 
(Rubén Manuel Moran: "La inmigración II", en Historias de nuestra región, 1999)
Una publicación de la Dirección Nacional de Migraciones señala: Inicialmente catalogados por las autoridades como griegos y turcos, los incluidos bajo esta nómina se correspondían en su mayoría con quienes hoy serían ingresados como armenios, egipcios, iraquíes, libaneses, palestinos, sirios, turcos y otros. Sea que fuese de fe cristiana, musulmana o judía, gran parte de los antes mencionados, excepción hecha de los procedentes de Turquía, hablaban una lengua común, que sumada a otras características culturales los unificaba como árabes. Impulsados a abandonar el Medio Oriente, en particular Siria y el Líbano, por una multiplicidad de factores, los otomanos ya constituían una comunidad en formación cuando el censo de 1895 revela que sumaban 876 en el país y 64.714para el relevamiento de 1914.
 
Alberto Tasso, por su parte, consigna que la mayoría de los llamados otomanos o turcos que ingresaron al país desde 1887 hasta el Centenario eran sirios y libaneses, y aunque sus países natales forma­ban parte de la rica y milenaria civilización árabe, durante muchos siglos estuvieron bajo el dominio de la bandera turca: Entre 1887 y 1907 ingresan al país 41.650 otomanos. Al año siguiente llega a su fin la hegemonía del severo jeque turco Abd-al-Hamid, durante la cual un virtual estado de sitio impidió la vigencia constitucional y consecuentemente la posibi­lidad de una inmigración legal. Buena parte de la corriente anterior a 1907 fue, por lo tanto, clandestina, sostiene.
 
Al acto crucial de abandonar la propia tierra deben agregarse las cir­cunstancias políticas que convertían la partida en un acto ilegal. Y aun­que la Sublime Puerta del Imperio Otomano había sido cerrada, el afán de libertad e igualdad empujaba vigorosamente a labrar una nueva vida en otra tierra. "América" era entonces la palabra que simbolizaba la posi­bilidad de esa vida soñada, y así como su mágico acento se escuchaba en Europa, también llegaba su eco hasta el Oriente, conducido por los bar­cos de las empresas marítimas que hacían su negocio en el Mediterráneo. Muchos relatos hablan de partidas sigilosas en la oscuridad de la noche, de promesas de reunirse con una novia o una madre y que el tiempo se encargaba de confirmar o refutar, de una escala en Marsella, y de casi veinte días de viaje hasta el puerto de Buenos Aires...
 
(Alberto Tasso: "La inmigración árabe en la Argentina", en revista Todo es Historia, N° 282).

En coincidencia con la colectividad judía, parte importante de esta inmigración se dedicaría en forma principal al comercio, sobre todo el vinculado con la industria textil, desde el afincamiento en pequeñas tiendas diseminadas en los barrios a la venta ambulante de cortes de género, prendas de vestir, puntillas, elásticos, etc., realizada tanto en la ciudad como en la zona rural, para cuyos habitantes la lle­gada de los "turcos" procedentes de Rosario con sus valijas, era una novedad recurrente y esperada.
 
Había merceros. Eran todos turcos, árabes, sirios, pero nosotros les decíamos turcos. Y había muchas comunidades de turcos. Cuando yo tra­bajaba, que iba a pie desde Suipacha a Corrientes, en la calle 9 de Julio casi esquina Pueyrredón había una casa donde vivían varios turcos y tenían una cosa para fumar con una manguera, que después supe que es el narguile. Además de los merceros que generalmente eran turcos, había otros vendedores, la mayoría judíos, que vendían otras cosas como colchas, frazadas, manteles, a pagar un peso por semana. Los que yo llamo merceros vendían también peines, jabones, espejitos. Iban gritando su mercadería por la calle...
 
(Smaldone: Testimonio citado)
No debe dejar de consignarse que muchos de estos esforzados comerciantes andariegos fueron víctimas reiteradas veces de asaltos y de crímenes en esos periplos que los llevaban a recorrer a pie rancho por rancho, durante meses y más meses, sufriendo lluvias y hambres, acomodándose donde le caía la noche y donde le daban un techo y una comida, como narrara Mateo Booz.
 
Los turcos, como le decíamos nosotros, no estaban únicamente en la calle San Luis, donde había muchos negocios que sus dueños eran sirios, libaneses y judíos. En mi barrio, en la esquina de Rioja y Cajferata, estaba la tienda de Abdala, que era de esa colectividad, y me acuerdo también que todos los meses pasaban uno o dos "turcos" que andaban con los cortes de género doblados sobre el hombro y una valija llena de cosas para las mujeres de la casa:peinetas, peines, hilos para coser y bordar, agujas, elásticos, algunos llevaban camisetas y calzoncillos abrigados, como se usaba en esa época. En casi todos los barrios había una tiendita de un turco, que eran tipos buenos con los vecinos, que te vendían a crédito, lo mismo que los que venían con el bagayo al hombro cada mes, que algunas veces tam­bién te anotaban a cuenta. Había también algunos moishes que pasaban todos los meses vendiendo telas y dándote plazo para ir pagando.También esos eran gente macanuda. "
(Julián Chandro: Testimonio personal recogido en septiembre de 1986)
Roberto Arlt iba a dejar asimismo grabada, en una de sus Aguafuertes porteñas, no sin un dejo admirativo pese al adjetivo "espantosos" que les aplica, la imagen de aquellos árabes ambulantes: El sol raja la tierra, los caballos se adormecen a la sombra de los árboles, y estos hombres espantosos, cargados con un cajón, una cesta y un bulto de mantas y cortes sobre las espaldas, avanzan gritando: "¿Quiere mercería barata, señora!" ¡Cuántas veces durante el verano! Y yo me quedo pensando de dónde sacarán la voluntad de vivir estos hombres, de vivir así tan terriblemente, y de dónde extraen el coraje y la resistencia para pasar la mañana y la tarde caminando, caminando siem­pre, bajo el sol, gritando dulcemente entre las polvaredas del arrabal: ¿Quiere mercería, señora?
Tasso menciona dos desventajas enfrentadas por los árabes en el país para una inserción ocupacional, que confluyeron en la inclinación de buena parte de la colectividad por el comercio y, en especial por el de tipo itinerante: la primera es la escasez de medios económicos, que aparece reflejada en el reducido acceso a la propiedad de la tierra. Otra, el bajo nivel de instrucción. Todo ello permite comprender que la iniciación comercial de muchos árabes se haya efectuado en el más bajo escalón, el de la venta ambulante.
 
Ayudados por algunos connacionales ya instalados, que les facilitaban mercadería, recorrían caminando o a caballo o a lomo de muía, extensos circuitos de la ciudad o el campo. Un turco con el kasche al hombro fue una típica imagen de este período en todos los rincones del país. Si bien la venta ambulante incluyó rubros diversos desde ganado hasta tela, este último constituyó el más difundido. Desde luego que no eran comer­ciantes de telas ni vendedores ambulantes en su tierra. La lista de oficios declarados al llegar al país incluía también en 1910 a agricultores, aunque predominaban comerciantes, jornaleros y personas sin oficio. Pero la escasez de otras alternativas ocupacionales y la solidaridad típica de los inmigrantes radicados y los recién venidos, los condujo hacia una activi­dad típicamente informal, que no exigía capital, y que se abrió paso rápidamente entre los intersticios de una red comercial todavía incipiente entre las vastas regiones del país. La venta ambulante contribuyó a difundir pautas de consumo de telas y algunos artículos suntuarios que hasta entonces estaban restringidos a los sectores medios y urbanos.
 
(Tasso: Op. cit.)

Tampoco los turcos escaparían a la andanada discriminatoria que recibiría buena parte de la inmigración que no provenía de Europa Central, como ocurriría con los gitanos. Dos comentarios contem­poráneos, uno de La Capital de julio de 1888 y otro de El Municipio, de septiembre del año siguiente, son ejemplares al respecto. El primero se pregunta: ¿A qué vienen aquí esos turcos, gitanos o lo que sean? ¿ Vienen acaso a trabajar honorablemente? No. Son plantas exóticas y al mismo tiempo corruptoras. El país necesita de obreros y no de vagos y degradados. Fuera, pues, con los gitanos, turcos, montenegrinos, cosacos o como se llamen. El diario de Muñoz, pese a su progresismo, no queda atrás al referirse a los turcos: Esa clase de huéspedes, especie de parásitos, son en todo sentido perjudiciales a la sociedad, porque no producen nada. Son antihigiénicos y de malas costumbres...
A ese rechazo inicial se contraponían actitudes mucho más solidarias hacia esa heterogénea comunidad arribada desde Oriente, como las del Patronato Sirio Libanes y la propia Dirección de Inmigración que, entre 1905 y 1912, propició la implementación de campañas de difusión destinadas a informar a los inmigrantes árabes sobre las posibilidades de trabajo en el interior del país, a la vez que lograba que los mismos fueran admitidos en el Hotel de Inmigrantes, cosa que les había sido negada inicialmente.

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo I  Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones